Gloria

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SEGUNDA PARTE » III.- Cosas que se ignoran y otras que se saben y deben decirse.

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Cosas que se ignoran y otras que se saben y deben decirse.

La casa no estaba lo mismo que el año anterior. El jardín hallábase bastante descuidado, creciendo en él o con excesiva libertad o sin la cariñosa esclavitud del jardinero las flores de primavera que ornaban sus verdes cuadros. Los arbustos y árboles de sombra, los recortados setos, las enredaderas de mil brazos, el césped y los tiestos vivían angustiadamente bajo el imperio del olvido. En cambio los caracoles sacaban el vientre de mal año en aquellos meses, y se extendían, cual inmenso rebaño jamás saciado, por todo lo verde, subiendo por los tallos arriba hasta llenar de inmundas babas la más alta hoja; que tal es el oficio de estos ministros de la envidia. Algunos tenían tal descaro que se subían por las faldas de D.ª Serafina y la observaban con sus ojuelos y movían ante ella sus expresivos tentáculos, como diciendo: «¿qué habrá venido a hacer aquí esta buena señora?…».

En lo exterior de la casa los desperfectos causados por el último invierno no habían sido reparados. Faltaban pedazos de yeso y molduras. Por no hallarse en buen estado los canalones, existía en la pared de Levante una gran mancha de humedad, al modo de sombra irregular y compleja, que casualmente parecía representar una figura o monstruo de muchas patas y amenazante boca. La veleta se había doblado con los poderosos bofetones del huracán, y la flecha desquiciada y sin movimiento señalaba siempre al Norte. Estaba muerta.

Dentro podían notarse asimismo los tristes efectos del abandono. Algunas piezas no habían sido abiertas en mucho tiempo. El reloj de gran esfera y resonante timbre que estaba en el vestíbulo para advertir a todos los de la casa la hora de las obligaciones, de los placeres, del descanso y del trabajo, había enmudecido, y su rostro mofletudo que tan bien sabía responder antes a los que le preguntaban cosas del tiempo, no expresaba ya nada, como no fuera la inmovilidad y el tétrico silencio de la muerte. En vano D. Buenaventura trató de ponerle en movimiento con el dedo, ora impulsando las agujas, ora el péndulo. El reloj daba dos o tres latidos, dos o tres pulsaciones quejumbrosas y volvía a caer en su hondo letargo. Había en la quietud de sus agujas sobre la blanca esfera numerada algo semejante a entornados párpados y a respiración sosegada y profunda. Viéndole, veíase a uno que duerme.

En las habitaciones altas había otro de chimenea que habiéndose hecho bufón, reía de los grandes chascos que daba a sus amos y del trastorno que producía. Su conducta era más propia de un pillete que de un reloj. Así cuando eran las seis, él marcaba y tañía las once o vice-versa, y a veces se tragaba medio día lindamente, o se empeñaba en hacer creer que el sol salía después de misa mayor. Siempre que esta buena pieza le daba un bromazo, decía Francisca tristemente:

—Anda, hijo, anda: no eres tú solo el que disparata. Como tú van todas las cosas de esta casa.

Las habitaciones de D. Juan, su alcoba y su despacho habían estado cerradas hasta que llegó D. Buenaventura, que, tomándolas para sí, pasaba allí largas horas, ordenando los manuscritos y cartas de su hermano y completando el catálogo de la biblioteca. Serafinita vivía en la planta baja, por ser enemiga de escaleras, y Gloria continuaba morando en su habitación primitiva. Pero hacía muchos meses que los habitantes de Ficóbriga no habían visto a la señorita de Lantigua en la calle, ni en el jardín, ni en los balcones. Los mismos criados de la casa, a excepción de las dos mujeres, tampoco la habían visto. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacia? No faltó en Ficóbriga quien asegurase que la señorita de Lantigua se había vuelto fea, ni quien dijese que se había vuelto loca. Sus tíos decían que estaba enferma de cuerpo y de espíritu. Teresita la Monja enunciaba con su sibilítico labio mil abominables cosas, y ningún ficobrigeño pasaba por el camino real ni por la plazoleta sin mirar a las tristes ventanas, cerradas también, cual ojos de durmiente, y decir para sí: «¿qué hará?».

Durante algunos meses Gloria había sido objeto de comentarios diversos. Bastante trabajó la curiosidad en aquellos días, muchísimo la envidia. Se quería demostrar que las grandes reputaciones son casi siempre usurpadas, que no hay nada superior ni sublime; que todo es pequeño y miserable, que las flores no son flores sino fango; que el diamante no es luz solidificada sino carbón; en fin, que todos somos iguales y que si alguno sube mucho por hipocresía o arte mundano, debe bajar y ponerse al nivel de los demás, restableciendo la armonía del vulgo, tan necesaria a la de los mundos.

¿Tenía razón la plebe? ¿Quién puede decirlo sin conocimiento de cosas y personas? La señorita se oculta de todo el mundo, se esconde de todas las miradas, haciendo de su vida un misterio impenetrable; y como el laborioso insecto, ha tejido un capullo y se ha quedado dentro, con intención sin duda de no salir sino con alas o sea en espíritu. Si penetramos en la casa, no nos es posible llegar hasta ella, porque los criados detienen a todo intruso. Hasta el taciturno reloj del vestíbulo parece decir con su torvo silencio: «¿a dónde vas, insensato? Aquí ya no hay nada»… Creemos sentir leves pasos sobre el entarimado superior. Son sin duda los pasos de la señorita… pero no: son los de un gatito que juega. Aunque ponemos gran atención, no conseguimos oír su voz que ha querido extinguirse para siempre como la del reloj, creyéndose indigna de sonar entre los vivos.

Atrevidos subimos; mas no nos es posible verla tampoco. La puerta de su habitación está cerrada. Por la noche, si la sorprendemos por breve instante abierta, descubrimos vaga sombra de una cabeza sobre la pared. La cabeza se mueve: es ella sin duda; pero convertida en leve mancha oscura sin alma y sin vida. Si hay conversación dentro de la alcoba, percibimos, aguzando mucho el oído, el vago silbido de las eses que se destacan sobre la pronunciación castellana, como la espuma sobre las olas. Nada más puede oírse en aquel murmullo lejano.

Si continuamos observando, vemos al través de la puerta, que no ha sido bien cerrada, súbita claridad rojiza que se extingue pronto. No hay duda de que la señorita ha quemado un papel. Por Roque, que dice todo lo que sabe, sabemos que Gloria ha recibido poco antes una carta con sellos encarnados, que no son los de España. Después sale Francisca, entra D. Buenaventura y se entabla nueva y más viva conversación, que dura hasta hora muy avanzada. Pero no podemos atrapar sino las fluctuantes eses que marcan y nada dicen solas. D. Buenaventura se retira al fin meditabundo como siempre; óyese el rumor de los perezosos rezos que preceden al sueño, y sale después Serafinita tranquila y mística, como un santo que baja de su nicho para pasearse. Luego se siente el chasquido de la llave. ¡Adiós! La señorita se ha encerrado; duerme, y envuelta en delicada nube de silencio, de oscuridad, de reposo, ha lanzado su espíritu a las zonas infinitas. Avancemos, apliquemos nuestro oído indiscreto al hueco de la llave. ¿Oís algo? Nada… Quizás un rumor más tenue que el de las alas del más pequeño insecto batiendo en el aire, una leve cadencia que no sabemos si es la respiración de Gloria o el aliento de su Ángel de la Guarda, que vela con la mano puesta sobre la frente de ella.

Un día, que era sábado de Pasión, el narrador espió también. A la escalera llegaba gratísimo olor de claveles y rosas, accidente relativo a ella que parecía ella misma. La señorita estaba haciendo un ramo. Si nos hubiéramos hallado en el jardín, habríamos sentido ligero ruido en la persiana alta, y alzando la cabeza con la prontitud del curioso, habríamos visto una mano que en breve instante apareció y huyó después de arrojar palos de flores y ramitas inútiles. Aquella mano era la misma que muchísimos días antes había empujado la puerta de la casa para no dejar entrar a un hombre. En cuanto a la cara, sólo la vieron los pájaros alineados como tropa en el alambre o los que volando o piando pasaban.

Francisca bajó por más flores y D.ª Serafina subió llevando unos alhelíes que ella misma cogiera. Oyéronse los tijeretazos cortando los palos demasiado largos en el tronco del ramo. Ni el mismo Roque, que todo lo sabe, sabía para quién eran aquel ramo.

Pronto lo sabremos nosotros. Era media tarde cuando entraron y se reunieron en el comedor D. Buenaventura y los dos personajes de más peso en la república ficobrigense. Bien se comprende que no podían ser otros que don Silvestre Romero y D. Juan Amarillo, este último elevado poco antes a la categoría de alcalde, con lo cual su respetabilidad, que ya era grande, se había remontado a lo sublime.

D. Silvestre a poco de estar en el comedor subió con objeto de ver a su

amada penitente, como él decía. Era de los pocos que gozaban el privilegio de visitarla. Quedándose solos don Buenaventura y el digno alcalde, este habló a su amigo de los últimos acuerdos del Ayuntamiento referentes a las procesiones de Semana Santa costeadas por el generoso banquero y que debían ser dos a la usanza antigua, la del Salvador el Domingo de Ramos y la del Crucificado, con dos pasos más y la Dolorosa, el Jueves. A todo dijo amén D. Buenaventura; mas no se mostró muy gozoso cuando el representante de la autoridad municipal le hizo saber que a él, al propio señor de Lantigua, correspondía lugar muy honroso en ambas procesiones, debiendo en la del Salvador acompañar a la sagrada imagen, propiedad de la esclarecida familia.

Pero debemos decir que esto y otras cosas municipales de que habló el insigne Amarillo, como el acuerdo recién tomado por el Ayuntamiento de llamar en lo sucesivo

plaza de Lantigua a la

plazoleta de la Charca, y colocar una corona en el sepulcro que se estaba labrando al Sr. D. Juan, no fueron sino pretextos que el alcalde tomaba para hablar de un asunto de vivísimo interés para él. Desde la catástrofe del día de Santiago, corrió por Ficóbriga la voz de que la desgraciada joven, antaño llamada

joya de aquella villa, entraría en un convento, y que la familia pensaba vender la casa, por ser muy antipáticos para ella los lugares de su desgracia y deshonor. Enunciada esta idea, D. Juan Amarillo que era, como sabemos, dueño de copiosos caudales ganados Dios sabe cómo, concibió la felicísima idea de adquirir tan hermosa finca y establecerse en ella, haciéndola trono de su omnipotencia y de la gran superioridad que sobre toda la redondez de Ficóbriga había adquirido.

La idea culminante, la idea madre de todas las ideas de D. Juan Amarillo era esta: «ser el primer personaje de Ficóbriga».

La idea cardinal que gobernaba toda la máquina intelectual de Teresita la Monja era esta: «ser la primera señora de Ficóbriga».

La presencia de los Lantiguas en aquel pueblo que por tradición les veneraba era grandísimo estorbo, porque la villa obedecía aquella ley que dijo: «no servirás a dos señores». Pero si los Lantiguas se marchaban, después de que la

joya fuese guardada en el estuche de un convento, ¡oh! indudablemente la dinastía de Amarillo reinaría ya sin rival entre el mar y la Pesqueruela, entre el cerro de D.ª Fronilde y Monteluz. El coronamiento admirable de esta idea, su representación simbólica era la adquisición del palacio en que los Lantigua habían morado.

Ambos esposos vivían desasosegadamente esperando saber lo que se determinaría, por cuya inquietud no cesaba D. Juan de hacer indiscretas preguntas al banquero. Aquel día repitió sus proposiciones para quedarse con la casa; pero D. Buenaventura no pudo contestarle nada categórico.

—Pronto creo que daré a usted una contestación terminante —dijo el banquero—. Esto ha de decidirse pronto; pero muy pronto.

En esto oyéronse acompasados taconazos en la escalera, que retemblaba cual si un gigante bajara por ella. Era D. Silvestre que volvía de su visita, trayendo un gran ramo de flores entre cuyas frescas hojas hundía cada rato su carnosa y sensual nariz para aspirar la fragancia de ellas.

—La encuentro —dijo el cura—, mucho más animada… Mejor color, menos tristeza, algunas ganitas de hablar, interés por las cosas… en fin, resucita, la pobre resucita poco a poco.

—Así me parece a mí —indicó D. Buenaventura demostrando la importancia que daba al bienestar de su sobrina—. Si Dios quisiera apiadarse de ella y de todos nosotros…

—Vean ustedes qué hermoso ramo me ha dado —dijo el cura acercándolo a la picuda nariz de D. Juan Amarillo, que olió por espíritu de adulación—. Es para el Salvador, para la histórica imagen de los Lantiguas. Se lo pondremos en las alforjas al borriquito.

—Ya el Sr. D. Buenaventura —manifestó Amarillo levantándose—, está conforme en dar realce con su presencia a ambas procesiones.

—Pasaremos por aquí. Ya me ha prometido la señorita que saldrá al balcón —afirmó D. Silvestre con regocijo—. ¡Ah! le he dicho que dejaré de ser su amigo si no va mañana a la misa mayor y a la hermosísima festividad de las palmas. La pobrecita no quiere, pero en fin…

—Irá; yo le prometo a usted que ira —dijo D. Buenaventura al despedir a sus amigos—. Esta situación debe acabar pronto.

En el jardín D. Juan Amarillo alzaba la cabeza circundada de rayos de autoridad, y poniéndose la mano a guisa de pantalla en la frente, para que el brillante sol no ofendiera sus ojos, contemplaba la fachada de la casa, diciendo para su hondísimo y jamás explorado capote:

—En reparaciones tendré que gastar otro tanto de lo que vales; pero no importa si al fin eres mía. ¡Oh! ¡mía!…

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