Gloria

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Camino a su casa, reconstruyó mentalmente cada golpe, transformando la derrota en victoria, y luego, meneando la cabeza, pensó qué difícil, pero qué difícil era capturar la felicidad. Los arroyos rebosaban de alegría, ocultos entre el follaje; sobre las zonas húmedas del camino revoloteaban mariposas azules; en los arbustos, los pájaros aleteaban sin parar. Todo estaba depresivamente asoleado y despreocupado. Como de costumbre, esa noche, después de cenar, se sentaron en la sala. La puerta que daba a la galería estaba abierta de par en par y, como había habido un corte de luz, en los candelabros se consumían velas. De tanto en tanto, sus llamas se inclinaban y desde abajo de los sillones se extendían negras sombras. Martin se hurgaba la nariz, mientras leía un pequeño volumen de cuentos de Maupassant con antiguas ilustraciones: el bigotudo Bel Ami, con el cuello de la camisa levantado, aparecía desvistiendo, con habilidad propia de la doncella de alguna dama, a una recatada mujer de anchas caderas. El tío Enrique había dejado caer su periódico y, con los brazos en jarras, observaba las cartas que Sofía distribuía sobre una mesa cubierta por un tapete verde. La negra y calurosa noche penetraba por la puerta y la ventana. Repentinamente, Martin irguió la cabeza y escuchó atentamente, como si hubiera un vago llamado en aquella armonía de noche y luz de velas.

—La última vez que me salió este solitario fue en Rusia —dijo Sofía—. En general sale muy pocas veces.

Separando los dedos, recogió las cartas diseminadas sobre la mesa y comenzó a barajar de nuevo. El tío Enrique suspiró.

Cansado de leer, Martin se desperezó y salió al balcón. Afuera estaba muy oscuro; el aire olía a humedad y a flores nocturnas. Pasó una estrella fugaz, pero lamentablemente, como tan a menudo ocurre, no cayó dentro del campo que abarcaba su vista, sino más hacia la derecha, de modo que su ojo solo percibió la punzada de un silencioso cambio en el cielo. Las siluetas de las montañas eran confusas, y aquí y allá, en los pliegues de la oscuridad, centelleaban puntos de luz, de dos en dos, o de tres en tres. «Viajar», dijo Martin quedamente. Y repitió la palabra durante un largo rato, hasta exprimirle todo significado, después de lo cual retiró la larga y sedosa piel que aquella había segregado y al momento la palabra revivió. «Estrella. Vía Láctea. Vía. Viaje», dijo pronunciando cuidadosamente las palabras y admirando, cada vez, qué tenue es el lazo que une los sonidos con su significado.

¿A qué lugar remoto había llegado este joven, qué tierras lejanas había visto ya, qué hacía allí, de noche, en las montañas, y por qué todo era tan extraño en el mundo, tan estremecedor? «Estremecedor», repitió Martin en voz alta, y la palabra le agradó.

Otra estrella cayó rodando. Martin fijó los ojos en el cielo, como una vez, cuando regresaban a casa en la victoria, desde la propiedad de un vecino, por un oscuro camino del bosque, y él, que era muy pequeño y oscilaba en aquel momento al borde del sueño, echó hacia atrás la cabeza y observó, entre el cúmulo de árboles, el celestial río en que flotaba. ¿En qué otro lugar durante su vida, se preguntaba, contemplaría otra vez —como entonces, como ahora— el cielo de la noche? ¿En qué muelle, en qué estación, en la plaza de qué ciudad? Para que la felicidad fuera completa era imprescindible sentir una soledad opulenta, que a menudo había experimentado entre las multitudes —el placer que le producía decirse: «Ninguna de estas personas, cada una ocupada en lo suyo, sabe quién soy, de dónde vengo, en qué estoy pensando»—, y Martin, en éxtasis, se imaginó completamente solo, en una ciudad extranjera —Londres, por ejemplo—, vagando de noche por calles desconocidas. Vio los negros taxis cabriolé salpicando a través de la niebla, un policía con capa negra, luces sobre el Támesis y otras imágenes típicas de las novelas inglesas. Había dejado su equipaje en la estación y paseaba por innumerables tiendas inglesas iluminadas, buscando agitadamente a Isabel, Nina o Margaret: alguien con cuyo nombre pudiera bautizar la noche. Pero ella, ¿quién creería que era él? ¿Un artista, un marino, un ladrón de guante blanco? Ella no aceptaría su dinero, sería muy tierna con él y a la mañana no querría dejarlo partir. ¡Qué niebla había en las calles, empero, y qué difícil y tumultuosa se hacía la búsqueda! Pero aunque muchas cosas se veían distintas, y los cabriolés casi se habían extinguido, pudo reconocer ciertas cosas cuando, en una tarde de otoño, salió caminando sin equipaje de Victoria Station. Reconoció el aire oscuro y grasoso, la capa de hule corta de los bobbies, los reflejos, el sonido del salpicar del agua. En la estación había tomado una excelente ducha en una cabina pequeña, alegre y limpia, se había secado con una toalla tibia y esponjosa que le había traído un camarero acalorado, se había puesto ropa limpia y su mejor traje. Había dejado sus dos maletas en consigna y ahora se sentía orgulloso de haberse comportado tan sensatamente. El viaje lo había fatigado muy poco; solo sentía un entusiasmo vivaz. Los grandes autobuses salpicaban reciamente al pasar por los charcos del asfalto. Sobre las fachadas rojo oscuro de las casas se encendían y volvían a apagarse anuncios luminosos. Martin se adelantaba a las muchachas, volviéndose para mirarlas, pero, cuanto más lindo era el rostro, más difícil se hacía abordarlas. Aquí no existían atractivos cafés, como en Atenas o Lausanne, y en el pub donde bebió un vaso de cerveza solo encontró hombres, enardecidos, ásperos, con venas rojas en el blanco de sus ojos saltones. Una vaga sensación de irritación comenzó a apoderarse poco a poco de él: seguramente la familia rusa con la cual, por acuerdo epistolar, debía hospedarse una semana, estaría esperándolo, preocupándose. ¿Debía tomar sumisamente un taxi y olvidarse de la noche imaginada? Su falta de fe en ella le pareció vergonzosa: ¡con qué intensidad la había esperado desde el amanecer, mirando por la ventanilla del tren hacia las planicies, hacia el cielo rosado y frío, o hacia la negra silueta de un molino de viento!

—Cobardía y traición —dijo quedamente.

Al reconocer el escaparate de una tienda lleno de collares de perlas, reparó en que era la segunda vez que caminaba por la misma calle. Se detuvo e hizo una rápida verificación de su prolongada aversión hacia las perlas: hemorroides de ostras con un resplandor enfermizo. Una muchacha con paraguas se detuvo junto a él. Martin la miró con el rabillo del ojo: figura delgada, traje negro, un alfiler brillante en el sombrero. Ella volvió su rostro hacia él, sonrió y, frunciendo los labios, hizo un ligero sonido como de «u».

Martin vio en sus ojos las luces brillantes, el juego de reflejos multicolores, el rielar de la lluvia, y torpemente murmuró:

—Buenas noches.

Apenas estuvieron en la oscuridad del taxi, la besó, arrebatado por el contacto de la servil delgadez de la joven. Ella sonrió y se cubrió el rostro con las manos. Más tarde, en la habitación del hotel, cuando él extrajo incómodamente la billetera, ella dijo:

—No, no. Si quieres, llévame mañana a un restaurante de lujo.

Le preguntó de dónde venía, si era francés y, ante su requerimiento, empezó a adivinar: ¿belga?, ¿holandés? No le creyó cuando él dijo que era ruso. Después Martin dio a entender que vivía del juego en los cruceros transatlánticos, le habló de sus viajes, adornando un poco aquí, agregando algo allá, y, mientras describía un Nápoles que nunca había visto, miraba cariñosamente los hombros desnudos e infantiles de la muchacha y su cola de cabello rubio. Se sentía completamente feliz. A la mañana temprano, cuando todavía dormía, ella se vistió rápidamente y se fue, robándole diez libras de la billetera. «La mañana que sigue a la orgía», pensó Martin con una sonrisa en los labios y cerrando la billetera que acababa de recoger del suelo. Se lavó con agua de la palangana, salpicando todo el lugar, y siguió sonriendo mientras pensaba en la placentera noche. Era una lástima que ella se hubiese ido tan tontamente, que él no pudiera volver a encontrarla. Se llamaba Bess. Cuando Martin salió del hotel y comenzó a caminar por las espaciosas calles de la mañana, tuvo ganas de saltar y cantar de alegría, y, para dar rienda suelta a su buen humor, trepó por una escalera apoyada junto a un farol de alumbrado. Como resultado tuvo una larga y cómica discusión con un anciano transeúnte, quien, desde abajo, lo amenazaba con su bastón.

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