Gloria

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Archibald Moon asombraba y cautivaba a Martin. Su lento hablar en ruso, del cual le había llevado años de paciencia quitar hasta el último vestigio de pronunciación inglesa, era fluido, sencillo y expresivo. Su erudición se distinguía por su frescura, precisión y profundidad. Leía, en voz alta, poetas rusos de quienes Martin no conocía ni los nombres.

Sosteniendo las páginas con sus largos dedos ligeramente temblorosos, Archibald Moon escanciaba, uno tras otros, tetrámetros yámbicos. La habitación estaba en penumbra; la lámpara solo iluminaba la página y el rostro de Moon, que tenía un leve brillo en los pómulos, débiles arrugas en la frente y orejas de un rosa traslúcido. Al terminar, apretaría sus finos labios, se quitaría los lentes tan cuidadosamente como si fueran una libélula, y los limpiaría con un trozo de gamuza. Martin estaba sentado en el borde de un sillón con su negra gorra cuadrada sobre las rodillas.

—Por el amor de Dios, quítate esa toga y pon la gorra en alguna parte —diría Moon, con un gesto afligido—. No me digas que te divierte juguetear con esa borla. Déjala por ahí, hombre.

Extendería a Martin una cigarrera de cristal con el blasón de la universidad sobre la tapa de plata, o extraería, de un armario empotrado en la pared, una botella de whisky, un sifón y dos vasos.

—A propósito, ¿sabes cómo se llaman en Rusia las carretas para transportar uvas? —preguntó con un movimiento de cabeza, y, habiéndose asegurado de que Martin no lo sabía, continuó entusiasmado—: Mozhara, mozhara, señor.

Era difícil saber qué lo entusiasmaba más: si conocer Crimea mejor que Martin o poder pronunciar la palabra «señor» como lo haría un ruso. Alegremente informó a Martin de que el «uhuligan» ruso provenía del nombre de una pandilla de forajidos irlandeses, y de que el nombre de la isla de Golodai no guardaba relación con «golod» (hambre) sino con un inglés llamado Holiday, que había construido una fábrica allí. Una vez, cuando, hablando de un periodista ignorante (a quien Moon había criticado furiosamente en el Times), Martin dijo que el periodista no había respondido porque probablemente sdreyfil (se hubiera acobardado), Moon arqueó las cejas, consultó un diccionario y le preguntó si por casualidad había vivido alguna vez en la región del Volga. En otra ocasión, cuando Martin utilizó la expresión familiar ugrobil (se lo cargó), Moon montó en cólera y gritó que esa palabra no existía ni podía existir en ruso.

—Yo la he escuchado, todo el mundo la sabe —dijo Martin humildemente, y fue apoyado por Sonia, que estaba sentada en un sillón junto a la señora Zilanov, y que observaba, no sin curiosidad, a Martin haciendo de anfitrión.

—La construcción de palabras rusa, cuna de neologismos —observó Moon, volviéndose repentinamente hacia el sonriente Darwin—, terminó junto con Rusia, es decir, dos años atrás. Todo lo que siguió es blatnaya muzíka (jerga de ladrones).

—No entiendo el ruso. Traduzca, por favor —replicó Darwin.

—Sí, siempre terminamos hablándolo —dijo la señora Zilanov—. No está bien. Inglés, por favor, todo el mundo.

Mientras tanto Martin levantó la cúpula de metal que cubría algunos bollos y panecillos calientes (que había traído un camarero de la cantina de la facultad), verificando si le habían mandado lo que había pedido, y arrimó la fuente a las llamas del hogar. Además de Darwin y Moon, había invitado a un estudiante ruso a quien todos llamaban simplemente por su nombre de pila, Vadim, y ahora Martin no sabía si continuar esperándolo o seguir adelante con el té. Aquella era la primera vez que la señora Zilanov y su hija habían ido a visitarlo, y temía constantemente que Sonia se burlara de él. La chica llevaba un traje azul marino y un robusto par de zapatos marrones, pequeños, con largas lengüetas que pasaban por debajo de los cordones y luego volvían a caer, cubriéndolos, para terminar en una serie de pliegues. Su cabello negro, cortado a la altura del cuello y de aspecto un tanto áspero, caía en un parejo flequillo sobre su frente. Los hoyuelos de sus pálidas mejillas armonizaban particularmente bien con sus ojos oscuros y opacos, ligeramente rasgados. Esa mañana, cuando Martin se encontró con ella y la señora Zilanov en la estación, y más tarde, cuando les mostraba los antiguos patios, las fuentes y las avenidas de gigantescos árboles sin hojas, de los cuales alzaban vuelo, graznando, pesados cuervos sin gracia, Sonia había estado irritable y malhumorada, diciendo que tenía frío. Mientras miraba por sobre un parapeto de piedra las aguas rizadas del Cam, sus orillas verde mate y las torres grises que había más allá, la muchacha entrecerró rápidamente los ojos y preguntó a Martin si planeaba unirse a las fuerzas antibolcheviques del General Yudenich destacadas en el Norte. Sorprendido, Martin contestó que no.

—¿Y esa casa rosada que hay allí qué es?

—Es el edificio de la biblioteca —explicó Martin.

Unos minutos después, cuando caminaba bajo una arcada junto a Sonia y su madre, dijo enigmáticamente:

—Un lado está peleando por el fantasma del pasado y el otro por el fantasma del futuro.

—Sí, exactamente —intervino la señora Zilanov—. Este contraste me impide apreciar realmente Cambridge. Me molesta el hecho de que junto a estos maravillosos edificios haya tantos automóviles, bicicletas, tiendas de deportes, pelotas de fútbol…

—En la época de Shakespeare también jugaban al fútbol —comentó Sonia. Y agregó—: Lo que me molesta a mí son las frases rimbombantes que dicen algunas personas.

—Sonia, pórtate bien, por favor —le dijo la madre.

—No lo decía por ti —repuso Sonia suspirando.

Continuaron caminando en silencio.

—Creo que está empezando a garuar —comentó Martin extendiendo hacia adelante la palma de su mano.

—¿Por qué no decir «Jupiter pluvius» o «El cielo está llorando»? —observó Sonia sarcásticamente, cambiando de paso para coincidir con el de su madre.

Luego, almorzando en el mejor restaurante de la ciudad, su espíritu mejoró. La divertía el «nombre simio» del amigo de Martin y se entretuvo con el diálogo entre Darwin y un viejo camarero increíblemente amable.

—¿Qué está estudiando? —preguntó cortésmente la señora Zilanov.

—¿Yo? Nada —contestó Darwin levantando la cabeza—. Es que pensé que este pescado tenía un hueso más que los que debería tener.

—No, no, me refería a sus estudios, a sus clases.

—Disculpe, la entendí mal —explicó Darwin—, pero su pregunta me toma igualmente desprevenido. Por algún motivo, mi memoria no es consecuente entre una clase y la siguiente. Esta misma mañana me preguntaba qué demonios estaba estudiando. ¿Mnemotecnia? Difícilmente.

Después de almorzar dieron otro paseo, pero mucho más placentero que el anterior, porque, en primer lugar, salió el sol, y, en segundo lugar, Darwin los llevó a todos a una galería donde, según él, había un antiguo eco notablemente alerta: cuando se daba un golpe con el pie, el sonido rebotaba en una pared distante como si fuera una pelota de goma. Darwin golpeó con su pie, pero no hubo ningún eco; entonces dijo que algún americano debía de habérselo llevado a su casa de Massachusetts. Después fueron caminando hasta el cuarto de Martin, pronto llegó Archibald Moon, y Sonia le preguntó en voz baja a Darwin por qué estaba empolvada la nariz del profesor. Moon comenzó a hablar en su melodioso ruso, haciendo gala de extraños y jugosos proverbios. Martin pensó que la conducta de Sonia era decididamente censurable. La muchacha permanecía sentada con un semblante de piedra, y se reía sin ningún motivo cada vez que sus ojos se encontraban con los de Darwin. Este último estaba sentado con las piernas cruzadas, apisonando tabaco en su pipa.

—¿Por qué no habrá llegado aún Vadim? —murmuró Martin impaciente, y tocó la tetera llena.

—No te preocupes y empieza ya a servir —exclamó Sonia.

Martin pasó a ocuparse de las tazas. Todos quedaron en silencio, observándolo. Moon fumaba un cigarrillo de color tostado: del tipo al que en Inglaterra se denominaba ruso.

—¿Te escribe a menudo tu madre? —preguntó la señora Zilanov.

—Todas las semanas —contestó Martin.

—Debe de echarte de menos —dijo la señora Zilanov soplando su té.

—Caramba, no veo por ninguna parte el limón nacional —observó sutilmente Moon, de nuevo en ruso.

Darwin, bajando la voz, le pidió a Sonia que tradujera. Moon le echó una mirada de soslayo y vertió lo dicho al inglés. Imitando deliberada y maliciosamente el habitual amaneramiento de Cambridge, dijo que había llovido un poco, pero que ya había aclarado y que lo más probable era que no volviera a llover; habló de regatas; dio una versión detallada del conocido chiste del estudiante, la prima y el ropero. Darwin siguió fumando y murmurando:

—Muy bien, señor, muy bien. He aquí al auténtico y sobrio británico en sus ratos de ocio.

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