Gloria

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PRIMERA PARTE » V.- Cómo educó a su hija.

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V

Cómo educó a su hija.

D. Juan de Lantigua no había presidido personalmente a la educación de su única hija. Además de que sus ocupaciones en el foro y en la tribuna le dejaban poco vagar para consagrarse a ello, creía que con encerrar a su hija en un colegio bastaba. Lo importante era que en el colegio reinasen buenos principios. Advirtamos que enviudó D. Juan a los catorce años de casado. Su digna esposa le dejó a Gloria de doce años y a dos pequeñitos que volaron al cielo, desde Ficóbriga, cuando apenas habían aprendido a andar por la tierra.

Gloria, después de residir algunos años en un colegio, a que daba nombre una de las advocaciones más piadosas de la Virgen María, volvió a su casa en completa posesión del catecismo, dueña de la historia sagrada y de parte de la profana, con muchas aunque confusas nociones de geografía, astronomía y física, mascullando el francés, sin saber el español, y con medianas conquistas en los dominios del arte de la aguja. Se sabía de memoria sin omitir sílaba ni aun letra los

deberes del hombre, y era regular maestra en tocar el piano, hallándose capaz de poner las manos en cualquiera de esas horribles

fantasías que son encanto de las niñas tocadoras y terror de los oídos y baldón del arte musical.

Lantigua la oyó recitar trozos de historia sagrada y no pareció satisfecho.

—En estos colegios del día —dijo—, preparan el entendimiento de los niños para las ideas como los dedos para las teclas. El pensar es tocar, reproduciendo con el órgano de la palabra la música del padre Astete.

Un día, como Gloria, viéndole sumergido en hondos comentarios sobre la unidad religiosa impuesta a los Estados después de la unidad política, le dijese que en su sentir los reyes de España habían hecho mal en arrojar del país a los judíos y a los moros, Lantigua abrió mucho los ojos, y después de contemplarla en silencio mientras duró el breve paroxismo de su asombro, le dijo:

—Eso es saber más de la cuenta. ¿Qué entiendes tú de eso? Vete a tocar el piano.

Gloria corrió como un pájaro alegre que siente en su alma el ansia de los trinos, y posándose en la banqueta, y dejando correr sus manos por el teclado, se puso a tocar algo que sonaba a zarzuela. Lantigua no entendía una palabra de música. Había oído hablar de Mozart y de Offembach, y para él todos eran lo mismo, es decir, unos holgazanes. Pero su espíritu elevado y su sensibilidad exquisita le hacían conocer instintivamente diferencias profundas entre las distintas clases de música que había oído. En general, todo cuanto tocaba Gloria le parecía horrible.

—No sé qué diera, hija mía —le decía—, por oírte tocar otra cosa que esa música de organillo de las calles. No me digas que así es toda la música, porque yo he oído en alguna parte, no sé si en la iglesia o en el teatro, graves y patéticas composiciones, que penetrando más allá de la superficie sensual, conmueven el ánimo y nos sumergen en dulce meditación. ¿No sabes algo de eso?

Gloria repasaba todo su repertorio de

fantasía, nocturnos, flores de salón y auroras del pianista, sin poder encontrar lo grave y patético que el alto espíritu de su padre pedía. En honor de la verdad que es antes que todo, aun antes que el prestigio y las gracias de la linda niña, debo decir que Gloria aporreaba el piano de un modo lamentable, cual si las teclas, convictas y confesas de algún espantable crimen, merecieran ser azotadas todos los días por espacio de tres horas.

—Basta ya de monsergas, hijita —le decía D. Juan—, coge un libro y ponte a leer.

Gloria volaba a la biblioteca de su padre; miraba a todos lados; hojeaba un libro y con desdén lo volvía a poner en su sitio. Cogía otro, leía algunas páginas, mas pronto se cansaba.

—¿Qué buscas?… ¿novelas? —Decía D. Juan entrando tras ella y sorprendiéndola en el escrutinio—. Algo de eso tengo también… Aguarda.

Ivanhoe —decía Gloria, leyendo un título.

—Esa es buena; pero déjala por ahora… Aquí han entrado pocas novelas. De la basura que diariamente han producido en cuarenta años Francia y España, no hallarás una sola página… De lo bueno hay algo, poco… Me parece que en algún rincón encontraremos a Chateaubriand, a Gulliver, a Bernardino de Saint-Pierre y antes que a ninguno, a mi idolatrado Manzoni.

Pero al poco tiempo D. Juan prohibió a su hija la lectura de novelas, porque aun siendo buenas, decía, enardecen la imaginación, encienden deseos y afanes en el limpio corazón de las muchachas, extravían su juicio y les hacen ver cosas y personas con falso y peligroso color poético.

En cambio si Gloria no leía para sí, leía para su padre. D. Juan, con mucha fatiga del estudio, y con el continuo hervir de su cerebro y las largas vigilias y aquel afán constante en que su viva pasión política le tenía, iba perdiendo la vista. Llegó a no poder leer de noche; mas como a todo trance necesitase tener a mano textos de Quevedo, Navarrete y Saavedra Fajardo para ilustrar la obra que a la sazón escribía, instituyó a su hija en lectora. D. Juan se ocupó algún tiempo en comentar los discursos ascéticos y filosóficos de Quevedo, porque aquel genio colosal de las burlas descansaba de su gigantesco reír con seriedades taciturnas.

Gloria leyó en alta voz la

Vida de San Pablo Apóstol, La Cuna y la sepultura y

Las cuatro pestes del mundo. Después se engolfó en la

Política de Dios y Gobierno de Cristo, y como el sabio colector tuvo el buen acuerdo de poner en el mismo tomo en que se halla el mencionado escrito, la incomparable historia del

Buscón, Gloria, cuando su padre mandaba suspender la lectura para escribir, doblaba bonitamente algunos centenares de hojas, y tapándose la boca para que no estallase la risa que a borbotones pugnaba por salir, se deleitaba con las travesuras del gran Pablos.

En otras ocasiones, como D. Juan no pusiese reparos a los libros clásicos españoles del gran siglo, Gloria se apoderó de varios tomos, y leyó la

Virtud al uso y mística a la moda, de D. Fulgencio Afán de Ribera. Casi, casi estuvo a punto de engolfarse en

La pícara Justina; pero Lantigua al fin puso mano en ello, permitiéndole sólo

Guzmán de Alfarache. Desgraciadamente en el mismo tomo estaba

La Celestina.

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