Gloria

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PRIMERA PARTE » XIII.- Llueve.

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Llueve.

Aquellos pensamientos duraron poco en la mente de Gloria. Como mudan las corrientes en la esfera del mundo, volviéndose del Norte al Sur, así las ideas de ella marcharon con rumbo distinto, y dijo:

—No, yo no puedo querer a ese hombre. Hay en él algo que me repugna, sin poderme explicar lo que es.

Aquella tarde, que era la del 23 de Junio, víspera de San Juan, fueron todos a la Abadía. D. Ángel la recorrió toda para ver las composturas hechas en algunos altares, los nuevos vestidos con que había sido obsequiada una imagen de la Virgen, y los ornamentos de plata Meneses recién comprados por suscripción entre los fieles de Ficóbriga. Examinolo bien el obispo y sobre cada pieza dio su dictamen con mucho acierto. Después de orar un rato, salieron para dar un paseo. En el atrio, Su Ilustrísima dijo:

—Daremos un paseo por la playa si les parece a ustedes.

D. Juan, el doctor Sedeño, Rafael y el cura accedieron muy gustosos.

—Veremos llegar la barquía —dijo el cura, poniendo la mano a guisa de pantalla ante los ojos para mirar al mar—. Hoy vendrá buena sardina… Hola, hola… está picada la mar.

—¿Tendremos temporal? —preguntó don Ángel.

El cura miró al cielo y al horizonte. Parecía que olfateaba las vías aéreas, inquiriendo el rastro de las tempestades.

—Tendremos temporal esta tarde —afirmó, echándose atrás el manteo, prenda para él de grandísimo estorbo, pero que no podía menos de usar mientras acompañase al prelado.

—Hombre de Dios —dijo este con festivo disgusto—; ¿se empeñará usted en aguarnos el paseo?

—D. Silvestre —manifestó el padre de Gloria—, se deja atrás a los mejores barómetros conocidos.

Romero extendió la mano hacia el Noroeste señalando un cerro aplanado cuya falda tocaba el mar y que tenía por nombre la Cotera de Fronilde.

—Infalible —dijo—. Hay celaje allí, y no puede fallar la sentencia que dice:

Fronilde nublada, Ficóbriga mojada.

—Pues pica el sol —indicó el obispo.

—Otra señal de próxima lluvia, Ilustrísimo Señor…

—En fin, ¿bajamos o no a la playa?

—¿Quién dijo miedo?… ¿Vienes tú, Gloria?

Esta, durante las observaciones meteorológicas, se había visto precisada a contestar a varias preguntas del joven del Horro y a oír estudiadas frases que bajo frivolidad aparente escondían la intención amorosa.

—¿Vienes, Gloria? —repitió D. Juan.

—No —dijo ella vivamente—, tengo que rezar y me vuelvo adentro.

El semblante de Rafael se nubló como la Cotera de Fronilde.

—Se le exime a usted de la obligación por esta tarde —dijo afablemente y con cierto tonillo de galantería Sedeño.

—No, no; que rece, que rece —dijo D. Ángel—. Sr. D. Rafael, deme usted el brazo.

Gloria volvió a entrar en la Abadía, y los demás emprendieron su paseo por una vereda pedregosa que empezaba detrás de la iglesia y terminaba en la playa. Delante iba D. Ángel, apoyado en el joven orador y periodista, imagen de la Iglesia sostenida por la entusiasta juventud batalladora. Desde aquella rústica bajada se veía el mar en extensión considerable. Dos o tres lanchas corrían tendiendo las blancas alas hacia la barra, y allá lejos, muy lejos, en el punto en que se confundían cielo y tierra, una mancha negra ensuciaba el azul del firmamento.

—Un vapor —dijo Su Ilustrísima.

—Pasa de largo —indicó Romero.

En el mismo instante, el sol dejó de iluminar al grupo de paseantes.

—Parece que el señor párroco se va a salir con la suya —dijo D. Ángel—. Nos quedamos sin sol, aunque más allá sigue descubierto. Esto pasará.

—Tenemos agua —manifestó el barómetro.

D. Ángel miró al cielo, y al mirar le cayó una gota de agua en la punta de la nariz.

D. Juan extendió la mano, y dijo:

—Caen gotas.

—Ya que estamos aquí —indicó D. Ángel alargando también la mano—, más vale que sigamos y demos la vuelta por el Resguardo para salir a casa. Casi se tarda lo mismo.

—Pues adelante —dijo D. Silvestre abriendo su paraguas rojo y dándolo a Rafael para que cubriese al señor obispo.

D. Juan abrió también el suyo. Las gotas menudeaban. De pronto una racha de Noroeste sopló con fuerza, levantando remolinos de polvo, pues la tierra apenas se había mojado, y azotando con violencia suma a los paseantes, obligoles a detenerse un momento. Las ropas talares del obispo, del cura y del secretario se arremolinaron silbando en torno de los cuerpos, como si el viento quisiera arrancárselas para ponérselas él.

—¡Dios mío! ¿qué es esto? —exclamó don Ángel.

En poco tiempo la nube parda se extendió por todo el cielo cubriéndolo. Los viejos álamos de tronco leproso y de sonoras hojas, se encorvaban gimiendo, y sacudían sus ramas con movimientos de desesperación. El viento, después de pasar rozando los tejados y arrancando tras sí todas las tejas que no estaban seguras, caía con furia loca sobre el mar, y embistiendo las olas las ahuecaba, silbando en los cóncavos cilindros de ellas y esparciendo su espuma. Había desaparecido el horizonte, y cielo y tierra eran una inmensidad blanquecina, toda agua, toda bruma. De repente, veloz culebra de fuego violáceo cruzó el espacio vibrando fugazmente en él como vibra el pensamiento dentro del cerebro, y después sonó allá arriba hondo estrépito de mil montañas que parecían rodar, chocando unas con otras.

La lluvia empezó a caer fuerte, punzante, espesa, torrencial. Calado en un instante hasta los huesos, D. Ángel se volvió a sus amigos, y con voz dolorida y semblante de compasión profunda, exclamó:

—¡Pobres marinos, pobres navegantes!

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