Gloria

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Oscuridad. Casi en seguida el francés empezó a roncar.

«Sí, se creyó de veras que yo era inglés. Ong sang lei sud. Así viajaré hacia el norte, exactamente así, en un tren que no se puede detener… Y después de eso, después de eso…». Comenzó a internarse por el sendero de un bosque. Avanzó, siguió avanzando, pero no logró conciliar el sueño. Abrió los ojos. No estaría mal bajar la ventanilla. Una noche cálida bañó su rostro y, entrecerrando los ojos, Martin se asomó fuera del vagón, pero un polvo invisible se le metió en los ojos y la velocidad lo cegó. Volvió a entrar la cabeza. En la penumbra del compartimiento resonó una tos.

—No, no. Si es tan amable —dijo una voz molesta—, no querría dormir bajo las estrellas. Ciérrela, ciérrela.

—Ciérrela usted —replicó Martin.

Salió al pasillo y caminó junto a los compartimientos en los que se podía adivinar la confusa presencia de cuerpos semidormidos, indefensos y a medio vestir, jadeos y suspiros, bocas abiertas como las de los peces, una cabeza hundida que vuelve a incorporarse, un pie blanco junto a la nariz de un desconocido. Abriéndose paso entre el rechinar de las plataformas de unión, Martin recorrió dos coches de tercera clase. Las puertas corredizas de algunos de los compartimientos estaban abiertas; en uno de ellos un grupo de soldados con uniformes de color gris azulado jugaba ruidosamente a las cartas. Más adelante, en el corredor de un coche cama, Martin se detuvo ante una ventanilla a medio bajar, y recordó, con claridad excepcional, el viaje de su niñez por el sur de Francia: aquel asiento strapontin junto a la ventanilla, aquel aro de tela que le permitía manejar el tren, aquella encantadora melodía en tres idiomas, especialmente: pericoloso. Pensó que vida tan, pero tan extraña le había tocado en suerte. Era como si toda ella hubiera transcurrido en un tren expreso, errando de un vagón a otro: y uno de ellos iba ocupado por ingleses jóvenes, entre los cuales estaba Darwin, en el momento mismo de tirar solemnemente del freno de emergencia; en el otro viajaban Alia y su marido; o bien el grupo de Crimea; o el tío Enrique, roncando; o los Zilanov, el padre con su eterno periódico, y Sonia, mirando por la ventanilla con sus ojos de terciopelo negro.

—Y luego seguiré a pie —murmuró excitado Martin: un bosque, un sendero sinuoso, ¡qué árboles enormes!

Allí, en aquel coche cama, debía de haber viajado su niñez, debía de haber vibrado, mientras desprendía el botón de la cortina de cuero. Y si uno avanzara un pequeño trecho más por el pasillo azul, llegaría al coche restaurante, donde cenaban los padres de Martin, y encima de la mesa estaría la misma imitación de una tableta de chocolate con envoltura violeta, y sobre la puerta un ventilador de hélice brillaría débilmente en un jardín de anuncios. En ese instante, como respuesta a sus recuerdos, Martin vio por la ventanilla lo que había visto de chico: una diadema de luces distantes, entre oscuras colinas. Parecía como si alguien estuviera derramándolas de una mano a la otra y guardándoselas en el bolsillo. Mientras miraba, el tren empezó a aminorar la marcha, y Martin se dijo que, si se detenía, él se apearía e iría en busca de aquellas luces. Comenzó a verse el andén de una estación, luego la luna llena del disco de un reloj, y el tren se detuvo exhalando un suspiro. Martin regresó corriendo a su vagón, dos veces se precipitó en la oscuridad y los ronquidos de un compartimiento equivocado, encontró el suyo, encendió la luz, y el francés se incorporó a medias en su asiento restregándose los ojos con las manos. Martin bajó su maleta de un tirón y recogió su Tauchnitz. Con el apuro no reparó en que el tren había echado a andar de nuevo, y por lo tanto casi dio por tierra cuando saltó a la plataforma en movimiento. Una larga fila de ventanillas pasó y se fue. No quedó nada excepto los rieles vacíos con el brillo del polvo de carbón entre ellos.

Jadeando todavía, Martin atravesó el andén. Un mozo que empujaba un gran cajón con la inscripción «Frágil» sobre la carretilla para equipajes, le dijo animadamente, con el peculiar acento metálico de la Provenza:

—Se despertó en el momento justo, Monsieur.

—Dígame —preguntó Martin—, ¿qué hay en esa caja?

El mozo la miró como si reparara en ella por primera vez, y leyó en voz alta la dirección:

—Museo de Ciencias Naturales.

—Ah sí, una colección de insectos, no cabe duda —dijo Martin, y caminó hacia el grupito de mesas que había en la entrada del bar escasamente iluminado.

El aire era cálido y aterciopelado. Alrededor de una blanquecina lámpara de arco voltaico, revoloteaban pálidas moscas de agua y una gran polilla oscura con bordes claros. Un anuncio de dos metros adornaba la pared: era un intento por parte del Ministerio de Guerra de describir, en beneficio de los jóvenes, los atractivos del servicio militar: en primer término, un valiente soldado francés; atrás, una palmera, un dromedario y un árabe con albornoz; y en la esquina, dos opulentas siluetas femeninas en charshafs.

El andén estaba desierto. A poca distancia había algunas jaulas con gallinas dormidas. Al otro lado de los rieles se alcanzaba a distinguir una maraña de arbustos negros. El aire olía a carbón, a enebros y a orina. Una vieja sombría miraba hacia afuera de la buvette, y Martin pidió un apéritif cuyo delicioso nombre había visto anunciado. Un obrero vestido de azul se sentó en la mesa contigua y se durmió con la cabeza apoyada en el brazo.

—Querría hacerle una pregunta —le dijo Martin a la mujer—. Poco antes de detenerse el tren, vi algunas luces a lo lejos.

—¿Dónde? ¿Por allí? —preguntó la vieja, señalando en la dirección de donde había venido el tren.

Martin asintió.

—Eso solo pudo haber sido Molignac —dijo la mujer—. Sí, Molignac, un pueblecito.

Martin pagó y echó a andar con su maleta hacia la salida. Una plaza oscura, plátanos silvestres, una hilera de casas fantasmales y una calle angosta. Ya casi se había internado en ella, cuando reparó en que había olvidado mirar el letrero de la estación, y ahora no sabía el nombre de la población en la que se encontraba. Se estremeció gratamente. Quién sabe: tal vez, por algún capricho del espacio, ya estuviera al otro lado de la frontera de Zoorlandia, en la noche incierta, y en breve le dieran el alto.

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