Gloria

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Unas tres veces por mes, Martin era convocado por su «tutor», o sea, el profesor encargado de supervisar la asistencia a clase, visitar al estudiante cuando este estaba enfermo, autorizar los viajes a Londres, y reprenderle a uno cuando lo multaban (por llegar a su casa después de la medianoche o no usar la toga académica por la tarde). El tutor era un viejecito arrugado, de ojos penetrantes, que caminaba con los pies torcidos hacia adentro, latinista, traductor de Horacio y gran aficionado a las ostras.

—Tu inglés ha mejorado —le dijo un día a Martin—. Eso es bueno. ¿Has conocido a mucha gente?

—Oh, sí —contestó Martin.

—¿Te has hecho amigo de Darwin, por casualidad?

—Sí —repuso Martin.

—Me alegro. Es un magnífico espécimen. Tres años en trincheras, Francia, Mesopotamia, condecorado con la Cruz de la Victoria, y ni un rasguño, ni físico ni moral. Su éxito en literatura podría habérsele subido a la cabeza, pero tampoco eso sucedió.

Además del hecho de que Darwin había interrumpido sus estudios en el colegio a los dieciocho años para enrolarse y de que recientemente había publicado un libro de cuentos cuyos lectores se deshacían en elogios, Martin supo que también era el representante en boxeo de la universidad, que había pasado su infancia en Madeira y Hawai, y que su padre era un famoso almirante. A Martin, la experiencia propia le pareció insignificante, patética, y sintió vergüenza de haber inventado algunas historias. Aquella noche, cuando Darwin entró en su cuarto, la situación fue tan cómica como incómoda. Poco a poco Martin comenzó a recavar información sobre Mesopotamia y los cuentos, pero Darwin solo le respondía con chistes, diciendo que el mejor libro que había escrito era un pequeño manual para estudiantes titulado Descripción completa de setenta y siete modos de entrar al Trinity College después del cierre de sus puertas, con un plano detallado de sus muros y verjas. Primera y última edición, revisada numerosas veces por el autor, que nunca fue atrapado. Pero Martin insistió en lo que para él era interesante e importante: el volumen de cuentos que los lectores tanto elogiaban. Finalmente, Darwin dijo:

—De acuerdo, te daré un ejemplar. Vayamos a mi habitación.

Él mismo había amueblado la habitación, de acuerdo a su gusto. En ella había sillones de cuero extraordinariamente cómodos, en los cuales el cuerpo se relajaba al tiempo que se hundía en un dócil abismo, y sobre el manto de la chimenea había una fotografía de una perra echada de costado, en completa calma, con los traseros regordetes de sus seis cachorros de teta en fila. Martin ya había visto varios cuartos de estudiantes: los había como el suyo, agradables pero no decorados por el inquilino sino provistos con cosas del propietario; los había como los de los atletas, con trofeos de plata en una repisa y un remo roto en la pared; había cuchitriles cubiertos de libros en desorden y ceniza de cigarrillos; y por último había uno de los recintos más desagradables que se podía encontrar: casi pelado, con paredes empapeladas en amarillo chillón, era un cuarto en el que solo había un cuadro, pero ese cuadro era de Cézanne (un grabado en carbón que recordaba vagamente las formas femeninas), y en el que un obispo del siglo XIV, tallado y pintado en madera, enseñaba el muñón de su brazo. De todos, el cuarto más acogedor era el de Darwin, especialmente si uno lo observaba detenidamente y hurgaba un poco: ¡qué joyas, por ejemplo, eran los periódicos que Darwin había editado en las trincheras! El papel era alegre, vistoso, lleno de frases ingeniosas, graciosas; solo Dios sabía dónde y cómo se habían compuesto los tipos; y para adornar los espacios en blanco había utilizado fortuitos clisés: avisos de corsés encontrados entre las ruinas de alguna imprenta.

—Aquí tienes —dijo Darwin mostrándole un libro—. Tómalo.

El libro resultó ser excelente. Las obras no eran realmente cuentos; no, más bien eran tratados, veinte tratados de igual extensión. El primero se llamaba Los Tirabuzones y contenía mil datos interesantes sobre los sacacorchos, su historia, belleza y virtudes. Otro era sobre los loros, un tercero sobre los naipes, un cuarto sobre máquinas infernales, un quinto sobre los reflejos del agua. Había otro sobre trenes y en este Martin encontró todo lo que tanto le gustaba: los postes telegráficos que interrumpían la trayectoria ascendente de los cables, el coche comedor con sus botellas de Vichy o Evian que parecían escudriñar a través de las ventanillas el veloz pasar de los árboles, esos camareros con ojos ansiosos, y esa minúscula cocina en la que, balanceándose y transpirando, podía verse a un cocinero de gorro blanco desmenuzando un pescado.

Si alguna vez Martin hubiera pensado en ser escritor y se hubiera dejado atormentar por la avidez de los novelistas (tan emparentada con el temor a la muerte), por ese constante estado de ansiedad que obliga a fijar indeleblemente esta o aquella fugaz insignificancia, tal vez estas disertaciones sobre la minucia, que le eran tan familiares, hubieran provocado en él un ataque de envidia y el deseo de escribir aún mejor sobre esas mismas cosas. En cambio, era tal la inclinación que sentía hacia Darwin, que hasta llegó a sentir un cosquilleo en los ojos. Y a la mañana siguiente, cuando camino a las clases alcanzó a su amigo en la esquina, le dijo con perfecto decoro y sin mirarlo a la cara que le había gustado el libro, y silenciosamente caminó junto a él, cediendo a su paso indolente pero cadencioso.

Las aulas estaban distribuidas por toda la ciudad. Si una clase seguía inmediatamente a otra, pero se dictaba en un aula diferente, uno tenía que montar en bicicleta o echarse a correr por las callejuelas y cruzar el eco de las piedras de cada patio. Un nítido repiquetear de campanas llamaba de un lado para el otro, de una torre a otra. El estrépito de las motocicletas, el crepitar de las ruedas, el tintineo de los timbres de las bicicletas llenaban las estrechas calles. Durante las clases, el brillante enjambre de bicicletas agrupado en las puertas esperaba a sus dueños. El catedrático, vistiendo su túnica negra, subía a la plataforma, y con un golpe dejaba caer sobre el facistol su gorra cuadrada de la que colgaba una borla.

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