Gloria

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Aquella noche los dos fueron a Londres. Darwin pasó la noche en uno de esos acogedores apartamentos de dos habitaciones que proporcionan los clubs de solteros a sus socios; además, su club era de los más elegantes y formales de Londres, con sillones mullidos, revistas atractivas y alfombras gruesas y silenciosas. Martin terminó el día en casa de los Zilanov, en uno de los cuartos de arriba, ya que Nelly estaba en Reval y su esposo marchaba hacia San Petersburgo. Cuando llegó Martin, no había nadie en la casa, salvo el mismo Mihail Platonovich Zilanov, que escribía activamente en su escritorio. Era un hombre grueso, robusto, con rasgos tártaros y los mismos ojos oscuros y opacos de Sonia, que usaba invariablemente puños cilíndricos desmontables y camisa almidonada. La pechera, abultada, confería a su torso la apariencia de una cúpula. Era uno de esos rusos que, después de levantarse, lo primero que hacen es ponerse sus pantalones con tirantes; que solo se lavan la cara, la nuca y las manos por la mañana, pero lo hacen con gran meticulosidad, y que contemplan su baño semanal como un acontecimiento no exento de cierto riesgo. En su época había viajado frecuentemente, era un activo militante de la política liberal, concebía la vida como una sucesión de congresos en diversas ciudades, había escapado milagrosamente a una muerte soviética, y siempre llevaba consigo un abultado portafolios. Y cuando alguien decía meditativamente:

«Está lloviendo, ¿qué haré con estos libros?», en silencio, inmediatamente y con gran habilidad, él envolvía los libros con una hoja de periódico, buscaba entre los papeles de su portafolios, sacaba una cuerda y en un abrir y cerrar de ojos la ataba, cruzándola alrededor del prolijo paquete; proceso que el desafortunado conocido, repartiendo su peso de un pie a otro, observaba con aprensivo altendrissement. «Aquí tiene usted, señor», solía decir Zilanov, y tras un presuroso saludo partía hacia Riga, Belgrado o París. Siempre viajaba ligero de equipaje, con tres pañuelos limpios en el portafolios, y en el vagón del ferrocarril permanecía completamente ajeno a los pintorescos lugares (que el rápido tren atravesaba en un confiado esfuerzo por agradar), sumido en un folleto y escribiendo ocasionalmente alguna nota al margen. Si bien se sorprendía de su falta de atención por el paisaje, la comodidad y la limpieza, Martin admiraba no obstante a Zilanov por su ajetreado y seco coraje, y siempre que lo veía no podía evitar recordar que aquel hombre tan poco atlético en apariencia y tan falto de elegancia, que probablemente solo jugara al billar y tal vez a los bolos, había escapado de los bolcheviques arrastrándose por un tubo de desagüe, y en otra oportunidad se había batido en duelo con el octubrista Tuchkov.

—Bienvenido —dijo Zilanov, extendiendo una mano atezada—. Siéntate.

Martin se sentó. Zilanov volvió a contemplar la hoja de papel a medio llenar que había sobre su escritorio, tomó la pluma, le impartió un movimiento tembloroso y vacilante directamente sobre el papel, antes de convertir el temblor en el veloz rasgueo de la escritura, y luego, simultáneamente, devolvió la libertad a su estilográfica y dijo:

—Regresarán de un momento a otro.

Martin se estiró para tomar un periódico que había sobre una mesa cercana. Resultó ser uno de esos ejemplares rusos para emigrados, publicado en París.

—¿Qué tal la facultad? —preguntó Zilanov sin levantar la vista del parejo deslizarse de la pluma.

—Muy bien —respondió Martin, dejando el periódico—. ¿Cuánto tiempo hace que salieron?

Zilanov no respondió: la estilográfica corría a toda marcha. Sin embargo, unos minutos más tarde volvió a hablar, sin mirar a Martin.

—Supongo que estarás malgastando tu tiempo. Lo único de que se ocupan aquí las facultades es de le sport.

Martin esbozó una sonrisa. Zilanov estampó una hoja de papel secante sobre las líneas que había escrito y dijo:

—Tu madre no deja de pedirme que le envíe información adicional, pero no sé nada más. Le escribí desde Crimea en su momento, contándole todo lo que sabía.

Martin carraspeó.

—¿Sho vi (qué es eso)? —preguntó Zilanov, que había aprendido esa frase de mal ruso en Moscú.

—Nada —repuso Martin.

—Me estoy refiriendo a la muerte de tu padre, naturalmente —puntualizó Zilanov, mirando con sus ojos opacos a Martin—. Si recuerdas, fui yo quien os lo notificó en su momento.

—Sí, sí, lo sé —dijo Martin, asintiendo apresuradamente con la cabeza.

Siempre le daba vergüenza que los extraños —incluso con buenas intenciones— le hablaran de su padre.

—Nuestro último encuentro está tan claro en mi mente como si hubiera ocurrido ayer —continuó Zilanov—. Nos encontramos casualmente en la calle. Por aquel entonces yo ya había empezado a ocultarme. En un principio no quise ir hacia él. Pero Sergey Robertovich tenía un semblante de enfermo estremecedor. Recuerdo que estaba al corriente de cuanto os ocurría a ti y a tu madre en Crimea. Y un par de días más tarde fui a verlo, pero ya se estaban llevando el féretro.

Martin seguía asintiendo con la cabeza, buscando desesperadamente el modo de cambiar de tema. Era la tercera vez que Zilanov le contaba todo aquello, y, en conjunto, su narración era más bien pálida. Zilanov volvió a su hoja. Su pluma revoloteó y volvió a escribir. Para matar el tiempo, Martin volvió a coger el periódico, pero en ese preciso instante se oyó el ruido de la puerta de entrada y desde el vestíbulo llegó el sonido de las voces, el arrastrarse de los pies, y el horrible cloqueo de la risa de Irina.

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