Gloria

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Se dio cuenta de que estaba sonriendo y sin aliento, y de que su corazón latía deprisa. «¡Bueno, no hay más que hablar!», se dijo, y comenzó a alejarse dando grandes zancadas como si estuviera apurado. Pero no tenía dónde ir. La ausencia de Darwin enturbiaba sus planes. Mientras caminaba por el Kurfürstendamm, observó con una tristeza vaga la familiar fisonomía de Berlín: la austera iglesia en el apartadero, tan solitaria entre los cines paganos; la Tauentzienstrasse, en donde los peatones evitaban inexplicablemente el bulevar central, prefiriendo avanzar en apretado torrente junto a los escaparates. El ciego, que vendía vistas y lumbre, agitaba una caja de cerrillas en la oscuridad eterna. Había puestos con bermejuela y ásteres, puestos con plátanos y manzanas. Encaramado sobre el asiento de un viejo auto descapotable, un individuo de abrigo marrón exhibía un abanico de tabletas de chocolate sin nombre, cuya exquisita calidad describía a un pequeño grupo de haraganes. Martin se metió por una calle lateral y entró en una librería rusa donde había obras soviéticas y emigres junto a revistas extranjeras. Un hombre corpulento, con cara de reptil amable, desplegó sobre el mostrador lo que él llamaba novinki, «novedades». Martin no encontró nada de su gusto y compró un ejemplar de Punch. ¿Y después qué? La comida en casa de los Zilanov había sido decididamente escasa. Dirigió sus pasos hacia el Pir Goroy, donde acostumbraba a comer al año anterior. Desde allí telefoneó al hotel de Darwin. Darwin no había regresado aún.

Zwanzig pfennig, pozhaluysta —le dijo la empolvada mujer que había detrás del mostrador—. Merci.

El propietario era el pintor Danilewski, a quien Martin había conocido en Adreiz; un hombre bajo que usaba cuello duro, de cara rosada e infantil y una verruga rubia debajo del ojo. Fue hasta la mesa de Martin y le preguntó tímidamente:

—¿T-te parece bien un bo-borshch? (Como a muchos tartamudos le atraían los sonidos más difíciles de dominar).

—Sí, como no —respondió Martin, y como siempre sintió una ternura conmovedora al imaginarse a Danilewski contra el telón de la noche de Crimea.

El pintor tomó asiento y observó complacido cómo Martin daba cuenta de su sopa.

—¿Te conté que de acuerdo a cierta información hay algunos que han e-e-estado viviendo en Adreiz durante todos estos años? ¡Increíble!

(«¿Es posible que nunca los hayan molestado en sus fincas?», pensó Martin. «¿Es posible que todo haya quedado igual: aquellas peras, por ejemplo, secándose en el techo de la veranda?»).

—Mohicanos —murmuró abstraído Danilewski.

El salón estaba casi vacío. Divanes chicos, una estufa con el caño en zigzag, periódicos en soportes de madera.

—Voy a mejorar todo esto. Podría pintar las paredes con, ¡bah! ¡bah!, babas, si no estuviera tan mal v-vestidos b-bri-llantes pero caras lívidas con ojos como caballos. Al fin y al cabo, así es como me sale en los bocetos. O si no podría poner nubes y abajo, y abajo una franja con un bosque. Vamos a ensanchar el local. Llamé a un carpintero para que viniera ayer, pero no se dejó ver.

—¿Muchos clientes?

—Habitualmente, sí. Esta no es la hora de comer, de modo que no saques conclusiones. La cofradía literaria, literaria, está bien representada. Rakitín, por ejemplo, el periodista, sabes quién, ese que se divierte riñendo… Y hace unos días, bu, hace unos días, bu, Sergey Bubnov, se puso a estrellar platos aquí mismo. Está bebiendo mucho, desengaño amoroso, ro-rompió su compromiso.

Danilewski suspiró y sus dedos tamborilearon sobre la mesa. Después se incorporó lentamente y caminó hacia la cocina. Reapareció cuando Martin tomaba su sombrero del perchero.

—Mañana habrá shashlik —dijo Danilewski—. Te esperamos.

Martin sintió un fugaz deseo de decirle algo muy amable a aquel hombre entrañable, melancólico, y con semejante tartamudeo eufónico, ¿pero qué podía uno decir?

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