Gloria

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Al anochecer llegó Darwin, se quitó la toga arrojándola espléndidamente a un lado, se sentó junto al fuego, e inmediatamente comenzó a avivar el carbón encendido con el hurgón. Martin seguía echado en silencio, desbordando autocompasión, imaginándose repetidas veces al salir de la iglesia con Rose, que llevaba guantes de cabritilla blanca, calzados a duras penas.

—Mañana Sonia vendrá sola —comentó Darwin despreocupadamente—. La madre tiene gripe, una gripe bastante seria.

Martin no respondió, representándose con una pizca de entusiasmo el partido de fútbol del día siguiente.

—¿Cómo vas a jugar estando así? —preguntó Darwin—. Ese, por supuesto, es el problema.

Martin permaneció callado.

—Mal, probablemente —continuó Darwin—. La portería requiere presencia de ánimo, y tú estás en pésimo estado. Sabes, acabo de tener una charla con esa chica.

Silencio. Las campanadas del reloj de la torre cruzaron la ciudad.

—Una personalidad poética, con tendencia a la fantasía —prosiguió Darwin un minuto después—. No está más embarazada que yo, pongo por caso. ¿Quieres apostar cinco libras a que puedo torcer ese hurgón y convertirlo en un número?

(Martin yacía como un muerto).

—… Interpreto tu silencio como afirmación. Veamos.

Darwin gruñó una vez, dos veces:

—No, hoy no puedo hacerlo. El dinero es tuyo. Pagué exactamente cinco libras por tu estúpida declaración. Estamos a mano entonces, y todo queda como antes.

Martin callaba, pero su corazón había empezado a latir violentamente.

—Pero recuerda —dijo Darwin—, si vuelves a poner tus pies en esa pastelería mala y cara, te echarán a patadas de la universidad. Esa muchacha puede quedar preñada con un simple apretón de manos; no lo olvides.

Darwin se incorporó, estirándose.

—No estás muy conversador, compadre. Debo confesar que, en cierto modo, tú y tu ramera me habéis estropeado el día de mañana: quiero decir, el día de mañana que uno tiene en mente.

Cerrando tras de sí la puerta silenciosamente, se fue, y Martin pensó simultáneamente tres cosas: que tenía un hambre tremenda, que no era posible encontrar mejor amigo que aquel, y que al día siguiente aquel amigo haría su petición de matrimonio. En aquel momento deseó alegre y vivamente que Sonia aceptara, pero el momento pasó, y, al día siguiente, cuando él y Darwin se encontraron con Sonia en la estación, sintió sus viejos, monótonos y familiares celos. (La única y más bien patética ventaja que tenía sobre Darwin era la reciente transición, celebrada con un vino, a la íntima segunda persona del singular, en ruso «ty», en su trato con Sonia. En Inglaterra esa forma se había extinguido junto con los arqueros. Sin embargo, Darwin también había bebido auf Bruderschaft con Sonia, y toda la noche se había dirigido a ella con el arcaico «vos»).

—Hola, flor —le dijo ella inusitadamente a Martin, aludiendo a su botánico apellido.

Después, volviéndose en el acto, empezó a contarle a Darwin cosas que también podían haber interesado a Martin.

«¿Qué hay de atractivo en ella, después de todo?», pensó Martin por enésima vez. «De acuerdo, tiene esos hoyuelos, ese cutis pálido, pero eso no es suficiente. Sus ojos son regulares, medio gitanos, y sus dientes desiguales. Y sus labios son tan gruesos, tan lustrosos… Si uno pudiera detenerlos, cerrarlos con un beso… Y se cree muy inglesa con ese traje sastre azul y esos zapatos de tacones bajos. ¿No veis vosotros acaso que no es más que una pobre chica?».

Martin no sabía quiénes eran aquellos «vosotros», pero fueran quienes fueran no se las hubieran visto muy bien si pronunciaban su juicio, porque, tan pronto como Martin adoptaba una actitud diferente hacia Sonia, reparaba en lo graciosa que era la espalda de la joven, en el modo en que inclinaba la cabeza, sus ojos almendrados lo atravesaban con un vivo temblor, y la oculta corriente de júbilo que había en su hablar bañaba la base de todas sus frases, hasta que, súbitamente, su risa estallaba descubriéndose; la muchacha acentuaba sus palabras con una sacudida del paraguas estrechamente plegado, que no sostenía por el mango, sino por el cuerpo de seda. Y, cambiando de paso desatentadamente, ora detrás de ellos, ora a su lado, por el empedrado de guijarros (era imposible caminar de a tres por la acerca, a causa del elástico colchón de aire que rodeaba el robusto cuerpo de Darwin, y a causa de los pasos cortos y ondulantes de Sonia), Martin consideraba que, sumando todas las horas sueltas que había pasado con ella, allí y en Londres, el total no sería más que un mes y medio de compañía ininterrumpida: pensar que la había conocido hacía dos años, y que ahora en el tercero, y último, el invierno de Cambridge decaía ya, aún no podía saber qué clase de persona era ella, si estaba o no enamorada de Darwin, cómo reaccionaría si Darwin le contara la experiencia del día anterior, y si le habría hablado a alguien de aquella noche, aquella noche miserable, no obstante ahora extrañamente encantadora y en absoluto vergonzosa, cuando, temblando, descalza, con su austero pijama amarillo, Sonia se había dejado arrastrar por una ola de silencio que la había depositado sobre su manta.

Llegaron a destino. Sonia se lavó las manos en el cuarto de Darwin. Extrajo una borla de su polvera, la sopló y se empolvó la cara. La mesa del almuerzo estaba servida para cinco personas. Naturalmente, Vadim había sido invitado, pero hacía tiempo que Archibald Moon había desaparecido del círculo de amigos, e incluso era algo extraño recordar que en una época había sido un huésped deseable. El quinto integrante de la reunión era un joven rubio, delgado, de nariz respingona, no buen mozo pero de complexión agradable y vestido un tanto excéntricamente. Tenía las manos finas y largas con que los novelistas populares suelen dotar a los artistas, si bien no era pintor ni poeta, y ese algo confuso, gracioso y delicado que había en él, junto con sus conocimientos de francés e italiano y sus ademanes levemente no ingleses pero muy elegantes, se atribuían en Cambridge al origen florentino de su padre. Teddy, el bondadoso y etéreo Teddy, pertenecía a la Iglesia de Roma, gustaba de escalar y esquiar en los Alpes, era buen remero, jugaba al viejo deporte real del tenis, y, mientras que sabía ser muy tierno con las mujeres, practicaba la castidad hasta extremos ridículos. (Un año más tarde, sin embargo, en una nota que envió a Martin desde París dio muestras de cierto cambio: «Ayer —escribía— me ligué una mujerzuela, muy limpia y todo lo demás». Bajo la estudiada vulgaridad, había algo triste y nervioso en aquella frase. Martin recordó sus repentinos ataques de melancolía y autocastigo, de amor por Leopardi y por la nieve, y, cómo había hecho añicos, enfurecido, un inocente jarrón etrusco por no haber obtenido en un examen una clasificación lo suficientemente brillante).

—Es muy gracioso ver a un gran oso…

Y Sonia remedaba a Vadim, que había hecho migas con ella largo tiempo atrás (aunque omitiendo prudentemente el verso que seguía a «una perra del brazo»):

—… vedyot za ruchkumaleríkuyu suchku

En tanto que Teddy, que no entendía ruso, adelantaba la cabeza para preguntar:

—¿Qué quiere decir «malenxus»?

Como después todos rieron, y nadie lo explicó, comenzó a dirigirse a Sonia así:

—… vedyot za ruchku malen’kuyu suchku

—¿Nervioso?, ¿nervioso? —le preguntó Vadim a Martin.

—No seas tonto —replicó Martin—. No he dormido bien anoche y eso se traducirá hoy en fallos. Ellos tienen tres jugadores internacionales, nosotros solo dos.

—No soporto el fútbol —declaró Teddy.

Darwin lo apoyó. Ambos habían estudiado en Eton, y Eton tenía su propio juego especial en lugar del fútbol.

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