Gloria

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El día de la partida se despertó muy temprano, como solía hacerlo en la mañana de Navidad durante su niñez. Siguiendo una costumbre inglesa, en mitad de la noche la madre se habría deslizado dentro del cuarto de su niño para colgar una media llena de regalos al pie de la cama. A fin de mantener una verosimilitud total, la señora Edelweiss se ponía una barba de lana de algodón y el bashlyk de su marido. Si por casualidad Martin no hubiese estado dormido, hubiera visto a Papá Noel con sus propios ojos. Luego, por la mañana, con las luces encendidas y emanando su amarillo lánguido bajo la mirada sombría de la ventiscosa alborada de San Petersburgo (aquel cielo pardo sobre la oscura casa al otro lado de la calle, aquellas fachadas, aquellas cornisas dibujadas en blanco por la nieve), Martin palpaba la media larga y crujiente de su madre, tensamente cargada hasta el tope con pequeños paquetes que podían distinguirse a través de la seda. Con el aliento entrecortado, Martin introducía la mano y empezaba a sacar y desenvolver animalitos de juguete y diminutas bomboneras que representaban solo una introducción al regalo en escala real: una locomotora con vagones y rieles de lata (con los que se podía construir ochos enormes) que lo aguardaba en la sala. Hoy también lo aguardaba un tren; salía de Lausanne hacia el atardecer para llegar a Berlín alrededor de las nueve de la mañana siguiente. La señora Edelweiss estaba plenamente convencida de que el único propósito de aquel viaje era ver a la chica Zilanov. Había notado que no habían llegado cartas de Berlín para Martin y la atormentaba el pensamiento de que tal vez la chica Zilanov no lo quisiera lo suficiente y pudiera ser una mala esposa para él. Se esmeraba para que la partida fuese lo más alegre posible, ocultando bajo una animación casi febril su ansiedad y su tristeza. El tío Enrique, que tenía la cara hinchada, estuvo malhumorado y poco comunicativo durante toda la cena. Martin miró el pimentero que trataba de alcanzar su tío y se conmovió al pensar que aquella era la última vez que lo veía. El pimentero tenía forma de maniquí gordo con perforaciones en la cabeza calva y plateada. Rápidamente Martin transfirió la mirada a su madre, observando sus tiernas manos con pecas claras, su perfil delicado y el ceño ligeramente arqueado (como si estuviera asombrada ante la vista del exquisito guisado), y otra vez se dijo que era la última vez que vería aquellas pecas, aquel ceño, aquel plato. Simultáneamente, todos los muebles de la habitación, y la imagen lluviosa de la ventana, y el reloj con cuadrante de madera junto al aparador, y las fotografías ampliadas de notables patilludos con levita en marcos negros, todo, en síntesis, pareció estallar en un trágico parlamento exigiendo atención ante la inminente partida.

—¿Puedo acompañarte a Lausanne? —preguntó la madre, y, al ver que Martin fruncía la nariz, se apresuró a decir—: Oh, sé que no te gusta que vayan a despedirte, pero no iría solamente con el propósito de despedirte. Simplemente me gustaría dar un paseo, y además tengo que comprar un par de cosas.

Martin suspiró.

—Está bien, si no quieres que vaya no iré —añadió la señora Edelweiss con excepcional jovialidad—. No me gusta meterme cuando no me invitan. Pero te pondrás el abrigo; en eso insisto.

Madre e hijo hablaban siempre en ruso entre ellos, y aquello irritaba constantemente al tío Enrique, que solo sabía una palabra, nichevo, en la que por alguna razón percibía un símbolo del fatalismo eslavo. Aquel día se sentía deprimido, además de estar molesto por el dolor en la mandíbula. En ese momento corrió su silla con ímpetu hacia atrás, se quitó las migas del estómago con la servilleta, y, chupándose un diente, se retiró a su estudio. «Qué viejo está», pensó Martin mirándole la nuca encanecida. «¿O es la luz…, el tiempo tan sombrío?».

—Bueno, ya casi es hora de que vayas preparándote —observó la señora Edelweiss—. Probablemente ya habrán traído el coche.

Miró por la ventana.

—Sí, ya está aquí. Mira qué curioso: hacia allí no se ve nada por la niebla, como si no existieran las montañas. Curioso, ¿no?

—Creo que he olvidado la máquina de afeitar —dijo Martin.

Subió a su habitación, recogió la máquina de afeitar y las zapatillas, y tuvo dificultad para cerrar la maleta. En Riga o Rezhitsa compraría cosas simples y ordinarias: una gorra, una capa corta de badana, botas. Tal vez, ¿una pistola? «Proshchay, proshchay», cantó en tempo rápido la biblioteca coronada con la estatuilla negra de un jugador de fútbol, que por alguna oscura asociación de recuerdos siempre le hacía pensar en Alia Chernosvitov.

En el amplio zaguán de la planta baja estaba la señora Edelweiss, de pie, con las manos metidas en los bolsillos de su impermeable, y tarareaba como acostumbraba a hacerlo en los momentos de tensión.

—¿No hubiera sido mejor que te quedaras en casa? —preguntó, al bajar Martin—. De veras, ¿por qué tienes que irte?

Por la puerta de la derecha, la que tenía la cabeza de antílope encima, apareció el tío Enrique, y, mirando a Martin con el ceño fruncido, le preguntó:

—¿Estás seguro de que tienes suficiente dinero?

—Más que suficiente —contestó Martin—. Gracias.

—Adiós —dijo el tío Enrique—. Me despido de ti ahora, porque quiero evitar salir. Si otra persona hubiera tenido semejante dolor de muelas, hace rato que estaría en el manicomio.

—Vamos —indicó la señora Edelweiss—. Tengo miedo de que pierdas el tren.

Lluvia, viento. El cabello de su madre se despeinó en seguida y ella empezó a alisárselo contra las orejas.

—Espera —dijo, poco antes de que Martin llegara al portillo del jardín, un sitio cercano a dos abetos entre cuyos troncos colgaba una hamaca durante el verano—. Quiero darte un beso.

Martin dejó la maleta en el suelo.

—Dale saludos de mi parte —susurró la madre con una sonrisa significativa.

Y Martin asintió. «¡Oh, partir! Esto es insoportable».

El chófer les abrió gentilmente la portezuela. El auto brillaba por las gotas de agua; la lluvia hacía un sonido tintineante al golpear contra él.

—Y por favor no dejes de escribir, aunque sea una vez por semana —dijo la señora Edelweiss.

Y dio un paso hacia atrás, y agitó la mano sonriendo, y chapoteando en el lodo el coche se perdió tras la arboleda de abetos.

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