Gloria

Gloria


1

Página 4 de 51

1

Por extraño que parezca, Edelweiss, el abuelo de Martin, era suizo: un suizo robusto, de poblado bigote, que hacia 1860 había sido tutor de los hijos de un terrateniente de San Petersburgo, llamado Indrikov, y se había casado con la menor de sus hijas. Al principio Martin creía que la blanca y aterciopelada flor alpina, esa niña mimada de los herbarios, llevaba el nombre en honor a su abuelo. Incluso tiempo después no pudo abandonar totalmente esta idea. Recordaba a su abuelo claramente, pero solo de un modo y en una sola posición: como un viejo corpulento, totalmente vestido de blanco, con tupidas patillas, sombrero de jipijapa y chaleco de piqué adornado con dijes (el más atractivo era una daga del tamaño de una uña), sentado en un banco delante de su casa, bajo la sombra inquieta de un tilo. Había muerto en ese mismo banco, sosteniendo en la palma de la mano su querido reloj de oro, cuya tapa parecía un pequeño espejo. Lo había sorprendido un ataque de apoplejía en aquel gesto circunstancial y, según la leyenda familiar, las manecillas se habían detenido en el mismo momento que su corazón.

Durante varios años, el recuerdo del abuelo Edelweiss se conservó en un grueso álbum con cubiertas de cuero; en su época las fotografías eran de buen gusto, de elaborada preparación. La operación era algo muy serio; el paciente debía estar inmóvil un largo tiempo y esperar a que le permitieran sonreír, en el momento de la instantánea. A la complejidad del heliograbado responden la gravedad y la firmeza de muchas de las varoniles poses del abuelo Edelweiss en aquellos retratos algo desvanecidos pero de muy buena calidad: el abuelo cuando era joven, con una perdiz recién cazada a sus pies; el abuelo montado en la yegua Daisy; el abuelo en un asiento rayado de la galería con un perro de caza negro, que se había negado a permanecer inmóvil y había salido con tres colas en la fotografía. Recién en 1918 el abuelo Edelweiss desapareció por completo, ya que el álbum se consumió en llamas, al igual que la mesa en que estaba colocado, y, de hecho, la casa de campo que estúpidamente quemaron los pastores de la villa cercana, en lugar de obtener algún beneficio del mobiliario.

El padre de Martin era un famoso dermatólogo. Al igual que el abuelo, también era robusto y de piel muy blanca, le gustaba pescar gobios en su tiempo libre, y poseía una magnífica colección de sables y dagas, así como largas y extrañas pistolas, por causa de las cuales, otros que usaban armas más modernas estuvieron a punto de ponerlo ante un pelotón de fusilamiento. A principios de 1918 comenzó a hincharse y a respirar con dificultad, y finalmente murió alrededor del diez de marzo en circunstancias poco claras. Por aquel entonces su esposa Sofía y su hijo vivían cerca de Yalta: la ciudad ensayaba un régimen hoy, otro mañana, y así permanentemente, sin llegar a adoptar ninguno.

Ella era una mujer joven, de piel rosada y pecosa, cabellos claros recogidos en un gran rodete, altas cejas que se ensanchaban hacia el puente de la nariz haciéndose casi imperceptibles cerca de las sienes, y pequeños cortes (hechos para pendientes que ya no llevaba) en los alargados lóbulos de sus delicadas orejas. Poco tiempo atrás, en la casa de campo del norte, todavía solía jugar ágiles e intensos partidos de tenis en la cancha del jardín, construida en los años ochenta. Durante el otoño pasaba largos ratos conduciendo una bicicleta Enfield de color negro sobre las crujientes alfombras de hojas secas y enmohecidas que cubrían las avenidas del parque. O si no, salía a caminar por la pintoresca carretera que unía Olkhovo con Voskresensk y recorría el largo camino, muy querido desde su niñez, elevando y dejando caer, como un caminante habituado, el extremo de su costoso bastón con mango de coral. En San Petersburgo se la conocía como ferviente anglófila y esta fama la deleitaba; discutía con elocuencia sobre temas como los boy scouts o Kipling y encontraba un placer especial en sus frecuentes visitas a la tienda inglesa Drew’s, donde, ya en las escaleras, ante un gran cartel con una mujer que enjabonaba abundantemente la cabeza de un niño, el cliente era recibido por un maravilloso olor a jabón y a lavanda, mezclado con algo más, con algo que hacía pensar en bañeras de goma plegables, balones de fútbol y budines de Navidad redondos y pesados, prolijamente envueltos. De allí se desprende que los primeros libros de Martin estuvieran escritos en inglés: su madre aborrecía la revista rusa para niños Zadnshevnoe Slovo (El mundo sincero), y había inspirado en él tal aversión por las heroínas de Madame Charski, jóvenes y de cutis tan oscuro como sus títulos de nobleza, que mucho tiempo después Martin se mostraba receloso ante cualquier libro escrito por una mujer, porque sentía que, aun los mejores, respondían al deseo inconsciente de alguna dama madura y tal vez regordeta de adoptar un nombre bonito y acurrucarse en un sofá como una gatita. Sofía detestaba los diminutivos, mantenía un estricto control sobre sí misma para evitar usarlos y le molestaba que su marido dijera «El niñito tiene tosecillas otra vez… Veamos si tiene temperaturkci». La literatura infantil rusa abundaba en palabras que imitaban el balbuceo de los niños, cuando no pecaba de moralista.

Si el apellido del abuelo de Martin florecía en las montañas, el origen mágico del apellido de soltera de su abuela estaba en el grito lejano de diversos volkovs (lobos), kunitsyns (martas) o belkins (ardillas), y pertenecía a la fauna de la fábula rusa. En otros tiempos por nuestro país merodeaban bestias maravillosas. Pero Sofía pensaba que los cuentos de hadas rusos eran toscos, crueles y miserables; que las canciones populares rusas eran tontas y las adivinanzas idiotas. No creía en la famosa niñera de Pushkin y decía que la había inventado el poeta, al igual que sus cuentos de hadas, sus agujas de tejer y su dolor de corazón. Por tal motivo, Martin no pudo familiarizarse en su primera infancia con algo que, posteriormente, a través de las ondas prismáticas de la memoria, agregara un nuevo encanto a su vida. Sin embargo, no le faltaron encantos, ni tuvo motivos para quejarse de que no fuera Ruslán, el caballero errante ruso, sino su hermano occidental, quien despertara su imaginación de niño. ¿Pero qué podía importar entonces de dónde provenía el suave impulso que incita el alma al movimiento y la echa a andar, condenándola a no detenerse nunca?

Ir a la siguiente página

Report Page