Gloria

Gloria


PRIMERA PARTE » XXXIV.- En el puente de Judas.

Página 37 de 78

— XXXIV —

En el puente de Judas.

Mientras una docena de laicos arreglaban así, después de comer bien, los asuntos de la Iglesia católica, D. Ángel de Lantigua, separándose de su sobrina, a quien dejó rezando en la iglesia, marchaba por el camino real en dirección al puente de Judas, con objeto de visitar a sus amigos reunidos en el Soto. Acompañábanle a un lado y otro su secretario y el paje, y seguíanle varios cojos, tullidos y toda la pobretería del camino, anhelantes de que les echase bendiciones, pues algunos las estimaban en más que las limosnas que recibían.

El santo varón con el alma gozosa como de costumbre iba departiendo afablemente con sus dos adláteres, cuando al entrar en el puente de Judas (cuya fábrica de palo era en extremo frágil) notó que este se estremecía bajo sus pies. Mas no tardó en hallar la razón de la sacudida, porque por la otra cabeza del puente acababa de entrar un hombre a caballo. Galopaba.

—¡Eh! caballero —le gritaba el guarda—. Está mandado que por aquí se vaya al paso.

El jinete era Daniel Morton. Luego que vio a Su Ilustrísima, observando al mismo tiempo la estrechura del puente, semejante en esto al que tienen los mahometanos para entrar en el paraíso, detúvose y echo pie a tierra.

—¡Ah! Sr. Morton —exclamó D. Ángel con estupor, sintiendo que de improviso se desvanecía el gozo de su alma.

Daniel le besó el anillo con gran respeto, y descubriéndose dijo:

—¿No esperaba Su Ilustrísima verme otra vez en Ficóbriga?

—No, seguramente. Ayer recibió mi hermano una carta en que usted le anunciaba su viaje.

—Pues Dios no ha querido que me vaya hoy.

—Cuidado: no hay que echar la culpa de todo a Dios —dijo el prelado gravemente—. Dios lo habrá permitido; pero no lo habrá querido.

—Con perdón de Usía Ilustrísima —afirmó Morton—, pienso que lo ha querido. Yo estaba en el muelle de X… junto a mi equipaje, esperando el bote que me había de conducir a bordo del vapor, cuando sentí que una mano muy pesada me tocaba al hombro; volvíme y vi a Caifás, Sr. D. Ángel, con el semblante más angustiado que puede imaginarse.

—Ya, ya voy comprendiendo.

—Caifás se puso de rodillas delante de mí y me dijo: «Señor, en Ficóbriga aseguran que he robado, en Ficóbriga dicen que el dinero que tengo no es mío. El juez me amenaza y todos piden que Caifás el feo, Caifás el malo, Caifás el idiota vaya a la cárcel. Yo, quebrantando mi palabra, he dicho que usted me sacó de la miseria; pero nadie cree al humilde, y D. Juan Amarillo, soberbio entre los soberbios clama contra mí…». En resumen, señor obispo, he tenido que detener el viaje para sacar a ese hombre de tan mal paso, pues si así no lo hiciera, la limosna que le di, y que nada vale en verdad, se trocará en vilipendio suyo sumergiéndole más en la miseria.

—¡Buen pensamiento y excelente acción! —dijo el prelado seriamente—. Ella es tal que se le puede permitir a usted el paso de este puente, que de otro modo le estaría vedado. Adelante, pues, y no se me detenga usted en Ficóbriga.

Despidiole bondadosamente aunque con sequedad, y Morton siguió su camino hacia Ficóbriga, mientras D. Ángel no paraba en el del Soto; pero a cada diez pasos volvía la cabeza para ver qué dirección tomaba el hamburgués. Viole marchar hacia la Cortiguera, donde vivía Caifás, y con esto Lantigua sintió calmarse la zozobra que empezó a alborotar su espíritu.

Cuando el obispo estuvo cerca del Soto, toda la servidumbre y deudos del cura, con las amas a la cabeza y D.ª Saturnina al frente de estas, a la manera de tambor mayor, salieron a recibirle y besarle el anillo, de lo que resultó no poca confusión. Y al mismo tiempo le aclamaban con gritos y decían: «Viva la gloria de Ficóbriga».

Hasta que el venerable atravesó la portalada de la huerta, no cesaron las importunidades de la plebe.

—Aún están aquí los restos del festín —dijo el prelado viendo la desordenada mesa—. Ha sido buena idea ponerla al aire, porque hace un calor sofocante.

—Pues me parece que no pasará la tarde sin llover, señores —dijo el cura husmeando el horizonte—. ¿No quiere Su Ilustrísima tomar chocolate?

Al punto trajeron los cangilones, y D. Ángel se sentó en un banquillo rústico. Rodeáronle todos, menos Sedeño y Rafael del Horro, que se apartaron para leer un suelto del periódico.

—Sr. D. Silvestre —dijo el prelado cuando empezó a tomar chocolate—. ¿Lloverá esta tarde?

—Me temo que sí. Está la atmósfera muy cargada. Tendremos vendaval, y fuerte. Así se puso el tiempo el día que naufragó el Plantagenet. ¡Qué día, señores, qué día!

—¡Fue tremendo! —dijo Su Ilustrísima—. ¿A quién creen ustedes que acabo de encontrar ahora al pasar el puente de Judas?… ¿No lo adivinan ustedes? Pues al mismo D. Daniel Morton en persona.

—¿Iba a Ficóbriga? —preguntó con mucho interés D. Juan Amarillo.

—Allá iba… Parece que él fue quien le dio a Caifás…

—Quien no te conoce que te compre —dijo el usurero ficobrigense, guiñando el ojo—. No creo en tales limosnas, aunque ese extranjero debe de ser hombre muy adinerado…

—Entonces bien podía hacer una limosna…

—Precisamente lo que no creo es la limosna, lo que no creo es una generosidad de tal calibre. Aquí no somos bobos, Sr. Morton; aquí en España no nos mamamos el dedo y sabemos conocer a los pillos…

—Amigo D. Juan —manifestó Su Ilustrísima devolviendo el pocillo de chocolate—, Jesucristo dijo: «No juzguéis para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados…».

Y variando al punto de tono y de asunto, añadió:

—Es una gloria esta huerta de D. Silvestre. Aquí todo prospera, y el trabajo y esmero del cultivo son frutos de bendición. Ojalá sucediera lo mismo en toda nuestra España, y tras de cada siembra de sanos consejos y exhortaciones viniese una cosecha de buena conducta. ¡Qué manzanos, qué perales, qué melocotoneros!

D. Silvestre vio llegado el momento de saborear uno de los más dulces placeres de su regalona vida, enseñar su huerta. Levantose el prelado, y Romero fue delante mostrando las hermosas castas de perales alineados en espaldera los unos, sustentados otros por alambres gordos y todos ellos frondosísimos y cuajados de peras. Las había bergamotas, duquesas, amantecadas, pardas, de invierno y de otros muchos linajes exóticos. El cura hacía fijar la atención en los ramilletes de frutas verdes aún, y las tomaba en la mano para mostrarlas, diciendo: —¿Pero ven ustedes qué peras? En toda la provincia no hay nada que se les compare.

Mientras esto sucedía, D. Juan Amarillo había llevado aparte a D. Juan de Lantigua para hablarle de un negocio importante.

—No nos alejemos mucho —le dijo el literato y jurisconsulto—, porque me parece que va a llover esta tarde.

Ir a la siguiente página

Report Page