Gloria

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Después de entrar en la universidad, a Martin le llevó largo tiempo decidirse por una carrera. Había muchísimas y todas eran fascinantes. Se demoraba en los aledaños de cada una, encontrando en todas partes el mismo y mágico manantial de elixir vital. Se entusiasmaba con el viaducto suspendido sobre un precipicio alpino, construido gracias al acero, a la divina exactitud del cálculo. Comprendía al arqueólogo impresionable que, después de haberse abierto paso hasta tumbas y tesoros aún desconocidos, golpeaba a la puerta antes de entrar y, una vez adentro, se desmayaba por la emoción. La belleza habita en la luz y la quietud de los laboratorios: como un buzo experto que se desliza a través del agua con los ojos abiertos, el biólogo observa con párpados tranquilos las profundidades del microscopio, su cuello y su frente comienzan a sonrojarse y, apartándose bruscamente del ocular, el científico dice: «Esto lo demuestra todo». El pensamiento humano, volando sobre los trapecios del universo estelar, basándose en las matemáticas, era como un acróbata que trabajaba con una red debajo, pero que súbitamente caía en la cuenta de que en realidad no hay ninguna red. Martin envidiaba a aquellos que enfrentaban ese vértigo y que, con nuevos cálculos, se sobreponían a su temor. Predecir un elemento químico o crear una teoría, poner nombre a un nuevo animal o descubrir una cadena de montañas, todo era igualmente tentador. En cuanto al estudio de la historia, Martin se inclinaba por lo que podía imaginar claramente; por eso prefería a Carlyle. Con su pobre memoria para las fechas y su desprecio por la generalización, buscaba ávidamente lo que era vivo, humano, lo que pertenecía a esa clase de sorprendentes detalles que bien podrán saciar a las generaciones venideras cuando estas miren los viejos y llovidos films de nuestros días. Imaginaba vívidamente el escalofriante día blanco, la simplicidad de la guillotina negra y el torpe forcejeo en el patíbulo, donde el verdugo sujeta tenazmente a un hombre gordo con el torso desnudo mientras, entre la multitud, un afable citoyen levanta por los codos a una citoyenne cuya curiosidad excede su estatura.

Había otros campos de estudio más indefinidos, como las brumas de la ley, el gobierno y la economía. Lo que lo asustaba, apartándolo de ellas, era que la chispa que buscaba en todas las carreras estuviera enterrada muy profundamente en estas. Sin poder decidir qué rumbo tomar, qué elegir, Martin fue rechazando gradualmente todo aquello que pudiera absorberlo demasiado. Aún debía considerar la literatura. También en ella Martin encontró insinuaciones de placer. ¡Qué emocionante era esa charla trivial sobre el tiempo y el deporte entre Horacio y Mecenas, o la congoja del viejo Lear pronunciando los amanerados nombres de los lebreles de sus hijas que ladraban ante él! Del mismo modo en que, en la versión del Nuevo Testamento, Martin disfrutaba al encontrarse con expresiones como «hierbas verdes» o «índigo chitón», en literatura no buscaba el sentido general sino los inesperados claros iluminados por el sol en los cuales uno podía extenderse hasta hacer crujir sus articulaciones y permanecer extasiado. Leía realmente mucho, pero era más lo que releía. Y a menudo solía equivocarse en el curso de alguna charla literaria. Por ejemplo, una vez confundió a Plutarco con Petrarca, y otra vez dijo que Calderón era un poeta escocés.

No todos los escritores lo conmovían. Permaneció impasible cuando, por consejo de su tío, leyó a Lamartine, o cuando su propio tío declamó Le Lac con un sollozo en la voz, meneando la cabeza y agregando con desamparada emoción: «Comme c’est beau».

La perspectiva de estudiar obras verborrágicas, lacrimógenas y su influencia sobre otras obras igualmente verborrágicas y lacrimógenas no le atraía. Probablemente no hubiera llegado a decidirse nunca en este sentido si cierta voz misteriosa no le hubiera susurrado incesantemente que no era libre para elegir, que solo había una cosa que él debía estudiar. Durante el suntuoso otoño pasado en Suiza, sintió por primera vez que, después de todo, era un exilado condenado a vivir fuera de su patria. Esa palabra «exilado» tenía un sonido delicioso: Martin recordó la negrura de la noche conífera, sintió una palidez byroniana en las mejillas y se vio vistiendo una capa. Vestía esta capa en Cambridge, aunque solo era una ligera toga académica, de tela azulina, semitransparente cuando se la ponía a trasluz, con muchos pliegues en los hombros y medias mangas sueltas que se usaban echadas hacia atrás. El placer de la soledad espiritual y el entusiasmo de los viajes adquirieron un nuevo significado. Fue como si Martin hubiera encontrado la exacta clave de todos los sentimientos vagos, tiernos y fieros que lo asediaban.

En esa época, la cátedra de Historia y Literatura Rusas estaba a cargo del distinguido erudito Archibald Moon. Moon había vivido bastante tiempo en Rusia, había estado en todas partes, había conocido a todo el mundo y había visto todo lo que allí se podía ver. Ahora, pálido, de cabello oscuro y con lentes en su nariz fina, podía vérselo pasar, sentado muy erguidamente, en una bicicleta de manillar alto. O a la hora de cenar, en el renombrado salón con mesas de roble y altas ventanas con vidrios de colores, solía sacudir su cabeza de un lado al otro, como un pájaro, desmigajando extremadamente rápido un trozo de pan entre sus largos dedos. Se decía que la única cosa que este inglés amaba en el mundo era Rusia. Mucha gente no alcanzaba a comprender por qué no se había quedado allí. La respuesta de Moon a ese tipo de preguntas era invariable: «Pregúntenle a Robertson», decía aludiendo al orientalista, «por qué no se quedó en Babilonia». Entonces surgía la objeción totalmente lógica de que Babilonia no existía. Moon asentía con una sonrisa astuta y silenciosa. Veía una finalidad bien definida en la insurrección bolchevique. Mientras admitía de buena gana que, con el correr del tiempo, después de las fases primitivas, en la «Unión Soviética» podía desarrollarse cierta civilización, sostenía, no obstante, que Rusia había concluido y era irrepetible, que se la podía considerar como una hermosa ánfora y colocarla en una vitrina. La vasija de arcilla que se estaba horneando entonces allá, no tenía nada que ver con ella. La guerra civil era absurda para Archibald Moon: un lado peleando por el fantasma del pasado, el otro por el fantasma del futuro, y mientras, silenciosamente, él se había robado Rusia y la había encerrado en su estudio. Admiraba esa finalidad. Estaba teñida del azul de las aguas y el pórfido transparente de la poesía de Pushkin. Había estado trabajando durante dos años en una historia de Rusia en inglés y esperaba poder comprimirla en un ancho volumen único. Llevaría una leyenda obvia («Un objeto de belleza es un placer eterno»), papel extrafino y una suave encuadernación en tafilete. La tarea era difícil: encontrar una relación armónica entre la erudición y la prosa pintoresca pero compacta; dar una imagen perfecta de un milenio orbicular.

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