Gloria

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Al día siguiente, mientras se pasaba una pelota de fútbol de aquí para allí con Kolya o buscaba con Lida, en la pedregosa playa, curiosidades marinas (una piedrecilla redonda con un cinturón de color, una pequeña herradura granulosa y de un marrón rojizo por el herrumbre, fragmentos verde pálido de vidrio de botella pulidos por el mar, que le recordaban su niñez y Biarritz), Martin reflexionó sobre la aventura nocturna, dudó que hubiera ocurrido realmente, y la impulsó cada vez más decididamente hacia esa región en la que todo lo que él había escogido del mundo para uso de su alma echaba raíces y comenzaba a vivir una existencia independiente y maravillosa. Una ola se henchía, hervía con la espuma y caía rotundamente, desparramándose y corriendo por las ripias. Después, no pudiendo llegar más lejos, se deslizaba hacia atrás, provocando el ruido sordo las ripias que despertaba; y apenas había retrocedido cuando una nueva ola, igualmente redonda, con el mismo chapoteo alegre, llegaba, rompía y se extendía como una capa transparente hasta el límite que tenía fijado. Kolya arrojaba un trozo de tabla que había encontrado para que Lady, la perrita fox-terrier, se lo trajera de vuelta, y esta levantaba ambas patas delanteras y brincaba en el agua antes de proceder a nadar tensamente. La ola siguiente la sorprendía, enviándola poderosamente hacia atrás y depositándola en la total seguridad de la playa.

Después se quedaba goteando sobre las ripias, frente a la madera que el mar le había arrancado, y se sacudía violentamente. Mientras los dos muchachos nadaban en cueros, Lida, que se había bañado esa mañana con su madre y Sofía, mucho más temprano, se retiró a unas rocas que llamaba Ayvazovskian en honor a los paisajes marinos de ese pintor. Kolya nadaba con movimientos desparejos, al estilo tártaro, en tanto que Martin se enorgullecía del crol correcto y veloz que le había enseñado un profesor particular inglés durante su último verano en el norte. Sin embargo, ninguno de los muchachos se alejaba mucho de la costa, aun cuando, con respecto a esto, una de las fantasías más caras de Martin era un mar desolado y tormentoso, después de un naufragio, en el que él, solo en la oscuridad, sostenía a flote a una muchacha criolla con quien la noche anterior había bailado el tango sobre cubierta. Era sumamente agradable echarse después de un baño sobre las piedras calientes y mirar, con la cabeza vuelta hacia atrás, los cipreses enclavados como negras dagas en el cielo. Kolya, hijo de un doctor de Yalta, que había pasado toda su vida en Crimea, tomaba estos cipreses, el cielo estático y el mar maravillosamente azul con sus deslumbrantes escamas metálicas, como algo natural y rutinario, y a Martin le era difícil atraerlo hacia sus juegos favoritos, transformándolo en el esposo de la muchacha criolla, casualmente arrastrado por la corriente hasta la isla deshabitada.

A la tarde treparían por entre los angostos senderos de cipreses hasta Adreiz. La villa, grande y ridícula con sus cuantiosas escaleras, pasadizos y galerías (su construcción era tan divertida que uno a veces no sabía en qué nivel estaba, o tal vez, subiendo unos pocos escalones de repente se encontraba, no en el entresuelo, sino en la terraza del jardín), siempre estaba iluminada por una amarillenta lámpara de petróleo y desde la veranda principal podía oírse el tintineo de la vajilla. Lida se pasaría al grupo de los mayores. Kolya se atracaría de comida y se iría inmediatamente a dormir. Martin se sentaría en la penumbra de los últimos escalones, comiendo cerezas de su mano, escuchando con atención las voces alegres y vivaces, las carcajadas de Ivanov, la charla agradable de Lida y una discusión entre su padre y el pintor Danilewski, un locuaz tartamudo. En general los huéspedes eran numerosos: risueñas muchachas con alegres pañuelos, oficiales de Yalta y vecinos viejos y miedosos, que el invierno último se habían retirado en masse a las montañas durante una incursión de los rojos. Nunca estaba claro quién había traído a quién, ni quién era amigo de quién, pero la hospitalidad de la madre de Lida, una mujer poco notable que usaba gafas y gorguera, no conocía fronteras. De esta suerte, un día apareció Arkady Zaryanski, un hombre flaco y pálido como un cadáver, que tenía alguna que otra relación con el teatro: uno de esos personajes absurdos que recorren los frentes de batalla dando recitales de poesía con acompañamiento musical, programan representaciones en la víspera de la devastación de una ciudad, salen corriendo a comprar charreteras y vuelven en cambio, resoplando felices, con un sombrero de copa milagrosamente obtenido para el último acto de Sueño de amor. Había empezado a perder el pelo y tenía un perfil fino y dinámico, pero en face comenzaba a ser menos apuesto: bajo sus ojos color de barro colgaban dos bolsas y le faltaba un incisivo. En cuanto a su personalidad, era un hombre gentil, amable y sensitivo, y esa noche, cuando todos salieron a dar un paseo, cantaría en un aterciopelado tono barítono la romanza que comienza diciendo:

Recuerdas nuestras horas en la playa,

el sol encendía el cielo con franjas escarlata,

o contaría un chiste armenio en la oscuridad, y en la oscuridad alguien reiría. Al encontrarlo por primera vez, Martin reconoció en él, con asombro y aun con cierto horror, al borracho que lo había invitado a colocarse contra la pared para dispararle, pero aparentemente Zaryanski no recordaba nada, de modo que la identidad de Dedman quedó en la oscuridad. Zaryanski era un excepcional bebedor y se volvía violento cuando estaba en copas, pero el revólver, que un día reapareció —durante una partida de campo en una meseta cercana a Yalta, una noche impregnada de luz de luna, chirrido de grillos y vino moscatel—, resultó tener el cilindro vacío. Durante largo tiempo Zaryanski continuó gritando, amenazando y murmurando, hablando de cierto amor fatal suyo. Lo cubrieron con un levitón militar y se fue a dormir. Lida se sentó cerca de la fogata, con el mentón apoyado entre las manos y con sus ojos brillantes y danzarines, de un castaño rojizo por las llamas, mirando saltar las chispas. Al cabo de un rato, Martin se incorporó, ascendió una oscura cuesta con césped y caminó hacia el borde del precipicio. Bajo sus pies vio un abismo totalmente negro, y más allá el mar, que parecía elevarse y aproximarse, con la estela de la luna llena: la «huella de turco», que se extendía en el centro y se angostaba al llegar al horizonte. A la izquierda, separadas por la misteriosa y lóbrega distancia, las luces de Yalta rielaban como diamantes. Cada vez que se volvía, Martin veía no lejos de allí el incansable y flamante lecho del fuego, las siluetas de la gente a su alrededor, y la mano de alguien que agregaba una rama. Los grillos seguían chirriando; de tanto en tanto llegaba una vaharada de enebros ardientes; y sobre la negra estepa alpestrina, sobre el sedoso mar, el cielo enorme que todo lo cubría y al que las estrellas daban un color gris paloma, hacía que uno girara la cabeza hacia él. Entonces, súbitamente, Martin volvió a experimentar una sensación que había percibido más de una vez en su niñez: una incontenible intensificación de todos sus sentidos, un impulso arrebatador y mágico, la presencia de algo, solo por lo cual valía la pena vivir.

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