Gloria

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SEGUNDA PARTE » XXX.- La visión del hombre sobre las aguas.

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La visión del hombre sobre las aguas.

Gloria y sus tíos subieron tan taciturnos los cuatro, que parecían estatuas movibles. Por la fisonomía de cada uno podía colegirse el estado de su alma. Serafinita y el arzobispo oraban, D. Buenaventura renegaba. Gloria sonreía, y al mismo tiempo su palidez tomaba un tinte cadavérico. Al entrar en su cuarto se sentó entre Serafinita y el prelado, cada uno de los cuales le tomaba una mano.

—¿Qué tal te encuentras, chiquilla? —dijo Su Eminencia tratando de dar un giro festivo a la situación.

—Muy bien, tío.

—Mira tú por dónde ha venido a resultar que escogieras el camino más corto para llegar al Cielo —añadió D. Ángel—. Dime la verdad, ¿está tu alma tranquila?

—Sí señor, me parece que tengo tranquilidad, o una cosa que es como la tranquilidad —dijo Gloria oprimiéndose el pecho.

—¿Estás contenta?

—Sí señor. Cuando dije lo que puso fin a las cuestiones, lo dije… qué sé yo… Parece que brotó en mi alma un surtidor, una fuente… El agua de ella fueron mis palabras.

—¡Bendito sea el Señor! —exclamó Su Eminencia juntando las manos en actitud de oración.

Por las mejillas, siempre sonrosadas de Serafinita, corría una lágrima.

—¡El Señor es demasiado bueno con nosotros! —exclamó la dama juntando también las manos como D. Ángel—. Nos da satisfacciones y regocijos que no merecemos.

—Querida tía —dijo Gloria mostrando de nuevo aquella lúgubre sonrisa que sobre su rostro hacía el efecto de las flores de trapo que se ponen a los niños muertos—. Cuando usted quiera nos iremos a Valladolid.

—Mañana —repuso el Mefistófeles del Cielo con viveza suma enlazando con ambos brazos el cuerpo de su sobrina.

—¿Para qué tanta prisa?

—Mañana, mañana —repitió Gloria—. Deseo morir.

—¿Qué es eso de morir? —dijo Su Eminencia examinando con recelo el semblante de la joven.

—Llamo yo morir a esto.

—Tiene razón —indicó Serafinita—. Morir para todo y vivir sólo para Dios.

D. Buenaventura salió del cuarto para anunciar al hebreo que la resolución de la huérfana era irrevocable.

—Irás al convento cuando te repongas un poco —dijo el prelado—. Tu salud no es buena, ¡pobre y desgraciada niña! No puedes ocultar que padeces mucho. La resolución heroica que has tomado, esta resolución que bastaría, por la inmensidad del sacrificio que encierra, a aligerar tu alma del peso de las más grandes culpas si las tuvieras; esta grande y meritoria abnegación que con asombro hemos presenciado, no puede menos de producir un gran trastorno en tu ya decaída salud. ¡Oh! ¡qué hermosa y grande me has parecido! Bien conozco el estado de tu alma; bien sé que si no está limpia aún del tenebroso amor que la ha oscurecido, hase purificado de toda intención pecaminosa. Bien sé que en ella todo es rectitud, deseo de enmienda, afán de poseer a Dios, anhelo de humillación y de padecimientos. Y si no tuviera yo respecto a ti tal convencimiento por la confesión que me has hecho, bastaría el acto que acabamos de presenciar para creerte regenerada. Y si ya no te lo hubiera dicho, ahora te diría con todo mi corazón: «Levántate: todos tus pecados te son perdonados. Yo te bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

Gloria humilló su preciosa cabeza, sobre la cual el apóstol puso su santa mano.

—Por una circunstancia estimo meritoria y sublime tu determinación —añadió dejando el tono evangélico—. Tú afirmaste no creer nada de lo que la madre de ese hombre nos dijo.

—¿Cómo he de creerlo? Al punto comprendí que era una farsa —repuso la joven.

—Pues si le crees bueno y honrado (y en eso no sé qué decir, pues tengo mis dudas); si al mismo tiempo le veías próximo a abrazar tu religión; si todo se te presentaba propicio, todo lisonjero, ¡qué grande has sido al decir: «renuncio a todo, desprecio todos estos bienes temporales y transitorios, y quiero perderme por salvarme, quiero dejarlo todo por ti, Dios y Señor mío!».

—Antes moriré que poner discordia entre una madre y un hijo —dijo Gloria mirando al cielo—. Además no creo en la sinceridad de su conversión, y el camino escogido aquí para traer esa alma preciosa al reino de la verdadera luz, no es el más a propósito. Hay otro mejor.

—Sí, hay otro, el único —exclamó Serafinita con místico arrebato, tomando una mano de Gloria y estrechándosela contra su pecho.

—Él será cristiano —afirmó Gloria con emoción.

—Será cristiano —repitió Serafinita.

—Cúmplase la voluntad de Dios —dijo el prelado mirando al cielo—. Ahora, querida niña, procura tranquilizarte. Serénate, irás al convento cuando estés más sosegada.

Gloria volvió a sonreír.

—¿Estás alegre?

—Sí; por delante de mí —repuso la joven con cierto desvarío—, pasan unas cosas que me hacen reír. Son tan graciosas…

De pronto lanzó la carcajada que Daniel había oído al salir de la casa.

D. Ángel y su hermana, asombrados y temerosos, la miraron.

—Gloria, hija mía, ¿qué tienes?

—¿Por qué ríes así?

La joven reclinó su cabeza en el respaldo del sofá y poco a poco fue extinguiéndose en sus labios la risa y se quedó seria; tomó su cara la taciturna seriedad de los muertos.

—¡Pobre hija de mi corazón! —dijo el pelado, contemplándola con lágrimas en los ojos—. Buenaventura, Buenaventura.

El banquero subió con presteza.

—Si no tengo nada —dijo Gloria apartando a un lado y otro de la frente sus cabellos—. ¿Qué hablan ustedes ahí de médicos y de medicinas? Yo no tengo nada. Sólo estoy pensando en que antes moriré que separar a un hijo de la madre que le adora.

Y levantándose dio algunos pasos con agilidad graciosa por la habitación.

—No, no, esa carne mortal no está buena —dijo Su Eminencia con disgusto—. Buenaventura, manda llamar a D. Nicomedes.

—Acaba de llegar y está abajo charlando con el cura y con D. Juan Amarillo.

El médico subió, y sus chistes, sus oportunas observaciones, sus cariñosos comentarios acerca del mal de Gloria alegraron por breve rato a toda la familia. Era un hombre que infundía a los enfermos un espíritu de fortaleza tal que no podía menos de influir lisonjeramente en la salud. Curaba como cualquier otro buen médico; pero sus enfermos tenían, mediante él, la fe y la devoción de curarse. Para hacer sus diagnósticos empleaba las más gallardas figuras. Según él el corazón de Gloria era un caballo desbocado. Su pensamiento un pájaro que habiendo remontado mucho el vuelo, se había cansado y no hallaba monte en que posarse y tenía que seguir volando o dejarse caer. Sus nervios eran una casa de fieras, en la cual se hubieran abierto todas las jaulas. Con esto se reía la familia.

Antes de retirarse, D. Nicomedes dijo confidencialmente al prelado y a su hermano que el estado de Gloria le alarmaba mucho; que el desorden de su naturaleza era completo; que un absoluto reposo físico y moral sin ninguna emoción era indispensable para salvar tan preciosa existencia, y que esta, sujeta a terrible crisis nerviosas, podía llegar a depender de un cabello.

Con tales advertencias juzgaron conveniente someterla a un régimen de descanso. Después de obligarla a acostarse, todos la acompañaron en la primera parte de la noche, compitiendo en manifestaciones cariñosas y tratando a porfía de dar a la tertulia el tono más alegre. Por consejo de D. Buenaventura no se habló nada absolutamente de religión, ni de la escena de aquella tarde, ni del convento de Valladolid, ni de sacrificios, ni de padecimientos, ni de cruces, ni de calvarios.

El pobre banquero estaba afligidísimo por ver malogrados sus generosos planes, y sentía la compasión más viva hacia su sobrina. Al anochecer tuvo que habérselas con D. Juan Amarillo, que, sin reparar en conveniencia alguna, abordó el asunto de la compra de la casa. Pero hallándose D. Buenaventura de muy mal talante, el alcalde no pudo obtener tampoco aquella vez una respuesta categórica, por lo cual se retiró triste y mustio, sin tener más consuelo que mirar desde el jardín la fachada del edificio y pensar en las reparaciones que le harían por dentro y por fuera cuando Dios quisiera ponerle en sus manos.

D. Buenaventura dio una vuelta por el pueblo, con objeto de ver algunas personas. Después volvió a la casa. Era tarde. La familia había cenado ya y el prelado se retiraba a su cuarto. Gloria aprovechó un instante en que estaba solo con ella en la alcoba su tío D. Buenaventura, y le llamó con la mano. Acercose el banquero.

—Tío —dijo Gloria con voz muy débil—, ¿quiere usted decirme una cosa?

—Lo que quieras, queridita —repuso Lantigua con el mayor criterio—. ¿Qué deseas saber?

—Una cosa. ¿Se han ido?

—¿Quiénes?

—Esa gente.

—¿Los…?

—Los judíos —dijo Gloria bajando tanto la voz que apenas se oía.

—¿A qué te afanas por lo que no te importa? Duerme en paz…

—Deseo saberlo… lo deseo mucho.

—Pues bien, niña mía, se van mañana temprano. La madre y el hijo están preparando todo.

—¿Les ha visto usted?…

Los ojos de la huérfana brillaban tristes y curiosos.

—Sí y no… He visto al hijo. Hace un momento entraba en casa de Caifás… A dormir, señorita, a descansar.

Y cariñosamente besó sus abrasadas mejillas. El arzobispo y Serafinita entraron. Los tres contemplaron en silencio a la joven, que cerrando los ojos parecía ceder a las primeras caricias del sueño. D. Ángel le dijo frases placenteras, graciosas y llenas de caridad como él sabía hacerlo cuando visitaba enfermos. Tomole el pulso, encontrolo excitado, mas no alarmante; recomendole que rezara brevemente sin fatigar mucho la imaginación, y por último manifestó el deseo de que no se quedara sola aquella noche. Quiso velar junto a ella Serafinita; pero Su Eminencia se opuso resueltamente a ello. Instó la dama, púsose Gloria de parte de su tío, estuvo a punto de enfadarse el metropolitano, y entonces Serafinita, cuya ley era la obediencia, cedió el puesto a Francisca. Esta trajo su colchón, encendió la lampara de velar enfermos, y se dispuso a pasar allí la noche. Retiránronse los demás.

Pasaron las horas. La casa estaba en profundo silencio. Gloria se sumergió lentamente en las cóncavas honduras de un letargo febril. La pobrecita padecía, porque su espíritu pugnaba por vencer aquel sopor de muerte, y en sus esfuerzos había la trémula ansiedad del que suspendido sobre un abismo se agarra a la débil rama de un árbol para no caer. Aquel abismo era la muerte. La infeliz se abandonó al fin, y llena de angustia, dijo en su alma: «Me muero». Y en la vaguedad de sus sensaciones y de sus ideas, se figuraba que su persona era simplemente un nombre escrito y decía: «Me borro».

Al mismo tiempo estrechaba sus dos brazos fuertemente contra el pecho. Aquel ademán era el amoroso y último adiós a dos seres queridos. Gloria les besaba en idea, y dándoles vida y cuerpo en su fantasía poderosa les prodigaba tiernas caricias y los nombres más dulces del lenguaje del corazón… La pobre enferma seguía descendiendo. Pareciole que venía contra ella un soplo helado, y agitándose y gimiendo como una llama, se apagó. Entonces dijo: «Verdaderamente estoy muerta. Ya no veré más a las prendas de mi corazón».

La pobre se sintió llorada por su familia, se sintió amortajada por la piadosa mano de su tía, que se le representaba como un ángel blanco y sereno; se sintió puesta en una caja fría y dura, y fue rodeada de silencio y alumbrada de tristes luces. Y sin embargo, en medio de tan lúgubre silencio, ella atendía al fenómeno de su muerte, lo observaba, se miraba en él como en claro espejo y en él veía reflejarse su hermosura, su amor, sus padecimientos, todo lo que constituía la desgraciada personalidad que en el mundo llevaba el nombre de Gloria.

Se sintió bajada a un antro cavernoso y húmedo y encerrada en estrecho espacio, sin aire, sin luz. Enorme peso había caído sobre ella; junto a sus brazos extendíanse entrelazadas como culebras las raíces de los árboles, de los mismos árboles que más arriba mecían en clara y tibia atmósfera sus hojas, dando albergue a los pájaros. Desde aquella profundidad sintió los pasos de los que aún vivían, y entonces pensó con más fuerza en las prendas de su corazón. Pensó tanto, que las lágrimas brotaron de sus ojos, corriendo como manantial escondido por aquella oscura entraña de la tierra. Entonces Gloria vio la extensión de los cielos, el mar, pero no la tierra ni el sitio donde estaba. Todo era claridad, luz, día infinito. Allá lejos distinguió al fin una especie de ribera mezquina, montes, una torre, una torre, y desde aquel horizonte venía un hombre, marchando a pasos de gigante. Crecía al avanzar, y avanzaba tanto, que al llegar junto a la muerta tocaba el cielo con su cabeza. Pasó sin verla, y entrando en el mar, corrió por encima de él. Se deslizaba como una nube. En sus brazos llevaba un pequeño ser, un niño cuyos ojos brillaban como astros negros sobre la claridad del día. Gloria vio aquel precioso rostro infantil, tan lindo que el Niño Jesús comparado con él era feo, y al verle su corazón se partió en dos. Observó la hermosa visión y cómo alejándose disminuía. El padre miraba siempre adelante, el niño hacia atrás. Resbalaban sobre las aguas…

Gloria dio un grito, hizo un esfuerzo supremo, uno de esos esfuerzos del alma que son capaces de tornar a infundir la vida en la carne abandonada; rompió sus ligaduras, levantó aquella enorme mole de tierra que tenía encima, y si tuviera por cenotafio la pirámide de Cheops la levantara lo mismo; se incorporó, se puso en pie, corrió…

Francisca soñaba también, mas soñaba cosas placenteras, a saber: que había venido su hermano de América, trayendo mucho dinero. Ambos eran ricos y felices. Y al compás con esta delectación de su espíritu roncaba el cuerpo con estrépito. Pero después tuvo una pesadilla horrible, despertó sobresaltada, miró al lecho de su amita, y a la indecisa luz de la lámpara observó que estaba vacío… Miró a todos lados… Gloria no estaba en la alcoba. La pobre mujer sintió pavor inmenso, y en el primer instante no pudo gritar, porque le pareció que tenía un dogal al cuello… pero al fin gritó, y saliendo despavorida del cuarto, llamó a D. Buenaventura, a Serafinita, al cardenal. Mayor fue su consternación al ver que despuntaba la aurora. El grito de la buena mujer era:

—La señorita no está. ¡Se ha escapado!

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