Gloria

Gloria


17

Página 20 de 51

17

Desde las escaleras llegó un ruido de pasos, se abrió la puerta y entró Vadim. Simultáneamente, su bicicleta, que había dejado en la calle con un pedal levantado y apoyado contra el bordillo de la acera, cayó al suelo con un ruido metálico que llegó fácilmente hasta el bajo segundo piso. Las pequeñas manos de Vadim tenían las uñas comidas y estaban coloradas de sujetarse al manillar en el frío. Su rostro, cubierto por un color rosado extraordinariamente delicado y uniforme, tenía una expresión de ofuscada vergüenza que él trataba de ocultar jadeando como si estuviera sin aliento y aspirando ruidosamente por la nariz, que habitualmente estaba húmeda por dentro. Llevaba pantalones de franela gris clara arrugados, una chaqueta marrón de excelente corte y un viejo par de mocasines que usaba en cualquier clase de tiempo. Resollando aún y sonriendo algo confundido, saludó a todos y se sentó junto a Darwin, a quien quería mucho y por alguna razón llamaba Mamka (nodriza). Vadim había creado una inevitable, absurda y jocosa quintilla de rimas rusas: Priyátno zret’, kogdá bol’shóy medvéd’vedyót pod rúchku málen’kuyu súchku, chtob eyó poét (Es muy gracioso ver a un gran oso llevar a su casa a una perra del brazo con fin amoroso). Su forma de hablar, rápida e incisiva, iba acompañada de toda clase de siseos, grititos y berridos, como la conversación de un niño, tan escaso de ideas como de palabras, pero incapaz de estarse quieto.

Cuando tenía vergüenza se volvía aún más absurdo e inconexo y parecía una mezcla entre un tímido adulto con algún impedimento en el habla y un niño caprichoso. Si no, era un compañero atractivo, bueno y sociable, siempre dispuesto a reírse y capaz de sutiles percepciones (cierta vez, en una época muy posterior, una tarde de primavera en que habían ido a remar al río, cuando una brisa casual trajo un vago aroma de arrayanes, vaya uno a saber de dónde, Vadim dijo: «El mismo olor de Crimea», cosa totalmente cierta). Tenía mucho éxito con los ingleses. Su tutor, un viejo gordo y asmático, especialista en moluscos, pronunciaba su nombre a la vez gutural y tiernamente, y respondía a su total haraganería con toda indulgencia. Una noche oscura, Martin y Darwin ayudaron a Vadim a sacar el cartel de una cigarrería y desde entonces ese cartel adornó su cuarto para siempre. Vadim se consiguió también un casco de policía por medio de una treta simple pero ingeniosa: a cambio de una moneda de media corona que había hecho relucir a la luz de la luna, pidió a un bondadoso guardia que lo ayudara a trepar a un muro y, una vez arriba, antes de pasar al otro lado, se inclinó y atrapó el casco de la cabeza del hombre. También fue el instigador del episodio de la carreta ardiente: esto ocurrió durante los festejos del día de Guy Fawkes. La ciudad íntegra estaba arrojando fuegos artificiales, en la plaza ardía una fogata, y Vadim y sus compinches cargaron con paja un viejo landó adquirido en un par de libras y le prendieron fuego. Tirando de este landó corrieron por las calles, llegando poco menos que a quemar por completo la casa del Ayuntamiento. Por sobre todas las cosas, Vadim era un maestro del lenguaje obsceno: uno de esos a quienes se les pega una cantinela y la repiten interminablemente y son afectos a los insultos dirigidos a la madre, a mimosos términos psicológicos y a fragmentos de poesía pornográfica atribuidos a Lermontov. Su educación era poco distinguida, su inglés muy gracioso y cariñoso pero escasamente comprensible. Sentía pasión por la marina, los siembraminas, la belleza de los modernos acorazados ingleses en formación de combate. Solía jugar durante horas con soldaditos de juguete, disparando garbanzos con un cañón de plata. Sus ocurrencias, sus mocasines y sus travesuras, su delicado perfil con ese contorno de pelusilla dorada, todo esto, combinado con el esplendor de su título principesco, despertaba un impetuoso e irresistible afecto en Archibald Moon; algo así como el champán y las almendras saladas que este pálido y solitario inglés de lentes empañados paladeaba en otros tiempos, escuchando a los gitanos de Moscú. Ahora, en cambio, Moon estaba sentado junto al fuego, con una taza de té en la mano, masticando con fruición un panecillo y escuchando a la señora Zilanov, que le hablaba del periódico ruso que planeaba publicar su marido en París. Mientras, Martin pensaba alarmado que había sido un error invitar a Vadim, quien se había quedado en silencio, turbado por Sonia, y furtivamente le arrojaba a Darwin pasas de uva tomadas de la torta. Sonia también se había quedado en silencio, sentada, mirando pensativamente la pianola. Balanceándose ligeramente, Darwin fue hasta el hogar, dio algunos golpes a su pipa para vaciar la ceniza y, dando la espalda a las llamas, comenzó a calentarse.

—Mamka —masculló Vadim a media voz, riéndose entre dientes.

La señora Zilanov seguía hablando de temas que a Moon no le interesaban en lo más mínimo. Afuera había oscurecido y en algún lugar distante los vendedores de periódicos voceaban las noticias.

Ir a la siguiente página

Report Page