Gloria

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PRIMERA PARTE » XXV.- Otra.

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Otra.

A los dos días de esta escena y después de almorzar, Gloria estaba en su cuarto muy atareada. Había salido por la mañana a comprar algunas telas y luego revolvía sus roperos buscando todo aquello con que pudiera vestir la desnudez de los hijos de Caifás. El señor obispo entró a la sazón y le dijo, mostrándole un envoltorio de papel:

—Mira, sobrinita, esto es todo lo que poseo. Los tiempos revolucionarios nos tienen a los pobres obispos a la cuarta pregunta.

—¡Oh! ¡tío, qué bueno es usted!… ¿a ver? —dijo Gloria sacando las monedas del papelejo que las aprisionaba—. Esto es un caudal: con esto y con lo que yo tengo le desempeñaremos a Caifás los colchones, parte de la ropa y las herramientas para que trabaje y sea hombre de bien.

—Has pensado admirablemente. Yo siento no tener más. He rebañado, hija mía, he rebañado mi erario sin poder reunir ni un ochavo más. ¿Pero no ves que estamos sin renta? Este invierno las pobres monjas de *** me han limpiado las arcas. ¡Infelices! yo quisiera tener millones para dárselos.

—¡Bendito sea usted mil veces! —exclamó la joven con piadoso entusiasmo.

—Yo no opino, como tu padre —dijo Su Ilustrísima—, que debamos privar en absoluto de dinero a ese desgraciado Mundideo. El dinero es necesario para todo, y si como tú dices, y yo lo creo, no es un malvado sino más bien un pobre de espíritu, justo es que le ayudemos a salir de su miserable estado. Convéncele de la necesidad de que sea económico, bien arreglado, precavido.

—Su mujer, su infame mujer tiene la culpa de todo.

—«¡Infame!…» no des tales epítetos a ningún nacido de madre, sin estar bien segura de que lo merece —dijo el reverendísimo en tono de afable amonestación.

—Es verdad, tío; pero ello es que la Caifasa no es buena. Todo el mundo dice que no es buena.

—¿Vas a mandar esos trapos y ese dinero al pobre desterrado de la Cortiguera?

—Se los llevaré yo misma.

—De buena gana te acompañaría. Una sola felicidad hay en el mundo, hija, y es la que proporcionamos a los demás.

—Venga usted.

—¡Oh! no: tengo que hacer. Primero rezar, luego despachar el correo para la diócesis. Vete a la dulcísima faena de tus caridades, que yo me quedo aquí.

Un rato después Gloria tomo su sombrilla y salió. Atravesando la plazoleta y una calleja rodeada de higueras y zarzas, pasó a un grande y hermoso prado que frente a la casa se extendía y al cual cruzaban dos o tres veredas. Iba con la vista fija en el suelo, despacio, deteniéndose a ratos, como si los pensamientos que seguramente ocupaban su mente se le pusiesen delante para no dejarla pasar. Otras veces alzaba la vista al cielo y miraba cruzar las bandadas de pájaros, volviendo los ojos conforme ellos torcían el raudo vuelo, y siguiéndoles hasta que sólo eran puntos temblorosos que se borraban sobre la inmensidad azul.

Pasó por el sitio en que estaban los cinco castaños llamados

Mandamientos, antiguos ejemplares llenos de cicatrices, ya mil veces podados; pero que devolvían las injurias del hacha con bendiciones, es a saber, con castañas. Luego atravesó una mies, donde los frescos plantones de maíz sostenían en sus primeros pasos a las tiernas alubias, viendo correr por entre sus pies a las holgazanas y rastreras calabazas. En seguida tuvo que descender por una pendiente desde la cual no se veía ya la casa de Lantigua, ni ningún edificio de Ficóbriga, a excepción de la torre. Allí había tres vacas que, mientras pasó, se quedaron mirándola sin pestañear. Entrando después por un pequeño hueco abierto entre las zarzas, árgomas y helechos de una cerca, Gloria penetró en los dominios de Caifás. Al acercarse sintió la voz de este que cantaba. La señorita dijo:

—Muy contento está Mundideo.

Los tres chicos corrieron a su encuentro gritando:

—¡La señorita Gloria, la señorita Gloria!

Caifás salió a la puerta de su casa, que más bien era choza, y al ver que era verdad lo que sus pequeños decían, soltó el martillo de la mano, y de la fiera boca, como espuerta, una carcajada de alegría.

—Señorita Gloria, Divina Pastora, ángel del cielo, bien venida sea usted a mi casa… ¡bien venida! —exclamó.

—Alegre estás.

Mundideo, no creyendo que las risas expresaban bien su gozo, dio un brinco en el aire.

—Esas risotadas y esas cabriolas —dijo Gloria sentándose en una piedra que junto a la casa había—, no sientan bien en la persona de un desgraciado que acaba de sufrir tan terribles golpes.

—Si yo no soy desgraciado, si no he recibido golpes, si llueven sobre mí felicidades.

—Vamos, tú has perdido el juicio —dijo Gloria mostrándole el lío de ropa que traía—. Si me prometes ser hombre de bien, ser arreglado y económico, te auxiliaré con un poco de…

Gloria mostró el papel que contenía el dinero.

—¡Dinero! —exclamó Caifás—. Si no necesito nada, si soy rico…

—¡Rico tú! —exclamó la de Lantigua con enojo—. No te burles de mí.

—¿Burlarme yo de mi ángel divino? Es verdad lo que digo, señorita —manifestó Caifás tomando aire de persona formal—. ¿Usted creerá que mi ropa y mis colchones están en casa de la Cárcaba? Patraña: ya están aquí. ¿Usted creerá que mis herramientas están embargadas? Patraña: aquí las tengo todas. ¿Usted creerá que yo debo algún dinero a D. Juan Amarillo? Patraña: aquí tengo los recibos que me devolvió.

—¡Le has pagado!

—Cuatro cientos treinta y dos pesos. A esto ascendía mi deuda, que empezó por mil reales, y con los pícaros intereses ha ido subiendo, subiendo como el humo del incienso que no para hasta el techo y llena toda la iglesia.

—Tú deliras.

—Creí delirar ayer, cuando…

—¿Te has desempeñado, has arreglado tus asuntos?… —dijo Gloria llena de confusión—. Explícame ese milagro.

—¡Ahí está la palabra, señorita de mi corazón! —exclamó José con acento de predicador entusiasmado—. Milagro. Yo creía en los milagros; pero tenía cierta comezoncilla por ver alguno, y decía: ¿por qué ahora no hay milagros? Pues bien, señorita de mi alma, ayer he visto un milagro.

—Vamos, te has encontrado un tesoro —dijo Gloria riendo.

—No es eso. El tesoro ha venido en busca mía. Dios…

—¡Dios!… No llames Dios a la lotería. ¿Te ha tocado el premio gordo?

—Nunca jugué.

—Entonces…

—¡Dios!… —repitió Mundideo.

—¡Dios!… Dios no da dinero así a lo

bóbilis bóbilis.

—Eso mismo creía yo. No me negará usted que Dios da a todos el pan de cada día.

—No lo niego.

—Pues a mí me ha dado de un golpe el pan de un año, el pan de toda mi vida. Yo me puse de rodillas en esa tierra y exclamé: «Señor, tú dijiste:

pedid y se os dará. Pues bien, Señor: ¿cómo es que yo te pido y te vuelvo a pedir y nunca me das nada?». No habían pasado diez minutos desde que lo dije, cuando… ¡milagro, milagro!

—Me estás engañando. Enséñame tus pagarés devueltos por D. Juan Amarillo.

José penetró corriendo en la casa. Sildo y Paquito se habían alejado. Gloria se quedó sola con Celinina, cuyo nombre era abreviatura y diminutivo de Marcelina.

—¿Quién ha estado ayer aquí?

—Un

babero —repuso la niña.

Gloria, conocedora ya del idioma especial de Celinina, sabía que un

babero quería decir un caballero en el diccionario de ella.

—¿Y cómo era ese

babero?

Ito.

Gloria tradujo

bonito.

—¿Y cómo venía?

Balo.

—A caballo, ¿no es eso? ¿Y de dónde venía?

Celinina elevó su manecita, y con expresión religiosa y acento y pronunciación clarísima, dijo:

—Del cielo.

Mundideo presentó los pagarés a Gloria.

—En resumidas cuentas, José, tú has tenido un protector. Ha habido una buena alma que te ha socorrido.

—Hay algo más, señorita; ha habido un milagro.

—Ya no hay milagros; ha sido una persona, una persona —repuso Gloria—. Ahora has de decirme quién ha sido esa persona que te ha hecho tan gran caridad.

El sacristán miró fijamente a Gloria, y su semblante expresaba verdadera pesadumbre.

—¿Pero estás lelo? Habla.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Porque me lo han prohibido. Sentiré que usted se enfade; pero… yo no puedo decir lo que usted quiere que diga.

Gloria meditó breve rato.

—Ya comprendo. Jesucristo ha dicho: «Tu mano derecha…».

—No debe ver lo que hace tu mano izquierda. No todos son como el señor cura, que cuando da dos duros a los pobres, o les reparte el pescado podrido, o saca a algún mal nadador de la ría, manda un relato retumbante de ello a todos los papeles de Madrid.

—¿Quién, quién ha sido? —preguntó Gloria con verdadera ansiedad.

Oprimió el lío de ropa contra su pecho, cual si sintiese insaciable y vivísimo anhelo de abrazar a alguien.

—No lo puedo decir —repitió Mundideo bajando los ojos.

—Y si yo dijese quién es y acertase, ¿me dirías que sí?

—Entonces…

—Pues ha sido el Sr. Morton.

—¡Ah, señorita Gloria!… ¿Por qué lo ha adivinado usted?… El extranjero, el del vapor… Yo no sé su nombre; pero es el que se parece a nuestro Divino Redentor.

—Ningún hombre se parece a nuestro Divino Redentor. No blasfemes.

—Ese se le parece en la cara. En las acciones le obedece, ¿no es verdad?… ¡Ay!, señorita de mi alma, yo he cometido una falta!. Me hizo jurar que no revelaría a nadie… pero usted no es nadie, señorita Gloria, quiero decir, que usted no está comprendida en eso de…

nadie… porque usted es la Divina Pastora, un ángel del cielo.

—Yo no revelaré el secreto —dijo la de Lantigua dominando su emoción, la cual era tan grande, que apenas la dejaba respirar—. Pero dime cómo vino, cuándo, qué habló contigo.

—Hablamos poco. Él estaba ya enterado de mi situación. Preguntome cuánto debía… ¡Ay! yo había cantado muchas veces en el coro: «Alzad, oh príncipes, vuestras cabezas, y alzaos vosotras puertas eternas y entrará el Rey de gloria…» mas Caifás el feo, Caifás el malo, no había visto que se abrieran esas puertas ni que entrara para él ningún Rey de gloria… pero ayer vi eso, vi, como se suele decir, abierto de par en par el cielo, cuando ese hombre me dijo:

toma, y me dio de un golpe todo lo que necesitaba.

—Él es muy rico —dijo Gloria.

—Más rico debe de ser D. Juan Amarillo, y sin embargo… Cuando mi favorecedor, mi enviado de Dios, alargó su mano y me puso el dinero aquí y cerró el puño con sus propios dedos, yo le miraba creyendo soñar. Me volví tonto: ni siquiera supe darle las gracias. Después me eché de rodillas, y llorando le besé los pies. Él me levantó, y abrazándome… ¡porque me abrazó, señorita!… abrazándome, díjome que su acción no tenía nada de particular.

—¿Y no te reprendió tus faltas, no te dijo que fueses bueno?

—Me dijo: «Tú no eres malvado, sino desgraciado. Sé siempre hombre de bien», y nada más. Yo estaba aturdido. Creí que Dios había entrado en mi casa, y cuando el caballero del vapor partía en su caballo, me volví a poner de rodillas.

—¿Y no te dijo nada más? ¿No te habló…?

Gloria se detuvo, como si no acertara con la palabra más adecuada para expresar su idea.

—¿De qué?

—¿No te habló de ninguna otra persona?… Porque podía suceder… Recuerda bien: ¿no te dijo nada de…?

—¿De qué?

—¿No te dijo nada de… de mí?

Ella pugnaba por afectar completa naturalidad.

—Tengo todas sus palabras tan presentes como si las estuviera oyendo a todas horas, y nada, nada me dijo de usted.

Gloria se levantó.

—Aunque no lo necesitas —dijo—, yo traje esto para ti, y aquí te lo dejo.

—Aunque no lo necesito, lo tomo por ser de esas divinas manos, y con la condición de darlo a otros pobres más pobres que yo… ¡Ah! ¡Qué feliz soy, señorita mía! Si fuera malo me volvería bueno ahora. Trabajo sin cesar, y el Sr. D. Juan no se arrepentirá de haberme dado esta choza, porque se la estoy componiendo.

Gloria no miró las grandes obras de carpintería que traía entre manos Mundideo.

—Adiós —dijo—. Abrázame.

—¡Señorita Gloria, por Dios! —exclamó Mundideo retrocediendo.

—¿No te abrazó el del vapor? Pues yo también.

Y antes de que Caifás pudiese impedirlo, Gloria le estrechó entre sus brazos.

—Ahora tienes que ser hombre de bien —gritó alejándose a buen paso de la choza.

Andando hacia su casa, no vio las vacas que al pasar la miraban, ni el verde maizal, ni los cinco castaños mutilados y generosos, que se cargaban de fruto en su vejez, como los patriarcas bíblicos cargados de hijos; ni vio la torre de Ficóbriga, ni los pájaros que volvían del horizonte en vagabundo grupo. No vio nada más que un sol poderoso que había salido ha tiempo en su alma y que subiendo por la inmensa bóveda de esta, había llegado ya al cenit y la inundaba de esplendorosa luz.

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