Gloria

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Cruzó el patio empedrado, con la silenciosa estatua en el centro del terreno de césped en el que crecían algunas tuyas, abrió una puerta que le era familiar, subió las escaleras que olían a repollo y a gatos, y tocó el timbre. Salió uno de los inquilinos, un alemán joven, y dijo que Bubnov estaba enfermo, pero al pasar golpeó a la puerta de este último y se oyó la gruesa voz del escritor, ahora ronca y malhumorada, gritar:

—¡Herein!

Bubnov estaba sentado sobre la cama, vestido con pantalones negros y camisa abierta, el rostro hinchado y sin afeitar, los párpados inflamados. Había hojas de papel desparramadas sobre la cama, el piso y la mesa, encima de la cual se veía un vaso de té turbio. Bubnov resultó estar dando los toques finales a un cuento y al mismo tiempo tratando de redactar en alemán una emotiva carta para los señores del Finanzamt, que le exigían que pagara sus impuestos. No estaba bebido, pero tampoco podía decirse que estuviera sobrio. Sus ansias habían pasado, pero todo en él había sido deformado y sacudido por el huracán; sus pensamientos erraban buscando sus viejas moradas y encontrando solo ruinas. No demostró sorpresa ante la aparición de Martin, a quien no veía desde la primavera, y en seguida empezó a vapulear a cierto crítico, como si Martin fuera el responsable de su análisis.

—Me están hostigando —repetía fieramente Bubnov.

Su rostro de órbitas profundas parecía casi cadavérico. Tenía tendencia a suponer que todas las críticas adversas a sus libros se inspiraban en extrañas consideraciones, en la envidia, en la antipatía personal o en el deseo de vengar una afrenta. Y, escuchando su incoherente estudio de la intriga literaria, Martin se sorprendió de que alguien pudiera tomarse tan a pecho la opinión de otro hombre y resistió la tentación de decirle a Bubnov que su cuento Zoorlandia era un fracaso, un trabajo pseudoartístico y sin valor. Pero, cuando de pronto Bubnov abandonó ese tema y empezó a hablar de que le habían dado calabazas, Martin maldijo la obstinada curiosidad que lo había llevado hasta allí.

—No la nombraré y vos no debéis preguntarme su nombre —dijo Bubnov, que podía pasar a la emotiva segunda persona del singular en ruso con la facilidad de un actor—. Así y todo recuérdalo, no seré el último en perecer por culpa de ella. ¡Dios sabe cuánto la amé! ¡Qué feliz fui! Fue esa clase de sentimientos tremendos que le hacen a uno oír el trueno de las alas de los ángeles. Pero ella se asustó de mis alturas celestiales…

Martin esperó un instante, sintió que en él brotaba una angustia intolerable, y se levantó en silencio. Sollozando, Bubnov lo acompañó hasta la puerta. Algunos días más tarde (cuando estaba ya en Latvia), Martin encontró en un periódico emigré otra de las «novellas» de Bubnov, recién salida del horno. Esta vez era excelente, y en ella el protagonista, un joven alemán, llevaba la corbata gris pálida con rayas rosas que Martin tenía puesta aquel día (atesorada reliquia de un club de Cambridge), de la que Bubnov, a pesar de estar aparentemente embargado por su dolor, se había apropiado como un diestro ladrón que enjuga sus lágrimas con una mano mientras se apodera del reloj de un hombre con la otra.

Deteniéndose en una papelería, Martin compró media docena de tarjetas postales y recargó su estilográfica. Después se encamino hacia el hotel de Darwin, en donde decidió aguardar hasta el último momento del tiempo que le quedaba e ir a la estación directamente desde allí. El cielo de la tarde era un vacío triste y sin sol. Los bocinazos de los autos parecían ahora ensordecidos por la niebla. Tirado por un par de caballos flacos y huesudos, pasó un carromato descubierto; amontonado sobre él había moblaje suficiente como para amueblar una casa: un sofá, una cómoda, un paisaje marino con marco dorado y una pila de otros melancólicos enseres. Una mujer de luto cruzaba el asfalto con manchas húmedas; empujaba un cochecito y sobre este iba sentado un atento niño de ojos azules; al llegar a la acera impulsó hacia abajo la barra, forzando al cochecito a levantarse. Pasó un perro de aguas persiguiendo a un lebrel a toda carrera; este último se detuvo y miró hacia atrás atemorizado, alzando una pata delantera y temblando. «¿Qué es lo que me ocurre, por el amor de Dios?», pensó Martin. «¿Qué es lo que me pasa? Sé que voy a regresar. Tengo que regresar». Entró al vestíbulo del hotel. Darwin no había llegado aún.

Encontró un cómodo sillón tapizado en cuero, desenroscó el capuchón de su pluma y empezó a escribir a su madre. El espacio de la postal era limitado, su letra era grande; por lo tanto no pudo decir mucho: «Todo marcha muy bien», escribió, presionando con fuerza la estilográfica. «Me he alojado en el mismo lugar de siempre; envía tus cartas allí. Espero que el dolor de muelas de tío Enrique siga mejor. No he visto a Darwin aún. Los Zilanov te mandan saludos. No escribiré durante una semana, pues no tengo absolutamente nada que decir. Muchos besos». Lo releyó todo dos veces y sintió una extraña angustia; un estremecimiento le recorrió la espalda. «Nada de tonterías, por favor», se dijo Martin, y, presionando otra vez con fuerza, escribió a la viuda del mayor pidiéndole que le guardara la correspondencia. Tras echar las postales, retornó a su asiento, se recostó en él, y comenzó a esperar, mirando el reloj de tanto en tanto. Pasó un cuarto de hora, luego veinte minutos, luego veinticinco. Dos chicas mulatas con piernas extraordinariamente delgadas subieron las escaleras. De pronto oyó a su espalda una poderosa respiración que reconoció en el acto. Se incorporó de un salto, y Darwin, haciendo roncas exclamaciones, le palmeó la espalda.

—Qué canalla eres —murmuró Martin alegremente—, qué canalla. Te he estado buscando desde la mañana.

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