Gloria

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SEGUNDA PARTE » XXXI.- Mater amabilis.

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I

Mater amabilis.

Había huido a las doce, valiéndose de los mismos medios que empleara algunas noches antes. El profundo sueño de Francisca favoreció su evasión del cuarto, y las llaves que guardaba le abrieron las puertas de la casa. Iba ligeramente vestida y con la cabeza mal cubierta por un pañuelo.

Andaba cautelosamente al recorrer la casa; pero con firmeza, derecha a su objeto, sin vacilar, con marcha y ademán que indicaban enérgica resolución. Cuando se vio en campo libre, dijo:

—Corre, alma mía, corre.

Y con pie ligero avanzó a la carrera por el camino real. Su vestido claro, flotando al viento, dábale aspecto de una medrosa aparición de la noche. Agitado su aliento por la velocidad de su marcha, tuvo que detenerse y dijo:

—¡Oh qué lejos está Villamores!… No es todavía… Yo creí que llegaría de una carrera, pero es más allá… más allá… detrás de aquella piedra.

De nuevo emprendió la marcha, primero despacio, luego precipitadamente, y se detuvo junto a una pared ruinosa, medio cubierta de yerba.

—No es todavía —murmuró dando un suspiro—. Es más lejos aún… Detrás de aquel árbol que está solo en medio del prado… Por aquí se llega más pronto que por el camino real.

Abandonando el camino real, tomó la vereda que cruzaba un prado y corrió por ella. En la mitad de la senda detúvose mirando al suelo tapizado de flores, que apenas se distinguían en la oscuridad de la noche, como juguetonas cabecitas agitadas por el viento, todas de un color, diseminadas en infinita muchedumbre, formando misteriosa armonía con las estrellas, que abrían sus corolas de luz en la inmensa concavidad del cielo. Gloria se arrodilló y dijo en alta voz:

—Le llevaremos un ramo.

Con su mano derecha arrancaba rápidamente las flores juntándolas con los dedos de la mano izquierda. El ladrido de un perro, dándole mucho miedo, la hizo levantarse y seguir a corriendo. Al llegar tras un gran castaño, reconoció con asombro el terreno diciendo:

—Si no he llegado todavía… Es más lejos. Detrás de aquella casa… Un esfuerzo más y llegaré pronto.

La luna había salido de entre un grupo de nubes, como una belleza que arroja sus tocas, y se lanzaba locamente a la carrera por el azul profundo. Como ella, Gloria no volvía la vista atrás y avanzaba siempre, avivando el paso a cada instante con la esperanza de llegar pronto. Apretaba contra el pecho su ramo, y diciendo:

—Es mi último regalo… Ya me parece que voy llegando. Sí, llegaré a tiempo de impedir… Si tardo no los encontraré. Corre, alma mía, corre.

Pasando más allá de la casa, se sentó sin aliento sobre una piedra.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó oprimiéndose el pecho—. ¡Qué lejos está Villamores!… ¡Parece que huye de mí!

Echose atrás el pañuelo descubriendo su cabeza.

—No, no falta mucho… —añadió—. En subiendo esta cuesta… ¡Qué fatigada estoy!… Se me rompe el corazón… No sé cómo me canso, si no tengo cuerpo… Lo he dejado en la fosa.

Subió la cuesta y sus ojos pudieron abrazar ancho horizonte. Se veía el mar a lo lejos, confundiéndose con el cielo; por otro lado elevadísimas sombras brumosas, los montes, las blancas casas, destacándose confusamente sobre la oscuridad de árboles y praderas.

—¡Oh!… aquella torrecita chica que parece un dedo señalando al cielo —dijo Gloria inundada de alegría—, aquella es. Poco me falta. ¿Qué hay de aquí allá? Cuatro pasos… Llegaré a tiempo.

Faltábale por andar la mitad del camino, tres cuartos de legua. La torre semejante a un dedo se veía durante el día; pero de noche Gloria no podía verla sino en su imaginación.

—Un esfuerzo más. Cuatro pasos me faltan… Los andaré en una carrera, porque tengo miedo de que vengan detrás de mí y me cojan… ¿En dónde está mi ramo?

Miró asombrada alrededor suyo. Había perdido las flores.

—Más adelante cogeré otras —añadió—. Ahora no me puedo detener. Si llego tarde no veré a las prendas de mi corazón, que huyen corriendo como las nubes sobre el mar… ¡Oh! ¡Desgraciada de mí! ¡Estar muerta y no poder seguirles!… ¡Estar en la fosa de Ficóbriga!…

Y se lanzó a la carrera hasta que le faltó la respiración. Oyó canto a los gallos; vio pasar a dos hombres; ladráronle algunos perros y una cabra saltando sobre las ramas hízola temblar de miedo.

—Adelante, adelante. Ya no me falta nada —decía—. Alas, Dios mío, yo quiero tener alas como esas con que vuelan de mundo en mundo tus ángeles.

Después de haber gastado sus escasas fuerzas en febril carrera, encontrose casi imposibilitada de andar. Sus rodillas se doblaban, su cuerpo desmayado y flojo apenas podía mantenerse derecho. Sólo por un vigoroso esfuerzo de voluntad que arrancaba del potente sentimiento de su alma, pudo andar con trabajo y lentamente un buen espacio. A cada poco tiempo tenía que sentarse sobre una piedra o en el suelo.

—¡Oh! Dios mío —exclamó apoyando su cabeza en las rodillas—. Si no podré llegar… Si me quedaré en este camino solo y frío…

Abrasadas lágrimas caldearon entonces sus mejillas, y con esta rápida expansión verificose en su mente como un deshielo y tuvo ideas claras y exacta conciencia de la realidad.

—¡Me he creído muerta! —dijo cruzando las manos—. Viva estoy, pues que padezco… ¿Por qué he venido aquí?… Es mi corazón el que ha salido y ha echado a andar en medio de las confusiones de un delirio… He tenido una congoja horrible, un presentimiento. Mi corazón ha gritado: ¡ladrones!… No sé lo que es esto. Sin duda un disparate… Pero yo quiero verle, quiero verle a todo trance esta noche, porque mañana entraré en un convento o moriré… Yo me creía ya muerta… ¿Puedo asegurar que no lo estoy? Si parece que mi cuerpo se clava en la tierra, que toda mi vida se paraliza… Señor, dame aliento y un poco de vida… Es preciso seguir adelante.

Y siguió hasta que pudo ver de cerca la torre semejante a un dedo.

—¡Ya estoy, ya estoy!… —gritó con placentera sonrisa de alegría—. Me arrastraré si no puedo andar.

Un cuarto de hora más tardó; pero al fin, apoyándose en una cerca de piedra y en los troncos de los árboles, pudo llegar a la anhelada ermita de Villamores.

Villamores es una aldea cuyas casas diseminadas en gran extensión, se ven formando grupos entre las verdes mieses. Constituyen el grupo principal la iglesia, la taberna y dos casas infanzonas de lúgubre aspecto. La iglesia es una humildísima y caduca construcción con puerta románica, tejavana de podridas maderas y una torre. Junto a la iglesia, formando como una sola pieza, se ve una casa que parece domicilio del sacristán, y en le vestíbulo existían (ya han sido derribados) enormes y espesos árboles que daban sombra a todo el edificio haciéndole más negro de lo que era. Parecía un anacoreta tapujado con el capuchón.

Aquella noche veíase claridad en la puerta de la casa, luminosos rayos que salían por las hendiduras de la madera. Acercose Gloria, y al mismo tiempo oyó voces.

—Están despiertos —dijo—. Es cosa muy rara. ¿Qué hora será?

Acercose más. Creyó sentir ruido en la iglesia, y vio también luz al través de la ventana de ella…

—Estarán preparando la misa de alba —pensó—. Llamaré en casa de María Juana.

En la puerta de la casa había una gran hendidura. Gloria miró por ella y estuvo a punto de perder el conocimiento; tan grande fue su estupor.

¿Qué veía? Lo primero que vio fue un hombre alto, rubio y grueso, un gigante, un San Cristóbal, que estaba frente a la puerta. Después vio la espalda y la cabeza de otro hombre sentado junto a una mesa. Gloria no podía creer a sus ojos, porque aquel hombre era Daniel Morton. La desgraciada joven sintió un temblor tan vivo que no pudo ni huir, ni llamar, ni hacer movimiento alguno.

También vio una mujer. Era María Juana, pobre viuda a quien D.ª Serafina había confiado la lactancia y la crianza del pobre niño. María Juana era de buena edad, guapa, robusta, honrada y discreta. La elevación de su hijo mayor al sacristanato de Villamores, después de que quedó viuda, habíale proporcionado aquella residencia que no tenía en verdad nada de fastuosa.

María Juana estaba junto a la mesa, frente al caballero. Sobre la mesa había una luz. El caballero había sacado una cartera del bolsillo y empezaba a contar monedas de oro. Poníalas en pequeñas filas delante de María Juana, cuyos ojos devoraban con expresión de ansioso arrobamiento aquel tesoro que surgía delante de ella como los inverosímiles caudales de los cuentos.

En la mente de Gloria vibró como un rayo la idea engendrada por aquel espectáculo. Con hondísima turbación exclamó, rasguñando la puerta y dando golpes en ella:

—No me engañé… ¡Está comprando a mi hijo!… Juana, Juana, abre.

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