Gloria

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PRIMERA PARTE » XXII.- La respuesta de Gloria.

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La respuesta de Gloria.

Entró en el despacho de D. Juan, al mismo tiempo que el señor obispo, el cual traía gozoso semblante y se acariciaba una mano con la otra, señal de regocijo que se advierte en todos los que acaban de hacer una cosa buena.

—Querido hermano —dijo Su Ilustrísima—; me parece que no he tocado a la puerta de una casa vacía: alguien responde.

—¿De veras? —exclamó D. Juan metiendo en el sobre la última carta.

—Ha empezado por mostrarse muy agradecido a tus nuevas bondades. Acepta la hospitalidad que le concedes por quince días o un mes.

—¿Has hablado con él de religión? —preguntó Lantigua pasando por su lengua la parte engomada del sobre.

—Sí, mas él con habilidad suma ha eludido entrar en las cosas hondas de doctrina. No habla más que de generalidades, de la Creación, de la bondad de Dios, del perdón de las injurias… nada concreto.

—Teme descubrirse. Esa reserva me agrada, porque no me gusta ver a los herejes hacer alarde de su herejía y provocarnos con argumentos comunes de los que usan los periódicos.

—No le he oído ni una sola vulgaridad. Mas nada puedo sacar en claro respecto a lo concreto de sus creencias —dijo Su Ilustrísima con lástima—. Lo que sí puedo asegurarte con toda verdad es que…

—¿Qué?

D. Ángel acercó su silla a la silla de su hermano.

—Que es un alma profundamente religiosa, un alma llena de fe…

—Falta saber qué especie de fe…

—Tienes razón —dijo el obispo rectificándose con presteza—. Llámalo predisposición a la fe, íntimo anuncio de la verdadera fe que ha de venir. Al estado de ese noble espíritu lo comparo yo a una lámpara perfectamente preparada, llena de aceite hasta los bordes y con su mecha en toda regla. No falta más que encenderla.

—¿Y es nada?

—Basta un fósforo, que es un soplo, una ráfaga, el momento convertido en luz. Lo que no conseguirás por todos los medios del mundo es dar lumbre a una lámpara vacía.

—Seguramente.

—Nuestro Sr. Morton —añadió D. Ángel—, podrá estar a oscuras de la verdadera luz; pero bien se conoce que no es por falta de ojos. Cuán distinto es de muchos jóvenes de por acá, que diciéndose cristianos católicos y habiendo aprendido la verdadera doctrina, nos muestran en su frivolidad y corrupción moral, almas vacías, almas oscuras, almas sin fe, los

sepulcros blanqueados de que nos habló el Señor.

Gloria se acercó a su padre.

—¡Buena se ha armado en la Asamblea de Francia! —exclamó de súbito el doctor Sedeño que leía un diario—. Esto es la dispersión de gentes. ¡Oh! ¡Francia, Francia, bien merecido lo tienes! Oiga Usía Ilustrísima y formará idea de cómo se acaba un país por abandonar las vías del catolicismo.

D. Ángel miró a su secretario y al periódico que leía.

Gloria puso la mano sobre el hombro de su padre.

—¿Qué quieres, hija mía? —le dijo este cariñosamente tomando aquella mano—. ¡Ah! picarona, ya que estás aquí no te marcharás sin llevar un buen sermón.

—¿Por qué?

—Porque no tienes formalidad. Hace días te hablé de un asunto; me prometiste contestar pronto y esta es la hora…

—Pues bien, papá —indicó Gloria inclinándose—. Voy a contestar.

D. Juan dejó la pluma.

—Y contesto que no —dijo la señorita sonriendo y reforzando su frase negativa con un vivo movimiento de cabeza.

—¿Rehúsas?

—Rehúso… pero de todo corazón.

—¿Lo has pensado bien?

—Lo he pensado bien, y no puedo, no puedo de ningún modo querer…

—¿Podrías darme alguna razón? —dijo don Juan mostrando un sentimiento extraño que sólo podría llamarse severidad benévola.

—Una no, mil —dijo Gloria con su natural propensión a la hipérbole.

—Con una me contento. ¿Has considerado bien las prendas de ese joven?

—Sí, y he visto que es un

sepulcro blanqueado.

—Mira bien lo que dices.

—¡Ah! usted mismo no tardará en reconocerlo. No es oro todo lo que reluce. Verdad es que para mí nunca ha brillado el D. Rafaelito sino como hojalata.

—¡Qué manera de juzgar! —dijo D. Juan no disimulando que estaba contrariado—. Acaso tú, una chiquilla, puedes juzgar… Pero silencio que viene aquí.

D. Silvestre y Rafael entraron, dirigiéndose ambos a besar el anillo al obispo y preguntarle por su salud. Por un instante no se habló más que del proyectado viaje.

—¡Oh! aquí tenemos un documento importantísimo —dijo el doctor Sedeño señalando otro periódico—. Es una carta de Ficóbriga en que se da cuenta de la portentosa y nunca vista hazaña de D. Silvestre Romero, al sacar a salvo de en medio de las olas a los tripulantes del

Plantagenet.

—¿A ver, a ver? —dijo el cura lleno de emoción y con los ojos chispeantes de vanidad.

—Le ponen a usted en las nubes… aquí; lea usted —dijo Sedeño dando el periódico al tonsurado atleta.

Romero leyó en voz alta el articulejo en que se narraba con prolijos detalles el suceso del 23 de Junio, y al concluir, dijo:

—No está mal, no está mal.

—El señor cura —indicó Su Ilustrísima con bondad—, se vanagloria demasiado de su acción benéfica y le da publicidad excesiva, presentándola de un modo dramático y teatral, con lo que aquella pierde un tantico de su gran mérito y espontaneidad evangélica.

D. Silvestre, algo turbado, se inclinó con respeto.

Si esto dijo el obispo al ver la complacencia con que Romero leía las alabanzas de su proeza, cómo le reprendería si hubiera sabido que estaban hechas por él mismo.

—Los amigos —dijo este reponiéndose—, se empeñan en que todo el mundo ha de saber mi hombrada. Yo no me he vuelto a acordar de lo que hice.

—Y así debe ser, amigo mío —manifestó Su Ilustrísima estrechándole la mano—. El recuerdo de la limosna incumbe al que la recibe. Oiga usted al señor Morton. ¡Qué bien caen en su boca los elogios de la valentía de usted!

—¿Y al fin el Sr. D. Daniel se nos marcha? —preguntó Romero.

—No —repuso el obispo—. Con permiso de mi hermano, acabo de invitarle para que esté aquí quince días más o un mes.

D. Juan, que meditaba al lado de su hija, alzó la cabeza y dijo:

—¿No te parece que bastará con ocho días?

—Como quieras; pero ya le he dicho que quince días…

—Como quieras tú —indicó D. Juan—. Lo que ahora nos importa más es comer. Gloria, esa comida, por amor de Dios. Mira que estos dos señores tienen que marcharse pronto.

—Ya pueden ustedes bajar —repuso ella con semblante animadísimo, derramando claridad y alegría por sus negros ojos—. Tío, señor doctor, señor cura, D. Rafael…

Al suave anuncio del comedor, Sedeño dejó en paz la prensa periódica.

—¿Baja hoy el Sr. Morton?

—Sí, hoy baja por primera vez —dijo Su Ilustrísima—. Aquí está.

Una sombra se interpuso en la puerta. Era Morton, todo vestido de negro, pálido, hermoso y demacrado, semejante a un mártir de los primeros siglos que, resucitando, se pusiera levita.

—Bien, amigo, bien por ese valor —dijo el cura saliendo al encuentro del extranjero.

El señor obispo salió apoyándose en su bastón. Ofreciole Daniel el brazo y bajaron ambos delante. Siguiéronles los demás.

Gloria se quedó la última.

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