Gloria

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PRIMERA PARTE » IX.- Recepción, discurso, presentación.

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I

X

Recepción, discurso, presentación.

El joven entró en la casa. Estaban allí además de los dos hermanos Lantigua, el doctor López Sedeño, secretario de Su Ilustrísima, el paje del mismo, D. Juan Amarillo, el cura y el alcalde de Ficóbriga, los tres indianos y don Bartolomé Barrabas, que a pesar de la firmeza de sus ideas republicanas, no vacilaba en tributar respetuoso homenaje a la principal gloria de Ficóbriga, aunque tal gloria estuviese representada en un príncipe de la Iglesia.

El cura de Ficóbriga, D. Silvestre Romero, que era un hombre proceroso, fornido, de fisonomía dura y sensual, como la de un emperador romano, pero muy simpático y francote, dio comienzo, no sin turbación, a un discurso que preparado llevaba, y del cual la historia, muy negligente en esto, apenas conserva algunos párrafos.

—Todos los habitantes de esta humilde villa —dijo—, sienten el más vivo gozo al ver a Usía Ilustrísima en el seno de esta humilde villa, y esperan que la presencia de Usía Ilustrísima en esta humilde y honrada villa sea anuncio felicísimo de paz, origen de concordia y señal de bienes sin cuento…

Y más adelante, cuando se serenó un poco, y pudo con desembarazo echar fuera los pensamientos que traía almacenados en su mente, agregó esto:

—¡Benditos nosotros que vivimos ausentes de los escándalos que pasan allá donde la corrupción y la irreligiosidad tienen su asiento! Lo que llega a nuestros oídos nos hace estremecer. El Sr. D. Juan profetizó en aquel su célebre discurso los fuegos de Nínive, y los fuegos de Nínive que ya cayeron sobre Francia, caerán también sobre la católica España, y la abrasarán, y podrá decirse de ella: «Pereció su memoria con el sonido»:

periit memoria ejus cum sonitu.

Y después:

—Antes se había entibiado la religiosidad; pero ahora se ha perdido por completo en la mayor parte de las personas, y las que aún saben dirigir sus almas al cielo, se ven perseguidas, amenazadas por la caterva brutal de filósofos y revolucionarios. Los hombres que gobiernan al[2] país predican públicamente el ateísmo, se burlan de los Santos Misterios, insultan a la Virgen María, denigran a Jesucristo, llaman bobos a los Santos, y mandan demoler las iglesias y profanar los altares. Los ministros del Señor hállanse hoy en la condición más precaria: se les trata peor que a los ladrones y asesinos: el culto sin decoro ni magnificencia a causa de la general pobreza de la Iglesia, entristece el ánimo. Los hombres no piensan más que en reunir dinero, en reñir los unos con los otros y en disputarse el gobierno de las naciones, que al dejar de ser guiadas por la política cristiana y único gobierno posible que es el de Cristo, marchan con paso ligero a su disolución y total ruina.

D. Silvestre no quitaba los ojos, mientras hablaba, de D. Juan de Lantigua, como preguntándole: «¿qué tal lo hago?». Pero el insigne jurisconsulto fue la única persona que no se mostró entusiasmada con el discurso del cura, sin duda por no creerlo ni nuevo ni oportuno; que todas las ocasiones no son propias para decir verdades. El doctor Sedeño, que era un poco enfático, dijo también algo coruscante sobre la ruindad de los tiempos; pero a pesar de su mérito no ha llegado el texto a nuestras manos.

—Malos son los tiempos —dijo Su Ilustrísima, dirigiéndose principalmente al cura y a Barrabás que muy azorado no decía palabra—, pero Dios no abandonará a los suyos en medio de la tempestad que se acerca, y no faltará un arca para los que viven en él. Oremos sinceramente, señores; la oración es antídoto celeste contra la epidemia del pecado que por todas partes nos rodea; oremos por nosotros y por los que cierran sus oídos a la voz de Dios y sus ojos a la luz de la verdad. Fervor y piedad constantes en los que creen pueden atraer sobre la tierra especiales favores del cielo.

Te, domine, custodies nos a generatione hac in aeternum. «Tú, Señor, nos salvarás y nos guardarás de esta generación para siempre».

Al llegar aquí, el prelado fijó sus ojos con expresión de gran benevolencia en el joven seglar que había traído consigo, y presentándole a sus amigos, hablo así:

—Aquí está nuestro heroico joven, nuestro valiente soldado. Señores y amigos míos, saluden al benemérito campeón de los buenos principios, de las creencias religiosas, de la Iglesia católica, y al perseguidor del filosofismo, del ateísmo, de las irreverencias revolucionarias. ¡Gloria a la juventud creyente, fervorosa, llena de fe y de amor al catolicismo!

D. Rafael del Horro inclinándose con modestia, balbució algunas protestas sobre los méritos que le atribuían.

—Cuando la juventud —añadió el prelado—, se entrega a los vicios de la inteligencia y se corrompe con perniciosas lecturas, este joven aspira al honroso nombre de soldado de Cristo. La Iglesia pelea allí donde la provocan al combate. ¡Ah, señores! No es vana cortesanía lo que sale de mis labios, sino admiración por su valiente espíritu, por su animosa decisión en pro de la combatida Iglesia, por la constancia con que persigue, acosa y anonada la pícara francmasonería y el materialismo, por su elocuencia oratoria y su enérgico estilo literario, prendas todas que han sido armas poderosas de la causa de Dios en el período que acaba de pasar…

—¡Ah! —dijo D. Juan Amarillo haciendo al joven Horro un saludo pomposo—, ya sabemos que el señor es un gran orador y un gran periodista.

D. Silvestre Romero abrazó con efusión a Rafael del Horro. Eran antiguos amigotes, y en cierta ocasión, como el joven orador y publicista necesitase un buen corresponsal en Ficóbriga, brindose a desempeñar este cargo el cura, enviando unas cartas muy saladas que no dejaban nada que desear.

Mientras duraron las felicitaciones, D. Bartolomé Barrabás, que era el demagogo de la localidad, no se atrevió a decir una palabra en pro de sus perversas doctrinas, y aunque el cura y Amarillo dejaron caer alguna punzante cuchufleta sobre la persona del filósofo de aldea, este no creyó prudente empuñar las bien afiladas armas de su dialéctica en aquella ocasión. El respeto a D. Ángel ponía una mordaza en sus labios. Y tan bien pagó el noble prelado esta prudencia, que como D. Silvestre aludiera claramente al demagogo, diciendo que también Ficóbriga estaba tocado de pestilencia, habló de este modo:

—No me toquen a D. Bartolomé, que espero convertirle, puesto que es bueno en su corazón, y estos desvaríos no perderán su alma, si llegamos a tiempo.

Barrabás se inclinó dando las gracias. Para decir algo, dijo:

—Y según la prensa, el Sr. D. Rafael del Horro viene a trabajar en las elecciones.

—Viene a trabajar y a triunfar —repuso con desenfado el cura—. No pasará ahora como la otra vez, cuando por nuestra negligencia y descuido se nos pusieron ustedes encima.

Y luego, amenazando a Barrabás con la derecha mano, añadió:

—Ahora se dirá:

Exurgat Deus et dissipentur inimici ejus, et fugiant… Sicut fluit cera a facie ignis, sic periant peccatores a facie Dei. «Levántese Dios y sean dispersos sus enemigos, y huyan… Como se derrite la cera delante del fuego, así perecerán los pecadores delante de Dios».

Repitiendo el gesto de amenaza, D. Bartolomé dijo riendo:

—Iremos a votar.

El demagogo no estaba en la lista de los convidados aquel día; pero D. Ángel le rogó que se quedase, lo que en extremo agradeció Barrabás. Al mismo tiempo D. Juan de Lantigua gritaba desde la puerta:

—Gloria, Gloria, hija mía; ¿pero no se come hoy en esta casa?

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