Gloria

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Darwin hizo su aparición con la precisión de la comedia: inmediatamente después del comentario de Sonia, como si hubiera estado aguardando entre bastidores. El sol de la playa había quemado su cutis como un rosbif; llevaba un espléndido traje gris pálido. El recibimiento de Sonia le pareció demasiado lánguido a Martin. A él, Darwin lo abrazó fuertemente, lo golpeó en un hombro, y en el pecho, preguntándole con insistencia por qué no le había comunicado su llegada. De hecho, aquel día el Darwin de ordinario indolente exhibía una energía sin precedentes. En la estación de Liverpool Street tomó el baúl de un desconocido que cargaba un mozo de cordel y lo llevó sobre la nuca haciendo equilibrio. En el coche salón, a mitad de camino entre Londres y Cambridge, después de echar un vistazo a su reloj, llamó al revisor, le entregó un billete y tiró solemnemente del freno de emergencia. El tren gimió agónicamente y se detuvo, mientras Darwin explicaba a todos los presentes que había nacido exactamente veinticuatro años atrás. Al día siguiente, uno de los periódicos más dinámicos comentaba el hecho en un artículo, con el llamativo encabezamiento: «JOVEN ESCRITOR DETIENE UN TREN EN SU CUMPLEAÑOS». A todo esto, Darwin había sido llamado por su tutor, a quien ahora trataba de hipnotizar con un detallado informe del mercado de caballos, cuáles eran las mejores razas y cómo se los criaba.

El mismo desaliento recibió a Martin en su cuarto. Se escuchaba el mismo diálogo de siempre entre los campanarios, y del mismo y repetido modo Vadim insistiría con una muestra del mismo alfabeto ruso, en rima, cuyo primer verso consistía en un tema didáctico de interés general («Armenia es la afición a cazar y pescar» o «Balones jamás se hacen con ladrillos») y cuyo segundo verso, igualmente didáctico, empezaba con la misma letra, pero no guardaba relación con el primero y era notoriamente más grosero.

Sin embargo Archibald Moon, si bien en cierto sentido seguía siendo el mismo, parecía diferente: Martin no pudo atrapar su antiguo atractivo. Moon le dijo que durante el verano había logrado completar otras dieciséis páginas de su historia de Rusia, dieciséis páginas íntegras. Explicó que había podido llevar a cabo tanto por haber dedicado cada hora de los largos días de verano a trabajar, y a medida que lo decía hacía con los dedos un gesto que representaba la elasticidad y el escarceo de cada una de las frases que había creado. Martin pareció discernir un sí es no es extremadamente depravado en su gesto, y escuchar la rica exposición de Moon fue como masticar un pastel espeso y gomoso, espolvoreado con azúcar impalpable. Por primera vez Martin se sintió ofendido en carne propia por el tratamiento que Moon hacía de Rusia, como si fuera un artículo de lujo y sin vida. Cuando se lo confesó a Darwin, Darwin se rio, negando con la cabeza, y dijo que Moon se comportaba de ese modo debido a su tendencia al uranismo. Aquello requería mayor atención, pero después de una ocasión en que sin ninguna justificación Moon acarició con dedos temblorosos el cabello de Martin, Martin dejó de visitarlo, y saltaba silenciosamente por la ventana, descendiendo por el tubo de desagüe hasta la vereda, cada vez que escuchaba aquella ansiosa y solitaria llamada en la puerta de su cuarto. No obstante, siguió asistiendo a las clases de Moon, pero ahora al estudiar literatura rusa se esforzaba por borrar de su oído las inflexiones de Moon, que seguían persiguiéndolo, especialmente en el ritmo de los poemas. Terminó pasándose a la clase de otro maestro, el grande y viejo profesor Stephens, cuyas interpretaciones de Pushkin y Tolstoi eran tan honestas como pesadas, y que hablaba ruso de un modo entrecortado, como si ladrara, y con el frecuente agregado de expresiones polacas y servias. Aun así, a Martin le llevó un buen tiempo desligarse de Moon definitivamente. Recordaba con involuntaria admiración el talento artístico de las exposiciones del profesor, pero al momento siguiente percibía con la vividez de la realidad la imagen de Moon llevándose a su cuarto un sarcófago con una momia rusa. Finalmente Martin consiguió librarse de él por completo, a la vez que se apropiaba de algún que otro elemento, pero convirtiéndolo en propiedad suya, y después, por fin, las voces de las musas rusas empezaron a sonar con toda su pureza. A veces veía a Moon en la calle, en compañía de un hermoso joven, regordete y de abundante cabello rubio, que impresionaba a las muchachas en las obras de Shakespeare que se representaban en la universidad, durante las cuales Moon se derretía con tierna emoción en una de las butacas de platea, y, junto con otros aficionados, trataba de hacer callar a Darwin, quien, en una pose de fingido éxtasis, estallaba en payasescos aplausos en los momentos menos oportunos.

Pero Martin había ajustado cuentas también con Darwin. Ocurría que a veces Darwin se iba a Londres solo, y Martin se pasaba la noche del sábado, hasta la madrugada, sentado en la sepulcral succión de la chimenea, y persistentemente, salvajemente, como si se apretara una muela dolorida, imaginándose a Sonia y a Darwin en un automóvil oscuro. Cierta vez, no pudiendo soportarlo más, se fue a Londres, para concurrir a un baile al que no había sido invitado, y recorrió los salones con la impresión de estar muy pálido y rígido, pero después descubrió por casualidad en un espejo el reflejo de su cara redonda y rosada con un chichón en la frente, producto de una zambullida en busca del balón que llevaban dos pies a la carrera el día anterior. Al rato, llegaron: Sonia vestida como una gitana, aparentemente sin recordar que menos de cuatro meses atrás había muerto su hermana; y Darwin vestido como un inglés de una novela del continente: con un traje de grandes cuadros, un casco tropical con un pañuelo para proteger la nuca del sol pompeyano, una guía Baedeker bajo el brazo y pelirrojas patillas. Había música, había serpentinas, había abundancia de confetti, y por un frenético instante Martin se sintió como tomando parte de un sutil drama de máscaras. Cesó la música. Desconociendo el obvio deseo de Darwin de estar a solas con Sonia, Martin subió al mismo taxi que ellos. Cuando un casual rayo de luz penetró en el taxi, le pareció ver que Sonia y Darwin iban cogidos de la mano y trató de convencerse miserablemente de que solo se trataba de una ilusión de luz y sombras. Más deprimentes aún eran las ocasiones en que Sonia iba a Cambridge: Martin se sentía despreciado, imaginaba que constantemente ellos trataban de desprenderse de él. Su segundo verano en Suiza incluyó la derrota a uno de los mejores jugadores de tenis suizos, ¿pero qué le importaban a Sonia sus victorias en tenis, boxeo o fútbol? A veces Martin se veía en pintorescas quimeras regresando junto a Sonia desde el frente de Crimea, y la palabra «caballería» tronaba en sus oídos, el viento silbaba, trozos de barro golpeaban su rostro —¡al ataque, al ataque!—, y oía el batir de los cascos de los caballos, anapesto del galope. Pero era muy tarde ya; la guerra en Crimea había terminado mucho tiempo atrás, lejos estaba el día en que el marido de Nelly, lanzado a toda carrera hacia una ametralladora enemiga, se había acercado más y más a ella hasta cruzar inadvertidamente la línea invisible de una región en la que aún vibraba el eco suave de la vida terrenal, pero donde no había ametralladoras ni ataques de caballería. «¡Siempre lento, siempre lento!», gruñía para sí Martin, sombríamente. Y, con la punzante sensación de haber perdido algo para siempre, seguía imaginando una y otra vez la condecoración de San Jorge, la leve herida en el hombro izquierdo (tenía que ser el izquierdo), y a Sonia yendo a recibirlo a Victoria Station.

Se irritó con la sonrisa tierna y las palabras que su madre no pudo contener:

—Ahora verás que todo fue en vano, y que hubieras muerto en vano. El marido de Nelly… es un caso distinto. Él era soldado profesional, esas personas no pueden vivir sin guerras, y murió del modo en que quería morir. Pero esos cientos de jóvenes segados…

Sin embargo, en presencia de desconocidos, su madre insistía siempre en la necesidad de la acción militar continua… Especialmente ahora que todo había terminado, y que no había nada en sus palabras que pudiera tentar al hijo. En años posteriores, al recordar su alivio y su tranquilidad, la señora Edelweiss se lamentaba en voz alta: «Oh, sí, él habría regresado a mi lado, Martin no hubiera podido desoír tan fácilmente mis consejos, hubiera sido más cuidadoso, hubiera estado siempre alerta… y, ¿quién sabe?, quizás hubiera sido mejor que se enrolara realmente en el Ejército Blanco, que lo hirieran, que contrajera el tifus, y, a este precio, que se librara de una buena vez de la atracción que el peligro ejerce sobre los jóvenes. ¿Pero por qué abrigar tales pensamientos, por qué ceder a la desesperación? Más fe, más coraje. Efectivamente, la gente se pierde, pero después regresa. Pueden circular rumores de que han atrapado a alguien en la frontera y lo han fusilado por espionaje, y sin embargo, de repente, allí está, vivo, con su risa familiar y su voz grave, allí mismo, en el zaguán. Y si Enrique vuelve a…».

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