Gloria

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PRIMERA PARTE » XXXVI.- ¡Que horrible tiempo!

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— XXXVI —

¡Que horrible tiempo!

—¡Qué horrible tiempo! —refunfuñó Francisca—. ¡Si parece que se acaba el mundo!… ¡Jesús! el viento ha apagado la luz de la escalera… ¡Cómo golpean las puertas! Roque, Roque.

A la voz de la digna criada, que avanzaba por el fondo del pasillo bajo, Roque apareció soñoliento.

—Hombre, muévete —dijo Francisca andando casi a tientas hacia la escalera—. ¡Jesús, María y José… qué miedo! Si me parece que he visto una sombra, un bulto escurriéndose por la escalera arriba.

—Usted ve visiones, señora Francisca.

—Con verte a ti tengo bastante, monstruo.

—Cierra la puerta del jardín. Puesto que los señores no vienen… ¡Qué horrible ventisca! Vaya que Santiago se porta. Después de la tormenta, fuelle. Si parece que los demonios levantan en peso la casa y se la llevan por los aires… Dime, zopenco, ¿has visto subir a la señorita?

—Sí señora; hace mucho rato.

—¡Qué has de ver tú, si dormías! ¿Estará en el comedor? No, todo a oscuras… Anda, cierra la puerta, enciende el farolillo y vamos a registrar la casa.

—¿A registrar?

—Sí; no estoy tranquila. Me pareció que vi… ¡San Antonio bendito!

—Algún alma del otro mundo.

—Ea, cierra, sube y calla.

Callados subieron ambos después de cerrar.

—¡Ah! —dijo Francisca al llegar al pasillo alto—, la señorita está ya encerrada en su cuarto. Veo claridad por la ventanilla alta.

Y acercándose a la puerta del cuarto de Gloria, gritó:

—Buenas noches, señorita.

En seguida dieron un paseo por la casa; pero no hallaron a nadie.

El viento seguía; daba vueltas alrededor de la casa, estrechándola en vorágine horrible y como si la arrancase de sus poderosos cimientos para llevársela en un vuelo. Creeríase que toda Ficóbriga, con su Abadía en medio y su torre como un mástil, corría llevada por el huracán, del mismo modo que corre un mísero barco sin timón. Los árboles del jardín flotaban cual desmelenadas cabelleras, sacudiéndose, y las rachas de lluvia rasguñaban los cristales como uñas. Cuando el viento calmaba su loca furia, seguía llorando en el techo con lastimero y penetrante gemido que se apagaba y avivaba, recorriendo toda la escala, cual un monólogo de aflicción, con imprecaciones y suspiros.

Después volvía a soplar con rabia; las ramas, en su rozar vertiginoso, se azotaban unas a otras, y parecía que entre aquel torbellino de rumores, difundido por la inmensidad de los cielos, se estaba oyendo el ruido de las destrozadas alas de un ángel que caía lanzado del paraíso.

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