Gloria

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SEGUNDA PARTE » XI.- Diez y ocho siglos de antipatía.

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— XI —

Diez y ocho siglos de antipatía.

No eran las seis cuando D. Buenaventura y Daniel Morton estaban solos en la habitación de Caifás. Los chicos habían sido enviados a la calle por su padre, y este después de ahondar un poco la sepultura abierta en la tarde anterior se ocupaba en enterrar a uno de esos pobres muertos que entran en la inmensidad misteriosa de la descomposición subterránea sin amigos, sin cánticos religiosos, sin lágrimas, sin flores, sin mortaja. Para esos todo es materia y verdadero polvo.

Ambos caballeros después de contemplar un instante tan triste escena, se sentaron junto a una mesilla con tapete de hule que en mitad de la pieza había. Uno y otro callaban, hallándose bastante perplejos y diciendo para sí: «¡Él hablará primero!». Por fin, D. Buenaventura entabló la conversación:

—Nada necesito indicar a usted —dijo con torpeza—, de las inmensas desgracias que han caído sobre mi familia. Usted las conoce bien; y yo al verle acudir tan puntual a mi llamamiento, debo creer que no es indiferente a ellas, aunque no sea sino por el remordimiento de haberlas causado.

—Es la segunda vez que vengo después de aquellos terribles días —repuso Morton—. Esto prueba que no soy un criminal fugitivo; y al volver con tanta insistencia al lado de los que ofendí, demuestro que deseo ardientemente desagraviarlos.

—Ahora se probará. Yo he llamado a usted contra el deseo de mi familia y de la misma Gloria. Separándome de su opinión en materia tan delicada, creo que esto puede arreglarse. Hablando se entienden las personas. Me he propuesto que este grave mal sea reparado, y… qué sé yo… se me figura que lo conseguiré, si hallo en el autor de nuestra deshonra las ideas elevadas, la dignidad y el sentimiento del honor que supongo siempre en todo caballero bien educado, cualquiera que sean su secta. He tomado informes en Madrid, y por personas de su raza de usted a quienes estimo mucho, he sabido que no tendré que habérmelas con un calavera, ni con un hombre corrompido y sin conciencia, insensible a los estímulos del honor.

—¡No soy un malvado para usted!… —dijo el hebreo con expresión de gratitud—. Mayor consuelo no podía yo recibir después de los ultrajes de que he sido objeto en Ficóbriga… ¡No soy para usted un apestado, un réprobo, un paria, un hombre ignominioso colocado fuera de todas las leyes!… ¡No inspiro horror, no huye usted de mí, no se cree condenado por darme la mano!…

—Mi opinión sobre usted no es definitiva —indicó D. Buenaventura gravemente—. Dependerá de la conducta de usted y de la facilidad con que se preste a una inteligencia conmigo.

—La tolerancia que hallo en usted —repuso Daniel—, me da mucha esperanza, predisponiéndome a los mayores sacrificios.

—¡Sacrificios!… esa, esa es la palabra —dijo Lantigua con gozo y energía—. De eso es de lo que se trata. Aquí, señor mío, nos hallamos en presencia de un problema terrible, la religión; la religión que en diversidad de aspectos gobierna al mundo, a las naciones, a las familias. De ella no es posible prescindir para nada. Casi siempre es consuelo y estímulo y fuerza que impulsa; ahora se nos ha puesto enfrente con amenazadora gravedad, y es para usted y para nosotros obstáculo implacable, desunión, discordia, una montaña que se nos cae encima.

D. Buenaventura dio un suspiro. Daniel Morton suspiró también.

—Pero quizás estamos dando a esta dificultad importancia mayor de la que realmente tiene —añadió el caballero español, no sabiendo cómo abordar la cuestión—. Para toda persona que se estima y que sabe dar a los deberes sociales su valor propio, hay leyes categóricas que no admiten distingos, ni sutilezas, ni interpretaciones; habló de las leyes del honor.

—Las leyes del verdadero honor —dijo Morton gravemente—, son las leyes morales que emanan de la religión o de la filosofía. Fuera de esto, todo es convencional y falso.

Por un momento estuvo suspenso don Buenaventura, pero al punto dominó sus ideas y repuso:

—En rigor, eso es verdad. Pero dejémonos de generalidades. Usted tiene el deber ineludible de reparar la injuria que ha hecho a mi sobrina. Para esto es necesario un sacrificio. ¿Qué importa? El honor lo exige, lo exige esa ley que rige todas nuestras acciones, ley que viene no sé yo de dónde, pero que es ley, ley. Es una religión sin teología, por lo cual no admite cismas ni heterodoxias. Su única herejía es la falta de valor… Aquí se nos presenta una virtuosa y angelical señorita deshonrada, una víctima preciosa e inocente, y esa víctima exige de usted un gran sacrificio.

—¡El sacrificio de la religión!

—Justo.

—¿En nombre del honor?

—Justo.

—Eso quiere decir que antes que la religión es el honor. ¿Y si yo dijera que la mayor deshonra consiste en la abjuración de la fe en que se ha nacido?

—Eso depende de los motivos por que se haga. En un caso como este no.

—¿Me permitirá usted que ponga un ejemplo y le interrogue?

—Con el mayor gusto —dijo Lantigua orgullosamente, creyéndose con argumentos más fuertes que su contrario.

—Pues bien, supongamos que va usted a Hamburgo, a Amsterdam, a Londres…

—Ya, ya veo su intención. Supongamos que amo a una joven israelita, que… Vamos, que se repite este caso con los términos invertidos.

—¿Se apresuraría a hacer la reparación debida sacrificando su religión?

—Según fuera la joven.

—Como Gloria, lo mismo que Gloria. Se supone que la amaría usted con pasión irresistible.

—Hombre, eso de hacerse judío es demasiado fuerte. Comprendo que se abrace el protestantismo, cualquier cosa… Pero, en fin, concedida la pasión, las circunstancias terribles de este caso… sí… aseguro a usted que me haría judío.

—Señor de Lantigua —dijo Morton con entereza y dignidad—. Usted no tiene religión; usted no es católico.

Asombrado y balbuciente se quedó el español; mas repuesto de pronto de su confusión, dijo:

—Soy católico sincero, por educación, por convicción, por el ejemplo santo de mis virtuosos hermanos, porque creo que el catolicismo es la religión más perfecta, porque si algún momento flaquease mi razón, vendría a fortalecerme el recuerdo de mi amorosa madre, y con recordarla sólo, la fe que en ella hizo sublimes prodigios de virtud, a mí me daría también fuerzas y consuelo; soy católico, porque veo en Jesucristo, Hijo de Dios, el más admirable ejemplo de perfección moral que puede ofrecerse al hombre, porque creo sinceramente en el perdón de los pecados y en la vida eterna.

—Nada de eso prueba una fe muy ardiente. Acepta usted lo que más le acomoda y lo demás lo rechaza. Pero aun con fe tan tibia no le creo a usted capaz de hacerse judío por amor, por el cariño de una mujer, por cosas de un día.

—Y por deber, por la responsabilidad terrible de una gran falta —añadió Lantigua con energía—; por estas razones y otras no vacilaría en cambiar, al menos aparentemente, la religión más aceptable por la más desacreditada.

—¡Aparentemente!… ¡Es decir, con reservas mentales!… —dijo Morton lleno de confusión.

—¡Ah! veo que usted es más intolerante en su religión falsa que yo en la mía verdadera. Yo concedo algo, usted nada. Es preciso que usted siga mi ejemplo. Verá cómo no soy fanático, ni intransigente, ni mojigato. Me atrevo a esperar que mi creencia se asemeja bastante en el fondo a la de usted o a la de cualquier otro hombre del siglo.

—¿Cómo? —preguntó Morton con curiosidad.

—¿Será posible que en el fondo no pensemos lo mismo, Sr. Morton? Se me figura que sí. Óigame usted con atención. Yo creo que la fe religiosa tal como la han entendido nuestros padres, pierde terreno de día en día, y que tarde o temprano todos los cultos positivos tendrán que perder su vigor presente. Yo creo que los hombres buenos y caritativos pueden salvarse y se salvarán fácilmente, cualquiera que sea su religión. Creo que muchas cosas establecidas por la Iglesia, lejos de acrecentar la fe, la disminuirán, y que en todas las religiones y principalmente en la nuestra sobran reglas, disposiciones, prácticas. Creo que la salvación de los cultos consistirá, si llega a verificarse, en volver a la sencillez primitiva. Creo que si los poderes religiosos se empeñan en acrecentar demasiado su influencia, la crítica acabará con ellos. Creo que la conciliación entre la filosofía y la fe es posible, y que si no es posible, vendrá el caos espantoso. Creo que cada vez es menor, mucho menor, el número de los que creen, lo cual me parece funesto. Creo que ninguna Nación ni pueblo alguno pueden subsistir sin una ley moral que le dé vida; y si una ley moral desaparece, vendrá necesariamente otra… Esto que declaro, y que es lo que pensamos ¿a qué negarlo? todos los hombres del día, es de esas cosas que pocas veces se dicen, y yo las callo siempre porque la sociedad actual se sostiene, no por el fervor, sino por el respeto a las creencias generales. Las circunstancias en que nos encontramos oblíganme a abrir a usted mi pensamiento, mostrándole todo lo que hay en él, y a hablarle con entera franqueza; pues ni mi nombre, ni el respeto que debo a la memoria de mi hermano muerto y a las virtudes acrisoladas del que vive concuerdan bien con estas ideas que a pesar mío exhibo. Y al hacerlo así, revelando lo que nadie hasta hoy ha oído de mis labios, espero hallar un eco en su pensamiento, cierta concordancia remota, porque teniéndole a usted por hombre instruido en las ideas corrientes, no es posible que esté tan rigurosa y tenazmente aferrado a la secta más desautorizada de todas. Creo, finalmente y para decirlo todo de una vez, que el fondo moral es con corta diferencia uno mismo en las religiones civilizadas… mejor dicho, que el hombre culto educado en la sociedad europea es capaz del superior bien, cualquiera que sea el nombre con que invoque a Dios.

Breve pausa siguió a esta profesión de fe. Morton miraba fijamente el hule de la mesa, y absorto en el grave asunto, se ocupaba maquinalmente en retorcer una hilacha que sus manos habían encontrado allí.

—Estimo la declaración —dijo sin alzar los ojos de la mesa—. Ya sabía yo que muchos adalides del partido católico son racionalistas in pectore. Ahora en cambio de sus concesiones yo voy a hacer otras.

D. Buenaventura decía para sí:

—¡Quién me había de decir que yo vaciaría estas heces de mi conciencia delante de un judío!… Pero es preciso transigir, sí, transigir, ceder un poco, para que él ceda otro poco y nos entendamos.

—Mi familia, como la de usted —dijo el hebreo—, se ha distinguido por su fervor religioso; ha sido y es, como la de usted, una familia respetada y querida por sus virtudes y su generosidad; ha tenido y tiene gran prestigio en nuestra raza, por sostener con noble tesón la idea de la consecuencia israelita en medio de la desgracia en que vivimos y de la degradación en que han caído muchos de nuestros hermanos. Yo he sido educado con prolija solidez de principios. Me han infundido la fe, más en la conciencia que en la imaginación, hablándome poco a los sentidos y mucho al alma. Además me han inculcado la idea de que por nuestra religión fueron revelados al mundo los grandes principios que lo rigen, y que no pierden su valor por las modificaciones que recibieran en un día memorable. Me han enseñado a amar una ley que contiene todo lo bueno y todo lo verdadero, pues ninguna verdad moral posee el mundo que no se halle en mis libros. Al afirmar esto, no llegaré al extremo de creer que fuera de mi ley todo es corrupción, inmoralidad, mentira, como hacen aquí, no; yo también cederé, imitándole a usted, y diré que los preceptos morales por los cuales nos regimos son los mismos que gobiernan el alma cristiana, los mismos que gobiernan a todos los hombres que tienen preceptos. No sé que haya en pueblos civilizados ninguna religión, cuya moral diga: «Matarás, mentirás, robarás, harás daño a tu prójimo…».

—Muy bien, muy bien —dijo Lantigua radiante de satisfacción—. ¿Ve usted cómo nos acercamos? ¿Qué queda entre nosotros?… El culto, la forma, la liturgia, un fantasma, señor Morton.

—¡El culto!… —exclamó Daniel solemnemente—. ¿Y a eso llaman ustedes fantasmas? Para ustedes lo será, para mí no.

—¿Es posible que quien piensa como usted piensa, dé valor?…

—Sí, doy valor al culto, y valor inmenso.

—¿Por qué?

—Porque es nuestra nacionalidad. No tenemos patria geográfica y nos la hemos formado en la comunidad de prácticas religiosas y en la observación de la ley. Por razón de nuestro estado social tenemos más íntimamente confundidas que ustedes la patria, la familia, la fe. Para ustedes la religión no es más que la religión; para nosotros además de la religión, es la raza, es una especie de suelo moral en que vivimos, es la lengua, es también el honor, ese honor de que usted me ha hablado y que en nosotros no se concibe sin la consecuencia, sin la constancia en amar una augusta y venerable fe, por la cual somos escarnecidos.

—Todo eso es de forma; al fondo, al fondo —dijo Lantigua con impaciencia—. Usted ha demostrado creer que su religión no es en lo moral superior a la mía.

—Lo es por la antigüedad y por la sencillez. Creo firmemente que cuanto Dios ha revelado al hombre está en mi ley. Todo lo demás es postizo. No aborrezco al cristianismo por falso ni por malo, sino por cruel e inútil.

A D. Buenaventura se le vinieron a la boca mil argumentos terribles, abrumadores, sin réplica; pero se contuvo antes de enunciarlos, y llenándose de paciencia, siguió escuchando.

—Hay razones históricas y sociales —añadió el hebreo—, razones terribles, amigo mío, para que nuestra abjuración sea más deshonrosa que la de otro hombre cualquiera.

D. Buenaventura dejó ver una sonrisa de desdén.

—Además de que siento un instintivo amor al Dios de mis padres, y aborrecimiento invencible a la inútil innovación cristiana…

A D. Buenaventura se le acababa la paciencia.

—Déjeme usted seguir. Además de esto, obedezco a una ley de raza: ¡y qué terribles son las leyes de raza! El mismo valladar insuperable establecido por los cristianos para que vivamos moralmente separados del resto del linaje humano, aviva y enciende más nuestra consecuencia, porque las injurias que hemos recibido, la expulsión de España, el injusto odio de los pueblos cristianos nos aferran más a nuestro dogma, fórmula de la patria entre nosotros. ¡Abjurar!… Pasarnos a este enemigo implacable que durante diez y ocho siglos nos ha estado insultando, escupiendo y abofeteando; que nos ha expulsado, nos ha quemado vivos, nos ha arrojado de todas las ocupaciones honrosas, nos ha cerrado todas las puertas, nos ha prohibido todos los oficios, dejándonos sólo el más vil, el de la usura; que nos ha llenado de denuestos groseros, apartándonos de todo lo que puede llamarse fraternidad y negándonos hasta el goce de los derechos naturales; que nos ha considerado siempre como una excepción en la humanidad, como una raza abyecta y manchada, y nos ha estado martirizando con la infame y absurda nota de deicida, ¡de haber matado a Dios!… No, no puede ser, entre nosotros no habrá un solo hombre de honor que se pase a este implacable y feroz enemigo. Diez y ocho siglos de venganza por haber dado muerte a un filósofo, el más grande de los filósofos si se quiere, es demasiada crueldad.

—Merecido baldón ha sido —dijo D. Buenaventura— y lo prueba la espantosa duración del castigo. Un año, diez, un siglo, pueden equivocarse. Mil ochocientos años no se equivocan. Su fallo merece respeto.

—No tendrá jamás el mío —declaró Morton con furor—. Ha tocado usted la fibra más delicada de mi corazón, de un corazón que tiene el acendrado fuego de la raza. Yo siento la pasión de mi nacionalidad perdida, de mi culto sencillo y grandioso, de mi pueblo desgraciado y escarnecido que conserva en sí un fondo admirable de valor moral. Sí, quisiera tener mil bocas para decirlo con todas ellas. Un pueblo que ha resistido diez y ocho siglos de desprecio, un pueblo que subsiste después de mil ochocientos años de verse proscrito, errante, vejado, humillado, es digno de mejor suerte.

—Procuren ustedes mejorarla —dijo Lantigua con ironía.

—Yo he pasado horas en amarguísima tristeza pensando en la suerte infeliz de mi raza. Desde que tuve uso de razón, comprendí, a pesar de vivir en la mayor opulencia, que en nosotros había un gran vacío, aunque no me podía explicar cuál era; comprendí que una nube siniestra nos envolvía, que no éramos como los demás, que la sociedad nos había marcado… He pasado la mayor parte de mi juventud en tétricas meditaciones sobre nuestro aflictivo destino social, y con esto el amor que siempre tuve a mi casta, a mi grandiosa historia, se inflamaba más cada día hasta llegar a una vehemencia que hizo creer en la pérdida de mi razón. Mi juventud ha sido un delirio doloroso, un sueño en que se han confundido los intentos más atrevidos con las ideas más nobles. He soñado con la rehabilitación del judaísmo; he soñado con borrar la maldición horrible; he pasado años enteros en soledad sombría, como los anacoretas cristianos, meditando en la pasión y crucificación de un pueblo inocente, y después, lanzándome al mundo y a los viajes infatigables por todos los países donde había israelitas, he tomado el tiento a la terrible carga de esta empresa. Mas a pesar de hallarla muy pesada, no he renunciado a echarla sobre los hombros, y en horas de duda o vacilación he sentido en mí un aliento poderoso, una inspiración, una solemne voz de mi ultrajado Dios que me decía: «Adelante».

»Y a un hombre de tal temple, a un hombre que tiene el fanatismo santo de su casta, que no vacila en morir cien veces por ver realizada una rehabilitación que el siglo cree imposible; a un hombre que no es de estos vanos creyentes del día superficiales y corrompidos ni sabe mirar con indiferencia las cosas de Dios y del corazón y del corazón, le dice usted: «Abandona todo eso y ven a humillarte aquí delante de mí; ven a besar esta cruel mano que te ha estado abofeteando por espacio de diez y ocho siglos; ven a adorar al filósofo crucificado en cuyo nombre hemos decidido que eres una bestia».

—En nombre de Jesucristo —dijo D. Buenaventura, sintiendo que en su corazón había sido tocada una fibra de sentimiento, aunque estaba muy honda y el dolor no era grande—. En nombre del que redimió al género humano transformando toda la tierra. Parece mentira que en un entendimiento cultivado y claro exista obcecación semejante, ¡Dios mío, lo que es nacer en el error!… Pero hay una cosa que me hace poner en duda la sinceridad de su fanatismo. Si tan lleno estaba usted de la idea de su raza, si esta idea le ocupaba por entero, si regía completamente su vida y sus actos todos, regulando sus sentimientos, ¿cómo, Sr. Morton, cayó usted en la debilidad de enamorarse de una mujer cristiana?

—Dios nos somete a durísimas y terribles pruebas. Los católicos tibios que piensan poco en Dios, los ateos que le niegan y los racionalistas cristianos que le han despojado de sus maravillosos atributos personales, no comprenderán esto, y reirán con impía necedad de las pruebas a que me refiero. Yo no soy así. Creo en las pruebas como en los castigos. Mi insensato y desvariado amor es una de aquellas. He caído, he caído con pecado nefando y he sentido las más terribles y congojosas dudas que pueden imaginarse. ¿Qué debo hacer? ¿En qué grado deben interesarme respectivamente mis deberes sociales y mis deberes religiosos? Aquí tiene usted la gran duda que me ha traído a la mayor desesperación, y a desear ardientemente la muerte, la madre muerte, que todo lo resuelve.

—Yo no le he llamado a usted —dijo Lantigua gravemente—, ni usted ha venido tampoco, para entregarse a una desesperación inútil. Es preciso ser razonable, abordar la cuestión, esta cuestión terrible que se nos ofrece en presencia de mi sobrina, inocente y buena y hermosa; de mi hija debo decir, pues por tal la tengo.

—Es verdad. Yo he venido deseoso de abordar la cuestión y de resolverla.

—¿Cómo? Después de lo que acabo de oír —dijo D. Buenaventura con acento de indignación—, parece que, según usted, el horrendo sacrificio debe hacerlo ella.

—No, no; comprendo que eso no puede ser… Hay otro medio.

—No alcanzo ninguno.

—Si yo no creyera que hay otro medio, no hubiera venido, me habría quedado en Londres.

—Es verdad.

—Sólo el acudir puntual a su llamamiento, indica que mi deseo es…

—Conciliar… bien.

—Pero esta conciliación no puede celebrarse sino entre ella y yo, entre su conciencia y la mía.

—Es necesario —dijo Lantigua con interés—, es necesario que usted la vea. Ella le recibirá a usted. Ya se lo he dicho y tendrá que obedecerme.

—El problema es difícil; pero quién sabe… Creo que en la cuestión de fe no nos sería difícil llegar a una concordia provisionalmente aceptable… pero la cuestión de forma es la más terrible.

—Ahí, ahí está el quid. ¿Pero será imposible buscar una fórmula?

D. Buenaventura que en su vida política, no por cierto muy larga ni muy brillante, había descollado en el arte de buscar fórmulas, creía posible en la ocasión que ahora relatamos lucir nuevamente su ingenio. Pensando en esto dijo para sí:

—No se presenta mal. ¡Algo duro está! Veremos; creo que repetidas conferencias entre los dos han de abrir algún camino… Todavía me queda un argumento muy fuerte, un argumento de corazón, de ternura, y ese lo dejo para cuando sea oportuno. Ahora no lo es.

—Nada podemos adelantar, mientras yo no la vea y hable con ella —dijo Morton con inquietud.

—La verá usted. Su repugnancia es mucha; pero yo la venceré. Tenemos dificultades por todas partes. No contábamos con el disgusto y la alarma que su presencia de usted produciría en este piadosísimo pueblo. Las ideas de mi familia tampoco nos son muy favorables. Mi hermana se empeña en dirigir la mente de Gloria al ascetismo, y esto no me gusta.

—¿Y el señor D. Ángel?

—No está aquí. Menos temor me infundiría él que mi hermana… ¡Una fórmula! ¡Hallar una fórmula! ¿Pero esto es tan difícil?… Se me figura que entre los tres llegaríamos a una solución lisonjera, o al menos admisible. ¡Todo menos la deshonra de esa infeliz!…

—Que yo la vea, que yo la vea es lo principal —dijo Morton con ardor.

—La verá usted…

—Que pueda yo además mostrarme libremente en el pueblo, y que cese el absurdo horror que inspiro; que pueda ir a todas partes; que mi nombre no sea una blasfemia…

—¡Oh! —dijo Lantigua hondamente preocupado—. Es preciso ante todo redimirle a usted de esta horrible abominación pública, indigna de la cultura moderna.

—Sí, sí.

—Y darle a usted alojamiento digno, decoroso, a la luz del día; que no viva oculto como los ladrones.

—Sí, sí, también eso.

El buen banquero miró fijamente al suelo, sosteniendo su barba con los dedos de la mano derecha.

—¡Ah! —exclamó de improviso, dándose una palmada en la frente—. Tengo una idea, una idea felicísima.

—¿Cuál?

—Permítame usted que no se la diga por ahora.

—Pero…

—Tendrá usted alojamiento decoroso, y se modificará o se atenuará por lo menos el rigor de esa implacable opinión pública… Hoy mismo notará usted las consecuencias de mi idea.

—Deseo saberla.

—Confíe usted en mí —dijo el banquero levantándose—. Nos veremos luego. Voy a ocuparme de usted.

No quiso dar más explicaciones el noble señor de Lantigua, y salió dejando al hebreo en confusión no menos grande que la que tenía al principio de la conferencia. Morton se asomó a la ventana y vio a Caifás enterrando otro muerto.

—Un enemigo menos en Ficóbriga —pensó.

En tanto Lantigua corría presuroso en busca del señor cura D. Silvestre Romero.

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