Gloria

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Darwin había ganado algo de peso, su cabello parecía más escaso, y se había dejado crecer un bigotito bien recortado. Tanto él como Martin se sentían de algún modo turbados y no podían encontrar un tema de conversación. Se empujaban el uno al otro, riendo y alborotando.

—¿Qué vas a beber? —preguntó Darwin, cuando entraron a su pequeño pero elegante cuarto—. ¿Whisky con soda? ¿Un cóctel? ¿O simplemente un poco de té?

—No tiene importancia, no tiene importancia, lo que te guste —contestó Martin, tomando de la mesa una gran fotografía costosamente enmarcada.

—Ella —dijo Darwin.

Retrato de una joven con diadema. Aquellas cejas que se encontraban sobre el puente de la nariz, aquellos ojos claros, aquel cuello largo y gracioso, todo en ella era autoritario y definitivo.

—Se llama Evelyn, canta bastante bien. Estoy seguro de que os haréis muy buenos amigos.

Darwin tomó el retrato y le echó una larga mirada antes de devolverlo a su sitio.

—Bien —dijo, dejándose caer sobre el sillón y extendiendo inmediatamente las piernas—, ¿qué novedades tienes? Veo que llevas la corbata del C. C. C.

Un camarero trajo los cócteles. Martin bebió de mala gana un trago de vermut con ginebra y contó en pocas palabras cómo había pasado los últimos dos años. Le sorprendió que, apenas quedó él en silencio, Darwin empezara a hablar de sí mismo, de un modo minucioso y autocomplaciente: algo que jamás pasaba antes. ¡Qué extraño era oír de aquellos labios virtuosos e indolentes una historia de éxitos, de ganancias, de espléndidas esperanzas para el futuro! También resultó que Darwin ya no escribía aquellas encantadoras nimiedades sobre crepúsculos y sanguijuelas, sino que redactaba artículos acerca de temas políticos y financieros, y estaba particularmente interesado en las sepulcralmente sonoras «moratorias», fueran lo que fuesen. Cuando Martin, aprovechando una repentina pausa, le hizo recordar la carreta en llamas, Rose y la pelea entre ellos dos, Darwin dijo con indiferencia:

—Sí, qué tiempos aquellos.

Y para su horror, Martin comprendió que los recuerdos de Darwin habían muerto, o estaban ausentes, y lo único que quedaba era una descolorida muestra sin valor.

—¿Y en qué anda el príncipe Vadim? —preguntó Darwin ahogando un bostezo.

—Vadim está en Bruselas. Tiene un empleo allí. Y los Zilanov están aquí. Suelo ver a Sonia con frecuencia. Todavía no se ha casado.

Darwin lanzó una gran nube de humo.

—Dale saludos de mi parte —dijo—. ¿Pero qué hay de tus cosas? Es una pena que andes un poco a la deriva. Mañana te presentaré a alguna gente importante. Estoy seguro de que te gustará el periodismo.

Martin tosió. Había llegado el momento de tratar el asunto principal, el asunto que tanto había deseado tratar con Darwin.

—Te lo agradezco —dijo—, pero es imposible. Dejo Berlín dentro de una hora.

Darwin se incorporó ligeramente.

—¿De veras? ¿Por qué te vas?

—En un minuto lo verás. Ahora voy a contarte algo que nadie más sabe. Durante varios años, sí, varios años… Pero eso no es lo esencial.

Titubeó. Darwin suspiró y dijo:

—Lo he adivinado todo. Yo seré el padrino.

—Calla, por favor. Esto es en serio. He estado todo el día tratando de encontrarte con el firme propósito de discutirlo. El hecho es que planeo cruzar ilegalmente a Rusia desde Latvia, solo por veinticuatro horas, sí, y luego regresaré. Ahora bien, aquí es donde entras en juego tú: te daré cuatro postales; las enviarás a mi madre, una cada semana, cada jueves, digamos. Yo espero estar de vuelta en menos tiempo, pero no puedo prever cuánto me llevará investigarlo todo, escoger el itinerario exacto, etcétera. Desde luego, ya he obtenido buena cantidad de información esencial de cierta persona. Pero pueden prenderme y tal vez no pueda escapar inmediatamente. Comprendes, mi madre no debe saber nada de esto, debe recibir mis postales desde Berlín regularmente. Le he dado mi antigua dirección, es muy sencillo.

Silencio.

—Sí, por supuesto, es muy sencillo —dijo Darwin.

Otra vez silencio.

—Solo que no termino de ver con qué propósito lo haces.

—Piénsalo un poco, y lo verás.

—¿Un complot contra los viejos soviets? ¿Quieres ver a alguien? ¿Entregar un mensaje secreto, contrabandear algo? Confieso que de niño fantaseaba bastante sobre esos oscuros tipos con barba que arrojaban bombas a la troika del cruel gobernador.

Malhumorado, Martin negó con la cabeza.

—Y si simplemente quieres visitar la tierra de tus padres, aunque tu padre era medio suizo, ¿verdad?, pero es igual, si tienes tantas ganas de verla, ¿no sería más sencillo obtener un visado soviético común y corriente y cruzar la frontera en tren? ¿No quieres? ¿Tal vez crees que después de ese asesinato en una cafetería suiza no te darán el visado? Está bien, te conseguiré un pasaporte inglés.

—Todo lo que imaginas está mal —dijo Martin—. Esperaba que lo entendieras todo en seguida.

Darwin dobló un brazo sobre su cabeza. No podía saber con certeza si Martin estaba o no tomándole el pelo, y si no, qué lo impulsaba realmente a embarcarse en aquella empresa descabellada. Sopló su pipa durante unos momentos y dijo:

—Si, por último, lo que buscas es puro riesgo, no hay necesidad de viajar tan lejos. Inventemos algo fuera de lo común, algo que pueda realizarse aquí mismo, ahora mismo, sin pasar del antepecho de la ventana. Y después comemos alguna cosa y nos vamos a una sala de variedades. Martin permaneció callado, pero su cara se veía triste. «Esto es absurdo», reflexionó Darwin, «absurdo y bastante raro. Se quedó muy tranquilo en Cambridge mientras en Rusia había guerra civil, y ahora va detrás de un balazo en la cabeza por espionaje. ¿Está tratando de burlarse de mí? Qué conversación más idiota».

Martin se sobresaltó, miró su reloj y se puso de pie.

—Mira, deja de hacerte el tonto —indicó Darwin, mientras de su pipa salía humo profusamente—. A fin de cuentas, esto es muy poco cortés. No nos hemos visto desde Cambridge. Así que cuéntamelo todo, inteligiblemente, o admite que estás bromeando y hablemos de otra cosa.

—Te lo he contado todo —dijo Martin—. Todo. Y ahora debo irme.

Se puso el impermeable, recogió su sombrero del suelo. Darwin, que continuaba tranquilamente en el sillón, bostezó y volvió la cara hacia la pared.

—Hasta pronto —dijo Martin.

Pero Darwin no respondió.

—Hasta pronto —repitió Martin.

«Tonterías, no puede ser cierto», pensó Darwin. Volvió a bostezar y cerró los ojos. «No se irá», dijo para sí, y con modorra, puso en alto una pierna. Durante cierto tiempo se mantuvo un extraño silencio. Por último Darwin rio suavemente y volvió la cabeza. Pero no había nadie en el cuarto. Parecía imposible que Martin hubiera salido tan silenciosamente. Tal vez estuviera escondido detrás de algún mueble. Darwin permaneció echado durante algunos minutos más; luego recorrió con mirada cautelosa el cuarto ya oscurecido, bajó la pierna de donde la había puesto y se irguió.

—Bueno, ya está bien. Sal —exclamó al oír un débil crujido en el armario para equipajes, entre el guardarropa y la puerta.

No salió nadie. Darwin fue hasta allí y miró dentro del armario. Nadie. Solo una hoja de papel de envolver que habría quedado de alguna compra. Darwin encendió la luz, frunció el ceño y abrió la puerta que daba al corredor. El corredor era largo, estaba bien iluminado, y vacío. La brisa de la tarde trató de cerrar la ventana.

—Al diablo con él —murmuró Darwin.

Y se quedó otra vez pensativo. Pero de repente sacudió la cabeza para espabilarse y deliberadamente empezó a cambiarse de ropas para cenar.

Sentía cierta incomodidad, sentimiento que rara vez experimentaría de ahí en adelante. La llegada de Martin no solo lo había entusiasmado como tierno eco de sus días en la universidad sino que había sido en sí misma extraordinaria. Todo en Martin había sido extraordinario: el áspero bronceado, la voz jadeante, sus expresiones oscuras y raras, y la nueva y altanera mirada de sus ojos. Pese a todo, Darwin había llevado últimamente un tipo de vida tan equilibrado, su corazón había estado latiendo de un modo tan regular (incluso cuando se declaró), su mente había decidido tan firmemente que pasados los problemas y las emociones de juventud ahora él había llegado a un camino regularmente pavimentado, que era difícil no lograra sobreponerse a la perturbadora impresión causada por Martin, y obligarse a creer que el necio bromista reaparecería aquella misma noche. Ya se había puesto el smoking y examinaba su robusta figura y su rostro de nariz aguileña en el espejo del guardarropa, cuando llamó el teléfono de la mesita de noche. O porque la comunicación era mala o porque realmente no recordaba el tono de Martin por teléfono, tuvo dificultad para reconocerlo:

—Es para recordarte mi pedido —dijo la confusa voz—. Recibirás las cartas en un par de días. Envíalas una por una. Mi tren está a punto de partir. ¿Qué? Dije que mi tren… Sí, sí, tren…

La voz se apagó. Darwin colgó ruidosamente el receptor y se quedó un rato rascándose la mejilla. Después se dirigió al ascensor y bajó en él. Abajo pidió los horarios. Sí, correcto. ¿Qué diablos…?

Aquella noche no salió. Se quedó esperando algo, algún tipo de desenlace ulterior. Cuando se sentó a escribirle a la novia, no encontró nada que decirle. Pasaron varios días. El miércoles recibió un abultado sobre de Riga y en su interior encontró cuatro tarjetas postales con vistas de Berlín dirigidas a la señora Edelweiss, a Suiza. En una de ellas, intercalada en el texto ruso, Darwin descubrió una frase en inglés: «A menudo voy a salas de variedades con Darwin». Aquello le produjo una profunda desazón. El jueves por la mañana, con la temerosa sensación de estar participando en un mal asunto, introdujo escrupulosamente la postal con fecha más inmediata en el buzón azul que había cerca de la entrada del hotel. Pasó una semana. Darwin echó la segunda tarjeta. Después no pudo resistir más y viajó a Riga, donde visitó al cónsul inglés, al cónsul suizo, el Registro General y la policía, pero no obtuvo ninguna clase de información. Martin parecía haberse disuelto en el aire. Darwin regresó a Berlín y echó de mala gana la tercera postal. El viernes, un hombre corpulento, obviamente extranjero, llamó a la nueva editorial de Zilanov (calendarios rusos y panfletos políticos). Tras mirar con más atención, Zilanov reconoció en él al joven inglés que había cortejado a su hija en Londres. Hablando en alemán (Zilanov lo comprendía algo mejor que el inglés), Darwin relató sosegadamente su conversación con Martin.

—Espere un poco —dijo Zilanov—. Hay algo en esto que no es lógico. Él le dijo a mi hija que iba a trabajar en una fábrica cercana a Berlín. ¿Está seguro de que se ha ido? ¡Qué extraña historia!

—Al principio creí que estaba bromeando —explicó Darwin—, pero ahora no sé qué pensar. Si realmente ha…

—¡Qué tío más loco! —exclamó Zilanov—. ¡Quién lo hubiera pensado! El muchacho inspiraba sensación de cordura, de solidez. Es difícil de creer, sabe; parece una especie de provocación. Gut. Lo primero que hay que hacer es averiguar si mi hija sabe algo de esto. Vamos a mi domicilio.

Cuando Sonia vio entrar a su padre con Darwin y reparó en la extraña y solemne expresión de sus rostros, pensó durante una centésima de segundo que Darwin había venido a hacer, esta vez oficialmente, una proposición de matrimonio (se sabe que tales pesadillas momentáneas ocurren).

—Hola, hola Sonia —exclamó Darwin con artificial soltura.

Zilanov, clavando sus opacos ojos oscuros en la hija y «preparándola», le rogó que no se asustara y le contó prácticamente toda la historia allí mismo, en el zaguán. Sonia se puso blanca como un papel y se desplomó sobre uno de los sillones del vestíbulo.

—Pero es horrible —dijo en un susurro de voz. Tras una pequeña pausa se golpeó las rodillas con las manos y repitió en voz aún más baja—: Es horrible.

—¿Te ha dicho algo a ti? ¿Tienes alguna información? —preguntaba una y otra vez Zilanov, en ruso y en alemán.

Darwin seguía de pie, acariciándose la mejilla y tratando de no mirar a Sonia. Sentía la cosa más espantosa que un hombre de su rango y condición puede sentir: la imperiosa necesidad de romper a llorar.

—Por supuesto, yo lo sé todo —afirmó Sonia en un leve crescendo.

En el fondo apareció la señora Zilanov, y el marido le indicó que no los molestara.

—¿Qué sabes exactamente? Vamos, habla sin rodeos —dijo Zilanov, poniendo una mano sobre el hombro de Sonia.

Ella se echó hacia adelante y empezó a sollozar estrepitosamente, hundiendo la cara entre las manos. Luego se enderezó y emitió un fuerte sonido entrecortado, como si se estuviera ahogando, tragó, y empezó a gritar entre sollozos:

—Lo van a matar, Dios mío, lo van a matar.

—Domínate —le ordenó Zilanov—. No grites. Te exijo que expliques tranquila y claramente qué es lo que te ha dicho. Olga —(dirigiéndose a su esposa)—, lleva a este caballero a alguna parte… Sí, a la sala de estar; bah, no te preocupes por el electricista. ¡Sonia! ¡Deja de gritar! Asustarás a Irina. Calla, te lo exijo.

Pasó largo tiempo calmándola y haciéndole preguntas. Darwin permaneció sentado y serio en la sala. También había allí un electricista, arreglando con esmero un toma de corriente y un enchufe, y mirando hacia arriba y de nuevo hacia abajo a medida que la luz se encendía y se apagaba.

—Es obvio que la chica tiene razón en pedir que se tomen medidas inmediatas —observó Zilanov, cuando él y Darwin ganaron otra vez la calle—. ¿Pero qué se puede hacer? Además, no creo tanto que esto sea un romance de aventuras como ella cree. Ella tiene tendencia a ver las cosas de ese modo. Temperamento muy sobreexcitado. Sencillamente me niego a creer que este joven, muy alejado de los problemas políticos rusos, y más bien de corte extranjero, diría yo, resulte capaz de… bueno, de una gran hazaña, si le parece. Naturalmente, me pondré en contacto con alguna gente, y puede ser que deba ir a Latvia, pero el caso es bastante desesperado, si es que el muchacho ha tratado realmente de cruzar la frontera sin ser visto. A propósito, es extraño, pero fui yo quien, sí, yo, quien años atrás informó a Frau Edelweiss de la muerte de su primer marido.

Pasaron algunos días más. La única condición para ver con claridad era ser paciente y aguardar. No fue Zilanov, sino Darwin quien se trasladó a Suiza para informar a la señora Edelweiss. En Lausanne todo parecía gris, caía una fina llovizna. Más arriba, en las montañas, había olor a nieve mojada, y los árboles goteaban debido al brusco deshielo que había seguido a las primeras heladas. El auto que había alquilado lo llevó rápidamente a la aldea, resbaló en una curva y volcó en una zanja. El único daño fue el brazo contuso del conductor. Darwin salió arrastrándose, se sacudió la nieve húmeda del abrigo y preguntó a un lugareño qué distancia había hasta la casa de Enrique Edelweiss. El aldeano le indicó el trayecto más corto, un sendero a través de un bosque de abetos. Una vez fuera del monte, Darwin cruzó un camino de tierra, subió por una arboleda y vio la ornamentada casa verde y marrón. Las suelas de goma de sus pesados zapatos dejaron los dibujos de sus huellas en el oscuro suelo del portillo. Las pisadas fueron llenándose lentamente de agua barrosa, y poco después el portillo que no había cerrado bien crujió ante un embate de viento húmedo y se abrió violentamente. Después un hornerillo se posó sobre él, emitió un tsi-tsi-tsi y un incha-incha y voló hacia la rama de un abeto. Todo estaba muy húmedo y oscuro. Transcurrió una hora. Darwin salió de las pardas profundidades del melancólico jardín, cerró el portillo tras él (pronto volvió a abrirse), y comenzó a volver por el sendero a través del bosque. Allí se detuvo a encender su pipa. Llevaba el amplio abrigo de pelo de camello desabrochado; los extremos de la bufanda a rayas colgaban sobre su pecho. En el bosque había un gran silencio. Todo lo que podía oírse era un débil gorgoteo: en algún lugar corría el agua bajo la nieve húmeda y gris. Darwin escuchó y sin motivo aparente meneó la cabeza. Su pipa, que se había apagado, emitió un sonido aspirado. Darwin dijo algo en voz baja, se acarició la mejilla pensativamente y siguió caminando. El aire estaba empañado, aquí y allá las raíces de los árboles atravesaban la huella; de tanto en tanto las negras lanzas de los abetos le rozaban los hombros, el oscuro sendero pasaba entre los troncos de los árboles dando pintorescos y misteriosos rodeos.

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