Gloria

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La segunda reprimenda vino por parte de Olga Zilanov. El día anterior, esta señora lo había esperado hasta muy entrada la noche y, puesto que por algún motivo había supuesto que Martin era más joven e indefenso de lo que en realidad resultó ser, su preocupación había aumentado con el correr de los minutos. Martin le explicó que había extraviado la dirección y que la había encontrado demasiado tarde en un bolsillo que usaba muy poco, y que había pasado la noche en un hotel cercano a la estación. La señora Zilanov quiso saber por qué no había llamado por teléfono, y cuál había sido el hotel. Martin inventó un nombre bueno y poco común, Hotel Good Night, y dijo que había buscado el número en la guía telefónica, pero que no lo había encontrado.

—¡Qué vergüenza! —dijo disgustada la señora Zilanov, e inmediatamente esbozó una hermosa sonrisa que transfiguró maravillosamente su rostro flojo y melancólico.

Martin recordaba esa sonrisa desde los días de San Petersburgo y, como entonces era un niño y las mujeres solían sonreír cada vez que se dirigían a un niño ajeno, su memoria había retenido la imagen radiante del rostro de la señora Zilanov, pero en un principio se había quedado perplejo al encontrarla tan vieja y triste.

El marido de la señora Zilanov, que había sido una conocida personalidad en Rusia, estaba accidentalmente fuera de la ciudad, por lo que Martin fue alojado en su estudio. El estudio y el comedor quedaban en el primer piso, la sala de estar en el segundo, y los dormitorios en el tercero. Todas las casas de esa apacible calle residencial eran igualmente estrechas e indistinguibles una de otra; la distribución vertical de sus habitaciones era idéntica. En la esquina, un buzón rojo vivo contribuía con su nota de color. Detrás de la hilera de casas de la derecha, había jardines en los que, durante el verano, florecían los rododendros, y detrás de la hilera de la izquierda, los elevados olmos de un pequeño parque, con una cancha de tenis sobre el césped, comenzaban a ponerse amarillentos y a perder sus hojas.

La hija mayor de los Zilanov, Nelly, se había casado poco tiempo atrás con un oficial del ejército ruso que había llegado a Inglaterra después de haber estado prisionero en Alemania. Sonia, la hija menor, estaba por terminar la escuela secundaria en la que continuaba los estudios iniciados en la Escuela Superior Stoyuning de San Petersburgo. Luego estaban la hermana de la señora Zilanov, Elena, y su hija Irina, una pobre criatura muy fea e idiota.

La semana que Martin pasó en esa casa, mientras se acostumbraba a Inglaterra, le pareció bastante cansadora. Estaba entre extraños todo el día, y no podía dar un paso solo. Sonia lo molestaba burlándose de su guardarropas: camisas con pecheras y puños almidonados, sus calcetines púrpura vivo favoritos, sus zapatos de color marrón amarillento con botones, comprados en Atenas.

—Estos son americanos —dijo Martin con estudiada calma.

—Los americanos los hacen especialmente para vendérselos a los negros y a los rusos —replicó mordazmente Sonia.

Además, trascendió que Martin no había llevado consigo su camisa de dormir, y cuando, por las mañanas, iba al cuarto de baño pudorosamente cubierto con su ropa de cama, Sonia decía que le recordaba a sus primas y a sus compañeras de escuela, quienes, cuando visitaban la casa de campo de los Zilanov, dormían desnudas, se paseaban por la mañana envueltas en sábanas y hacían sus necesidades en el jardín. Finalmente Martin hizo tantas compras en Londres que diez libras no le fueron suficientes y tuvo que escribir a su tío, lo que fue particularmente desagradable por las vagas explicaciones que tuvo que dar para justificar la desaparición de las otras diez libras. Sí, fue una semana difícil y desdichada. Incluso su pronunciación inglesa, de la cual Martin se enorgullecía secretamente, resultó ser otro motivo de burlonas correcciones por parte de Sonia. De ese modo totalmente inesperado, Martin se encontró con que lo tildaban de ignorante, adolescente y niño de mamá. Sintió que aquello era injusto, que él había tenido infinitamente más experiencias y aventuras que una virgen de dieciséis años. Por lo tanto, sentía un rencoroso placer al derrotar completamente a algunos amigos de Sonia jugando al tenis. Y la última noche tuvo oportunidad de demostrar que bailaba impecablemente desde el two-step (aprendido durante los días pasados en el Mediterráneo) hasta los lamentos hawaianos que reproducía el fonógrafo.

En Cambridge se sintió aún más extranjero. Al hablar con sus compañeros de estudio ingleses, notó con sorpresa su inequívoca esencia rusa. De su niñez semiinglesa retenía cosas que los ingleses nativos de su edad, que de niños habían leído los mismos libros, habían relegado a la oscuridad del pasado destinada a los recuerdos infantiles, mientras que, en un momento determinado, la vida de Martin había girado bruscamente tomando un curso diferente y por esta razón, los hábitos, los contornos de su niñez habían adquirido cierto sabor a cuentos de hadas, y los libros que le habían gustado en aquella época eran ahora más encantadores y permanecían más vívidos en su memoria que los mismos libros en la memoria de sus compañeros ingleses. Las expresiones que recordaba habían sido corrientes entre los estudiantes ingleses diez años atrás, pero ahora eran consideradas vulgares o ridículamente anticuadas. En San Petersburgo, el plum pudding no se servía solamente para Navidad, como en Inglaterra, sino cualquier día del año y, según la opinión de mucha gente, el cocinero de los Edelweiss lo hacía más rico que cualquiera de los que se vendían en las tiendas. Los petersburgueses jugaban al fútbol sobre canchas de tierra, no sobre césped, y al puntapié de penalty se lo llamaba «pendel», término desconocido en Inglaterra. Martin no volvería a atreverse a usar su jersey a rayas comprado tiempo atrás en Drew’s, la tienda inglesa de la Avenida Nevsky, porque sus colores correspondían al uniforme deportivo de una escuela pública a la que nunca había asistido. En verdad, toda esta «anglicidad», de naturaleza más bien fortuita, se filtraba a través de su esencia natal, tiñéndose con peculiares matices rusos.

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