Gloria

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Cuando regresó a Suiza en el invierno, Martin esperó ansiosamente recibir una correspondencia entretenida, pero Sonia no hizo mención de Zoorlandia en sus poco frecuentes cartas. En una de ellas, no obstante, le pidió que diera saludos de parte de su padre a Gruzinov. Gruzinov resultó estar alojado en el Majestic, el hotel que tan extraña atracción ejercía en Martin. Pero cuando llegó esquiando hasta el hotel, se encontró con que Gruzinov se había marchado y estaría fuera durante un tiempo. Transmitió los saludos de Zilanov a la esposa de Gruzinov, una mujer de aspecto joven, elegantemente vestida, que frisaba los cuarenta, con cabellos negroazulados y una cautelosa sonrisa que procuraba ocultar sus incisivos salientes y siempre manchados de carmín. Martin nunca había visto manos más exquisitas que las de aquella mujer. Eran pequeñas y suaves, y estaban adornadas con relucientes anillos. Pero aunque todos la consideraban atractiva y admiraban su voz melodiosa y acariciadora, los sentidos de Martin no lograban conmoverse; es más, le fastidiaba pensar que, tal vez, ella estuviera tratando de prendarlo. Sus sospechas eran infundadas. Martin le era tan indiferente a la señora Gruzinov como el alto y narigón inglés de angosta cabeza con pelo gris y crespo y bufanda a rayas alrededor del cuello que la llevaba a pasear en trineo.

—Mi esposo no regresará hasta julio —dijo la señora Gruzinov, y comenzó a preguntarle a Martin por los Zilanov—. Sí, sí. Compadezco a su madre. (Martin había mencionado a Irina). Usted ha de saber cómo comenzó todo, ¿no?

Martin lo sabía. Durante la guerra civil, en el sur de Rusia, Irina, a la sazón una robusta chica de catorce años, tranquila y normal aunque un poco melancólica, viajaba en un tren con su madre: habían tenido que conformarse con un banco en un vagón de carga atestado de toda clase de gentuza, y durante el extenso viaje dos rufianes, ignorando las protestas de algunos de sus compadres, manosearon, pellizcaron y se divirtieron con la niña, diciéndole monstruosas obscenidades. La señora Pavlov, esbozando la sonrisa del horror desesperado, y esforzándose todo lo que podía por proteger a su hija, repetía:

—No importa, Irochka, no importa… Oh, por favor, dejad en paz a la niña, deberíais avergonzaros de vosotros mismos… No importa, Irochka…

Luego, en el tren siguiente, más cerca de Moscú, con gritos y murmullos similares, la mujer volvió a cobijar la cabeza de su hija cuando otros matones, desertores o algo por el estilo, despidieron a su corpulento marido, empujándolo por la ventanilla mientras el tren iba a toda velocidad. Sí, era muy gordo, y reía histéricamente cuando consiguieron sacarle la mitad del cuerpo hacia el otro lado, pero finalmente, con un empellón final, los otros lograron lo que se proponían, y él desapareció de la vista, y en la ventanilla vacía solo quedó la nieve ciega que pasaba. Milagrosamente el hombre se reunió con su familia en una pequeña estación del ferrocarril enterrada en la nieve. Y, milagrosamente también, Irina sobrevivió a una grave infección tifoidea, pero perdió el poder del habla, y solo un año más tarde, en Londres, aprendió a emitir algo parecido a mugidos con distintas entonaciones y a pronunciar «mama» con tolerable claridad.

Martin, que nunca había prestado mucha atención a Irina, pues se había acostumbrado pronto a su deficiencia mental, sintió ahora un extraño impacto cuando la señora Gruzinov agregó:

—Es así como los Zilanov tienen en su casa un permanente símbolo vivo.

Aquella noche Zoorlandia le pareció aún más oscura, su bosque salvaje más profundo, y Martin supo que nada ni nadie podría impedirle penetrar, como peregrino libre, en esos bosques, donde se tortura a los niños gordos en la oscuridad, y el olor a quemado y a podredumbre penetra el aire. Cuando en la primavera regresó a Berlín y a Sonia, casi podía creer (tan pobladas de aventuras habían estado sus fantasías nocturno-invernales) que la solitaria y osada expedición ya había concluido, y que ahora iba a hablar y hablar de sus aventuras. Cuando entró en el cuarto de la joven, dijo (ansioso de expresarlo antes de que el familiar y frustrante efecto de los ojos opacos de Sonia volviera a afirmarse):

—Así, así, algún día regresaré como ahora, y entonces, ah, entonces…

—Nunca pasará nada —exclamó ella en el tono de la Naina de Pushkin («¡Héroe, aún no os amo!»).

Estaba todavía más pálida que de costumbre; el trabajo de su oficina era agotador. En su casa usaba un viejo vestido negro de terciopelo con un angosto cinturón de cuero en las caderas y chinelas sin talón con pompones raídos. Muchas veces, después de la cena, se ponía el impermeable y salía, y Martin, tras pasearse desanimadamente de un cuarto a otro durante un rato, también se iba y caminaba despacio hasta la parada del tranvía, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. En el otro extremo de Berlín solía silbar quedamente bajo la ventana de una bailarina de cabaret que había conocido en el club de tenis. La joven salía rápidamente al balcón, se quedaba inmóvil durante un instante sobre la baranda, desaparecía, volvía a asomarse y le arrojaba la llave de la casa envuelta en un papel. Ya en el cuarto, Martin bebía crema de menta verde y besaba a la mujer en la espalda desnuda, de color marrón dorado, e, inclinando la cabeza, ella contraía rígidamente los omóplatos. Le gustaba mirarla caminar por la habitación, juntar sus piernas musculosas y bronceadas e insultar con furia siempre al mismo agente teatral. Le gustaba su rostro pequeño y grotesco con el cutis matizado de naranja, las cejas artificialmente finas y el cabello delicadamente cepillado hacia atrás. Y en vano trataba de no pensar en Sonia. Una noche de mayo Martin emitió su quedo silbido con un trino especial, pero, en lugar de su amante, al balcón salió un hombre mayor en mangas de camisa y Martin suspiró y se fue. Volvió en tranvía hasta la casa de los Zilanov y empezó a caminar sin cesar entre dos faroles. Sonia regresó pasada la medianoche, sola, y, mientras ella buscaba las llaves en el bolso, Martin se le acercó y le preguntó tímidamente dónde había estado.

—¿Es que nunca vas a dejarme en paz? —gritó Sonia.

Y sin esperar respuesta dio vuelta a la llave haciéndola crujir dos veces, y la sólida puerta se abrió, permaneció un instante detenida y se cerró de un golpe. Después siguió una época en la que Martin comenzó a imaginar que no solo Sonia, sino todas sus amistades comunes, lo rehuían, que no lo querían, que nadie se interesaba por él. Fue a visitar a Bubnov, pero este lo miró de un modo raro, se disculpó y siguió escribiendo. Al fin —pensando que si esa situación se prolongaba él no tardaría en convertirse en la sombra de Sonia y seguiría deambulando por las calles de Berlín hasta el fin de sus días, malgastando en una pasión fútil ese algo importante y solemne que estaba madurando en él—, Martin decidió dar por concluida su estancia en Berlín, a fin de meditar en purificadora soledad el plan de la expedición. A mediados de mayo de 1924, con el billete a Estrasburgo ya en la cartera, fue a despedirse de Sonia, y, por supuesto, no la encontró en casa. En la penumbra del cuarto, toda vestida de blanco, estaba sentada Irina, que parecía flotar en las tinieblas como una tortuga fantasma. No dejó de mirar a Martin ni un solo momento. Él escribió en un sobre: «En Zoorlandia han decretado la noche polar», lo puso sobre la almohada en el cuarto de Sonia, subió al taxi que lo estaba aguardando, y, sin llevar abrigo ni sombrero, con solo una maleta, partió hacia la estación.

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