Gloria

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Su madre no lo fastidiaba con la tediosa charla a que era tan afecto el tío Enrique; no le preguntaba qué ocupación escogería, pues sentía que de un modo u otro todo aquello se resolvería solo. Estaba satisfecha con la felicidad inmediata: con que Martin estuviera con ella ahora, sano, ancho de espaldas y bronceado; con que hubiera abandonado el tenis, hablara en voz baja, se afeitara todos los días, e hiciera que madame Guichart, la joven esposa de un comerciante local, se ruborizara hasta quedar colorada como una amapola. A veces se preguntaba cuándo se desprendería Rusia del sueño maléfico, cuándo se levantaría la barrera rayada de la frontera para que todos regresaran y retomaran sus antiguos lugares. Y, Dios mío, ¡cómo han crecido los árboles, cómo se ha contraído la casa, qué tristeza y qué júbilo, qué olor a tierra! De mañana esperaba al cartero con la misma avidez que durante los años que su hijo había pasado en Cambridge, y ahora, cuando llegaba una carta para Martin (cosa poco frecuente), en un sobre comercial, con las señas escritas en letra descuidada y con matasellos de Berlín, sentía la más genuina alegría y, arrebatando la carta, corría al cuarto de él. Martin aún estaba en la cama, muy despeinado, fumando un cigarrillo, con la mano en el mentón. Veía en el espejo la herida de luz solar al abrirse la puerta y esa expresión especial en la cara rosada y pecosa de su madre: por el pliegue de sus labios, tensamente apretados pero listos para extenderse en una sonrisa, Martin podía adivinar que había carta.

—No hay nada para ti hoy —decía quedamente la señora Edelweiss, escondiendo una mano detrás de la espalda.

Pero el hijo extendía de inmediato sus dedos impacientes, y, radiante de dicha, ella apretaba el sobre contra el pecho, y los dos reían. Después, no queriendo interferir en la alegría de Martin, iba hasta la ventana, se encaramaba sobre el antepecho apoyando el rostro en las manos, y miraba las montañas con un sentimiento pleno de felicidad, y en particular un pico rojizo y distante que solo era visible desde aquella ventana. Martin, que devoraba las cartas en un santiamén, simulaba alegrarse considerablemente más de lo que en realidad ocurría, de modo que su madre imaginara que aquellas cartas de la niñita Zilanov estaban llenas de ternura, y probablemente se habría sentido tristemente herido si ella hubiera llegado a leerlas alguna vez. Su madre recordaba a la chica Zilanov con cierta extraña claridad: como una pequeña de cabello negro, pálida, que siempre estaba enferma con la garganta inflamada, o convaleciendo después de haberlo estado, y con el cuello vendado o amarillo por el yodo. Recordaba que una vez había llevado a Martin, quien entonces tenía diez años, a una fiesta de Navidad en el piso que los Zilanov tenían en San Petersburgo, y que la pequeña Sonia tenía puesto un vestido de encaje blanco, con una ancha faja de seda alrededor de la cadera. En cuanto a Martin, no recordaba aquello en absoluto; había ido a muchas fiestas de Navidad, y todas se mezclaban en su memoria. Solo una cosa permanecía muy vívida para él, pues se había repetido todas las veces: su madre diciéndole que era hora de irse a casa y metiendo los dedos dentro de la parte de atrás del cuello de su traje marinero para ver si no estaba demasiado transpirado después de tanto correr, mientras él, con una galleta envuelta en papel dorado, trataba de zafarse, pero la garra de su madre era tenaz, y al poco rato ella le ponía los pantalones para la nieve (que le llegaban poco menos que hasta las axilas), y a continuación venían las galochas y el abrigo de piel, con su ceñida presilla en el cuello y las odiosas cosquillas de la capucha caucásica, y al minuto siguiente venían los arcoíris helados de los faroles de la calle a través de las ventanas del carruaje cerrado. Martin se estremecía al notar que la expresión de los ojos de su madre era ahora la misma que entonces, que también ahora le tocaba el cuello cuando él regresaba a casa después del tenis, y que le traía las cartas de Sonia con el mismo cariño con que una vez le había traído, en su larga caja de cartón, un rifle de aire comprimido encargado especialmente para Martin a Inglaterra.

El rifle no había resultado ser tal como él había esperado, no había coincidido exactamente con la imagen que Martin se había hecho de él, del mismo modo que ahora las cartas de Sonia no eran del tipo que hubiera querido. Sonia escribía, por decirlo así, a las sacudidas, sin una sola frase que sugiriera algún misterio, y Martin tenía que contentarse con comentarios como «A menudo me acuerdo del viejo Cambridge» o «Te deseo lo mejor, mi pequeña y querida flor. Dame tu pata para estrecharla». Sonia le contó que trabajaba en una oficina —taquimecanografía—, que pasaban momentos muy difíciles con Irina —constantes ataques de histeria—, que el padre no había tenido éxito con su periódico escrito en ruso y que ahora estaba organizando un negocio editorial —libros de autores emigres—, que nunca había un penique en la casa —lo cual era bastante triste—, que tenían muchos amigos —lo cual era muy divertido—, que los tranvías de Berlín eran verdes, y que los berlineses jugaban al tenis con tirantes y cuello duro. El tormento de Martin se prolongó a lo largo de todo el verano, el otoño y el invierno. Después, a mediados de abril de 1923, en su vigesimoprimer cumpleaños, anunció a su tío Enrique que partía hacia Berlín. El tío lo miró severamente y dijo disgustado:

—Para mí, mon ami, eso carece de todo sentido. Siempre tendrás tiempo para conocer Europa. Dicho sea de paso, yo pensaba llevaros a ti y a tu madre a Italia el próximo otoño. Pero no se puede andar holgazaneando siempre. Resumiendo, estaba por sugerirte que probaras tus energías juveniles en Ginebra.

(Martin sabía perfectamente qué significaba aquello: ese tema funesto ya había hecho furtivas apariciones varias veces antes; estaba vinculado con cierta empresa perteneciente a los hermanos Petit, con quienes el tío Enrique tenía relaciones comerciales).

—Que pruebes tes jeunes forces —repitió el tío Enrique—. En esta época cruel, en esta época tan pragmática, los jóvenes deben aprender a ganarse el pan y a abrirse camino en la vida. Tienes conocimientos sólidos del idioma inglés. La correspondencia con el extranjero en el mundo de los negocios es algo muy interesante. En cuanto a Berlín… Tu alemán no ha mejorado mucho, ¿verdad? No me imagino qué vas a hacer allí.

—Supón que no haga nada —dijo Martin sombríamente.

El tío Enrique lo miró sorprendido.

—Esa es una mala respuesta. No sé qué hubiera pensado tu padre de una respuesta así. Pienso que se sorprendería tanto como yo de que un muchacho joven, lleno de salud y vitalidad, desprecie todo lo que sea trabajo. Por favor, entiéndelo —agregó presurosamente al ver que Martin se había puesto desagradablemente colorado—, no quiero ser mezquino, je ne suis pas mesquin. Soy lo bastante rico, gracias a Dios, como para mantenerte, y hago de ello un deber y un placer, pero sería tonto que no aceptaras un empleo. Europa está pasando por una crisis increíble, y un hombre puede perder una fortuna en un abrir y cerrar de ojos. Es así, y no se puede hacer nada por cambiarlo.

—No necesito tu dinero —afirmó Martin con voz baja y hostil.

El tío Enrique simuló no oír, pero a sus ojos asomaron lágrimas.

—¿No tienes ninguna ambición en absoluto? ¿No piensas nunca en hacer carrera? Los Edelweiss siempre supimos cómo trabajar. Tu abuelo comenzó siendo un pobre tutor, enseñando francés a des princes russes. Cuando se le declaró a tu abuela, los padres de ella lo echaron de la casa. Pero volvió al año siguiente, como director de una compañía de exportaciones, y entonces, obviamente, todos los obstáculos quedaron de lado.

—No necesito tu dinero —repitió Martin en voz aún más baja—. Y en cuanto a lo del abuelo, no es más que una tonta leyenda familiar, y tú lo sabes.

—¿Qué pasa con él? ¿Qué pasa con él? —murmuró el tío Enrique asustado—. ¿Qué derecho tienes tú a ofenderme de este modo? ¿Qué mal te he hecho? Yo, que siempre he…

—El fondo de la cuestión es que yo me voy a Berlín —lo interrumpió Martin, y dejó el cuarto, temblando.

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