Gloria

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PRIMERA PARTE » XXXV.- Los juicios de Dios abismo grande.

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Los juicios de Dios abismo grande.

Morton detuvo su caballo en la Cortiguera y Sildo le dijo:

—Padre vendrá en seguida. Ha ido a rezar a la iglesia.

No tardó en aparecer Caifás.

—Aquí me tienes —le dijo Morton—. Llévame a donde quieras; pero despacha pronto, porque he de volverme a X… antes de anochecer. ¿Dónde está ese juez que no cree que los hombres tengan dinero si no es robándolo?

—Si vuecencia me quisiera acompañar a casa del escribano D. Gil Barrabás, hermano de don Bartolomé Barrabás, y firmarme un papel diciendo que me hace donación de los diez ocho mil reales…

—Anda delante y guía a casa de Barrabás.

—¡Oh, señor, cómo podré pagarle a vuecencia tantas bondades!…

—Que Sildo me tenga el caballo y lo cuide aquí mientras volvemos. Esto no durará mucho.

Media hora después Morton volvió con Caifás a la Cortiguera; pero uno y otro miraron a todos lados. ¡Oh sorpresa de las sorpresas! Ni Sildo ni el caballo estaban allí.

Y sucedió que Sildo, al tener las riendas del generoso animal, sintió en su alma un vivísimo impulso de caballero, es decir, que deseó montarle. En los doce años de su edad, el pobre chico no había oprimido los lomos de ningún caballo.

—¡Si yo me montara en él —dijo—, y diera dos pasos de aquí a los Cinco Mandamientos, cómo se reirían mis hermanos!

La vanidad se amparó de su alma. La serpiente dijo en su oído palabras dulcísimas, y Sildo oyó claramente: «Sube en el caballo del bien y del mal y montarás como el Sr. Morton, y como él serás gallardo y hermoso».

Es difícil detenerse en la pendiente de los goces. Sildo fue de los Cinco Mandamientos a la ladera del Rebenque, y del Rebenque atravesó todo el prado de la Pesqueruela, y después de un poco más allá y siempre más allá. Cuando quiso detener el caballo no pudo, y este emprendió a correr, no pareciendo dispuesto a parar en media provincia. Celinina y Paco indicaron que Sildo había corrido hacia la Pesqueruela. Marcharon allí a toda prisa Morton y Caifás; pero no vieron nada. Bajaron a la playa por el pinar; mas el jinete no parecía por ninguna parte, y las noticias que adquirían de los transeúntes eran contradictorias. Desesperado estaba Daniel por aquel accidente, y más desde que le pareció ver en el cielo síntomas de mal tiempo. Caifás se encomendaba a todos los Santos y rezaba Padre Nuestros a San Antonio. Por último discurrieron buscar cada uno por un lado y reunirse en la Cortiguera. Separáronse, pues, en el pinar.

Pero Morton, cansado, al fin, de buscar en vano su caballo, decidió volverse a pie. Por no atravesar el centro de Ficóbriga, dio un gran rodeo y pasó por detrás de la Abadía. Llegando al callejón que da entrada por Oriente al atrio de ella, sintió gemir los viejos goznes de la puerta. Miró y vio salir a la señorita de Lantigua. En presencia de una visión sobrenatural, Daniel no hubiera experimentado tan vivo sacudimiento en todo su ser. El primer impulso fue correr tras ella, pero se contuvo y en uno de los huecos del carcomido muro se incrustó como estatua. Gloria tomaba el camino de su casa. Pasó como los pensamientos placenteros que al modo de relámpagos cruzan la mente en horas de tristeza.

Morton la vio desaparecer en la revuelta de una calle, e instintivamente salió de su escondite para correr tras ella.

—¡Qué esté condenado a no verla más!… —pensó—. ¡Ni una vez siquiera!…

Le siguió a mucha distancia, deteniéndose cuando estaba demasiado cerca, adelantándose cuando se quedaba muy lejos. Por fin, cuando Gloria entraba en el jardín de su casa, Morton dijo para sí:

—Todo acabó. Ahora me marcharé.

Poco antes de decidirse a partir estuvo media hora sentado sobre una piedra en cierta calleja que por un lado salía a la plazoleta y por el otro a las pendientes que bajaban al mar.

Una pesada y tibia gota de agua, cayendo sobre su mano, le sacó de su abstracción. Mirando al cielo, vio una nube amarilla con intensos cambiantes grises, y pudo observar el aire sofocante. Sopló un brusco viento que hizo remolinos de polvo, y empezaron a caer gruesas gotas que manchaban el suelo con redondeles negros, como si llovieran piezas de dos cuartos. Buscando donde guarecerse, salió Daniel de la calleja, penetró en otra, y al fin pudo hallar una gran teja vana, bajo la cual se abrigó perfectamente.

Entonces descargó una lluvia tremenda, espantosa, un diluvio que parecía inundar la tierra y desleír a Ficóbriga.

—Así llovía sobre el pobre

Plantagenet el día del naufragio —pensó Morton—. ¡Pobre de mí! Las tempestades me trajeron y las tempestades me llevan. ¿Quién puede penetrar los designios del Señor?

Después, mirando al cielo que se descuajaba en rayos y se vaciaba en chorros de agua, dijo así:

—«Viéronte las aguas, oh Dios, viéronte las aguas, y temieron y temblaron los abismos… Las nubes echaron inundaciones de agua, tronaron los cielos, y discurrieron tus rayos… Anduvo en derredor el sonido de tus truenos; los relámpagos alumbraron el mundo; estremeciose y tembló la tierra… En la mar fue tu camino, y tus sendas en las muchas aguas; y tus pisadas no fueron conocidas[8]».

La tempestad acabó de oscurecer la tarde que ya se acababa. Morton miró a la casa de Lantigua, que frente a él estaba por el costado del Oeste, y vio luz en las habitaciones altas.

—Ya están ahí todos los de la casa —pensó—. Gloria, con sus encantos que la igualan a los ángeles, alegra las horas de los dos ancianos… ¡Oh! Dios mío, ¡qué felices son!

Pasó algún tiempo más. Las calles eran ríos. Los tejados vaciaban agua, cual si sobre ellos se rompiesen las compuertas de un estanque; la lluvia azotaba con sus mil látigos las paredes; corría la gente despavorida. Por fin, después de media hora de diluvio pareció que se había concluido el agua de los cielos. Adelgazáronse los chorros. La nube de verano pasaba y la Naturaleza tendía a serenarse con la rapidez del que se encoleriza por broma.

—Me parece que podré seguir —pensó Morton—. Pero, ¡cómo habrán quedado esos caminos!… Está escrito que no naufragué yo una vez sola en Ficóbriga, sino dos.

Esto pensaba cuando sintió gritos y voces en la plazoleta y también dentro del jardín de Lantigua. Mucha gente se reunía allí. Daniel acudió tranquilamente primero, y a toda prisa cuando sintió entre las distintas voces de alarma la voz de Gloria.

—¿Qué ocurre? —preguntó al primero que encontró en la plazoleta.

—Que con la mucha agua se ha roto el puente de Judas, y la señorita Gloria está asustada porque el Sr. D. Juan y el señor obispo no han vuelto todavía del Soto.

Morton halló abierta la puerta de la verja y entró. Lo primero que vieron sus ojos fue a Gloria, que atravesaba el jardín. Estaba envuelta en un mantón encarnado, y en su cara y en sus pestañas brillaban algunas gotas de la escasa lluvia que aún caía. El frío y el espanto la hacían temblar, cubriendo de palidez su hermoso rostro.

—¡Daniel! —exclamó sobrecogida—, ¿qué buscas aquí?…

Y corrió hacia la casa. Morton la siguió.

—¡Jesús crucificado! —añadió Gloria—; ¿no sabes… no sabe usted lo que pasa? La lluvia ha destruido el puente de Judas. Mi padre y mi tío deben de haber salido ya del Soto… Yo no puedo vivir en esta incertidumbre… Yo corro allá.

Volvió a salir.

—Si no se puede pasar —dijo uno.

—Se puede pasar —afirmó otro—. Francisquín el del cura acaba de venir del Soto. Hay un tramo medio roto; pero agarrándose bien se puede pasar.

—¿Decís que ha venido Francisquín? —preguntó Gloria con viva ansiedad.

—Sí, señorita; ahí está con un recado del señor.

—¡Francisquín, Francisquín! —gritó Gloria desde la verja.

Un muchacho pequeño y colorado, húmedo todo desde la cabeza hasta los pies, como una deidad de los ríos, penetró en el jardín.

—¿Y mi padre, y mi tío? —preguntó la señorita.

—No tienen novedad; pero no pueden pasar para acá en coche, y a pie con mucho trabajo. La crecida es grande.

—¿Te dieron algún recado para mí?

—Sí, señorita; que esté usted sin cuidado; que todos los señores se quedarán en el Soto esta noche, y vendrán mañana, subiendo hasta Villamojada para coger el puente de San Mateo, aunque yo creo que se podrá pasar mejor en lanchas.

—¡Gracias a Dios! —dijo Gloria—. Ya estoy tranquila.

Entonces fijó sus ojos en Daniel Morton. Desvanecido todos sus temores, su espíritu se ocupó por entero de aquella aparición singular.

—Adiós —dijo el extranjero—. Puesto que de nada sirvo aquí…

Gloria se detuvo un instante turbada y confusa.

—Adiós —repitió—. ¿No estabas ya en camino de Inglaterra? ¿Ha naufragado otra vez el vapor? ¡Jesús! ¡Vienes siempre con las tempestades!… ¿Por qué estás aquí?… ¿Cómo estás otra vez aquí?… Daniel, por Dios, ¿qué es esto?

Una curiosidad muy viva apareció en su semblante, juntamente con claras señales del amor que la dominaba y que no se había extinguido.

—Hazme el favor de darme la mano —dijo el extranjero.

Los criados que estaban presentes se alejaron uno tras otro.

—Pero yo quiero saber por qué estás aquí y no en camino de Inglaterra. No pensé verte más… ¿Por qué has vuelto?… Pero no quiero saberlo… no quiero saber nada.

—Dios ha querido que te vea esta noche. Dame la mano.

—Tómala, y adiós.

Morton le besó ardientemente la mano.

—Pero adiós de veras.

—De veras —repitió Daniel.

—¿Dónde está tu caballo? —dijo Gloria.

—Lo he perdido.

—¡Perdido! Entonces…

—Me voy a pie.

—¿Por dónde, si no hay puente?

Morton pensó con profunda seriedad en aquella singular ruptura del puente.

—Hay mucha distancia… —añadió la señorita sondando con sus ojos el alma de su amigo.

—Me quedaré en la posada de Ficóbriga.

—Es verdad. Adiós.

Morton estaba clavado en el suelo.

—Adiós. ¿Pero te retiras ya? —exclamó—. ¡Oh! ¡Esto es espantoso! ¡Esto es inicuo!

Gloria estaba también clavada en el suelo.

—Sí, es preciso… —dijo con voz dolorida—. Este encuentro inesperado parece una cosa infernal. Amigo, vete.

—Me expulsas… Eso sí que es infernal y horrible. Maldígame Dios si te obedezco —dijo Morton dando un paso hacia la casa.

—¡Oh! Yo te echo de mi casa, porque es preciso, porque Dios lo quiere así —dijo Gloria tratando en vano de echar tierra sobre su pasión.

—¡Mentira! ¡mentira! —exclamó este con febril ardor—. Tú no me amas, tú has hecho burla de mí, del pobre extranjero arrojado aquí por los mares y que quiere huir y no puede.

—Tú no eres ya juicioso y bueno, como la última vez que nos vimos. Amigo, si me estimas, si me amas, vete. Te lo suplico.

La pobre joven casi se ahogaba hablando.

—¡No verte más!… Si cuando huyo, Dios me trae otra vez aquí. ¡No verte más!… Me arrancaré los ojos antes que obedecerte.

—Se ve mejor con el pensamiento que con los ojos. Tú me aconsejaste que hiciéramos ambos un sacrificio, ¿por qué te opones ahora?

—Porque mi Dios me impulsa hacia ti, y me dice: «Anda y tómala, que es tuya y lo será por los siglos de los siglos».

—¿Quién es tu Dios?

—El tuyo. No hay más que uno.

Gloria sintió que a borbotones manaba de su alma la sensibilidad. No pudo contenerla.

—Morton, amigo de mi alma —dijo con pasión—, te suplico que te vayas. Vete, si quieres quedarte en mi corazón.

—¡No quiero, no quiero!

Lo dijo con tanta fuerza, que causaba miedo.

Gloria sintió circular en derredor de sus sienes un remolino ardiente que cegaba las claras facultades de su espíritu, como el vértice de caliginosos vapores que oscurece la luz del sol.

—Amigo, si quieres que te ame más que mi vida —exclamó con delirio—, vete, y déjame en paz… ¿No creerás lo que te digo? Ausente, ausente es como te quiero más.

—¡Falsedad, falsedad, falsedad!

—¡Oh, qué pequeño eres! —exclamó la joven apelando desesperada a la razón—. Esto es indigno de ti. No eres como yo creía, Daniel.

—Soy… como soy —murmuró Morton—, y no de otra manera.

—Te aborreceré.

—Aborréceme. ¡Oh! lo prefiero… es mil veces preferible.

—Todos los lazos están rotos —dijo con viva agitación la señorita de Lantigua—. ¿Por qué no huyes de mí?

—Huí ya… pero el destino, Dios, o no sé quién, me ha traído otra vez a tu lado.

—¡Dios, Dios! —exclamó ella con desesperación.

—No creo en la casualidad.

—Yo creo en Satanás…

Furioso viento se levantó entonces, como para secar la tierra inundada. Apenas se oían las palabras.

—¡Oh, por el Dios que hizo el cielo y la tierra! —gritó Morton con frenesí—. Gloria, Gloria de mi vida, ven, huye conmigo, sígueme.

—¡Jesús! —gritó la señorita de Lantigua horrorizada.

—Tú no entiendes las misteriosas voces del destino, de Dios. El cielo y la tierra, todo me está diciendo: «es tuya…».

—Adiós, adiós —exclamó Gloria llevándose las manos a la cabeza y huyendo hacia la casa.

—Aguarda —dijo Daniel corriendo tras ella.

Gloria entró y quiso cerrar la puerta; pero Morton impidiendo con enérgica mano su movimiento, entró también.

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