Gloria

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SEGUNDA PARTE » V.- Realismo.

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V

Realismo.

Pasó suavemente la esponja por el augusto semblante de la imagen que representaba la encarnación de lo divino, y después la exprimió sobre el cubo para que saliese el agua sucia. Al mismo tiempo decía:

—¡Ay! ¡Jesús mío, cómo estás!… Ya se ve… ¡Catorce años pudriéndote en ese nicho! Vaya, que los Lantiguas pueden hablar… ¡Tanta devoción, y esta sacratísima imagen olvidada!… ¡Qué horror! Si la mitad de la pintura se queda en el paño…

—Estás haciendo de Verónica, Teresa —dijo sonriendo Isidorita la del Rebenque—. Con poco más sacarás el divino rostro en el lienzo.

—Pues has dicho la verdad. Vamos, no fregoteo más —dijo Teresita mostrando la húmeda tela con leves manchas—: bien está así. Ahora le pasaré un paño seco. Así viejecita y despintada no hay otra cara como esta en todo el mundo. Miren qué expresión… parece que nos oye y que nos mira y que nos va a hablar.

—Parece que nos agradece los cuidados que tenemos con él —dijo la

Gobernadora de las armas apartando sus ojos de las flores y fijándolos en el Salvador—… Pero ¡ay! amigas lo que me ocurre en este momento… Sabéis que en efecto…

—¿Qué?

—Se parece, sí, no hay duda de que se parece…

—¡Ah! no sigas, por Dios —exclamó Teresita bajando la escalera y sujetándose las faldas para que el borriquito que estaba todavía en el suelo no le viera las piernas—. No digas más… por Dios. Es verdad que se parece… pero esto no se puede decir, ni aun pensar. Es un sacrilegio.

—Todas las cosas, incluso las malas, son hechura de Dios —dijo la esposa de Barrabás—. Pero hay quien dice que las caras guapas son obra de Satanás. Más vale que no hablemos de esto…

—Venga la camisa —dijo Teresita tomando una especie de funda de riquísimo hilo que le alargó la del Rebenque.

—Me parece que en ningún tiempo, ni aun en los del mayor esplendor de los Lantiguas, se ha puesto el Salvador una prenda como esta. Es lo que sobró de aquella pieza que compré el año pasado para hacerle camisas a mi Juan… En fin, Isidora, a ver cómo se la ponemos… Coge tú por allí… A ver cómo entramos las mangas sin romperlas… Cuidado con los encajes. Son los de aquella mantilla antigua que deshice.

—¿Voy yo también a ayudar? —preguntó la

Gobernadora.

—No, mujer… acaba esas flores; que esto pronto lo despachamos.

Así fue en efecto, y luego ocupáronse ambas de la túnica de terciopelo morado, no por cierto inconsútil, que acababa de componer Isidora.

—De veras digo —manifestó Teresita—, que si sé que tenemos procesión este año, le regalo una túnica nueva al Salvador. Entre mis sobrinas y yo la hubiéramos hecho en un momento. Esta no se puede mirar. Serafinita me dispense; pero esto es un pingajo… ¡Qué galones! ¡Qué forros! Y gracias a que tú has hecho prodigios con la aguja, Isidora. ¡Ah! los Lantiguas, los Lantiguas… mucha devoción de pico, mucho hablar de cosas santas… mucho discurso y mucho librote… Pero los hechos, las obras; ¡ah! yo me fijo en las obras y sólo por ellas juzgo… Arriba con la túnica. Yo subiré la escalera; alarga los brazos todo lo que puedas.

Apenas quedara cubierto el cuerpo del Señor abriose la puerta de la capilla, dejando ver una boca remilgada y sonriente, dos alegres ojos pequeños, apenas visibles entre los pliegues de la cara contraída por la sonrisa, una nariz redonda como avellana, un cuerpo forrado en verdinegra funda desde el cuello a los pies, dos brazos negros, en fin, toda la persona de Agustín Cachorro, sacristán de la Abadía. Ya sabemos que el año anterior se había quitado la plaza a José Mundideo, a quien más tarde se dio la de sepulturero. Su sucesor en la sacristía era un hombre que había sabido conquistar simpatías en puestos análogos, y, la verdad sea dicha, ninguno existía más atento a sus deberes. Honrado, activo, complaciente, respetuoso y siempre festivo, el buen Cachorro agradaba a un tiempo al cura y a los fieles, al pastor y al rebaño.

—¿Qué tal, señoras mías, se trabaja muchito? —dijo desde la puerta.

—Entre usted… entre usted… hermano Cachorro —respondieron a una y chillonamente las tres.

—Esperen un ratito, que voy a meter las palmas en la sacristía. Vaya, que está muy guapo el Salvador… ajajá… ¿quién conoce a este caballero?… Ya se ve, con tales ayudas de cámara…

—Entra, Cachorrillo —dijo Teresita, que tenía gran familiaridad con él—. No podías haber venido más a tiempo. Las tres te necesitamos.

—¿De veras?… ¿Y si me riñe el señor cura porque abandono mis obligaciones?

Agustín entró riendo, pues la risa era en él su fisonomía.

—Vas a ayudarnos a poner el borriquito en su sitio.

Cachorro tomó el tiento a la escultura, que no era de plumas.

—¡Ay mi niño, cómo pesas!… pareces un pecado —exclamó echándoselo a cuestas.

El animal tenía en sus patas cuatro espigones de madera que encajaban en otros tantos agujeros abiertos en las andas al lado izquierdo del asna madre que montaba el Señor.

—¡Ya está! —dijo Cachorro afirmando al animal en su sitio—. Señoras, adiós.

—¿Pero te vas?

—No se vaya usted.

—Señoras, hay que tener paciencia —dijo el sacristán—. Yo me estaría aquí todo el día con mucho gusto, ayudando a mis niñas y cargando el borriquito; pero el señor cura me riñe y dice: «¡Anda, hipocritón, que no sirves más que para retozar con las santurronas!…».

—Es el tal D. Silvestre el hombre más deslenguado…

—¡Qué cabeza la mía! —murmuró Agustín—. ¿En dónde he dejado el ramo?

—¿Qué ramo?

—¡Ah! lo he dejado en la capilla. Voy por él.

Salió ligero como un ratoncillo.

—Ahora —dijo Teresita—, pongamos las alforjas.

Isidorita mostró su más bella obra, que era un par de alforjas de raso encarnado con galones y lentejuelas, como las chaquetas de los toreros.

—¡Lindísimo! —exclamó la Monja metiendo la mano en ellas para medir su cavidad.

Reapareció entonces Cachorro trayendo un hermoso ramo.

—Aquí está —dijo presentándolo con orgullo—. Me lo ha dado el señor cura para que las señoras lo pongan en la alforja de este tunante. ¡Ay qué guapo vas a estar!…

—¡Preciosas flores!

—¡Magnífico ramo!

—Es regalo de la señorita de Lantigua —añadió el sacristán.

—¡De la señorita de Lantigua! —exclamó absorta Teresita, deteniendo sus flacas y amarillas manos en el momento en que iba a coger el ramillete.

Isidorita iba a olerlo; pero también se detuvo. La

Gobernadora de las armas no se movía de su sitio, y Cachorro viendo que nadie quería tomar el ramo, lo dejó sobre la mesa. Pero el chusco sacristán debía sentir en su alma necesidad imperiosa de expansión, porque estirando los brazos y haciendo castañetear los dedos y dando ligero brinco, dijo alegremente:

—Señoras, el cura se ha ido… ¡Ah! me ha encargado que las obsequie a ustedes… En la sacristía ha dejado bizcochos, una botella de anisete y tres de vino muy rico; pero muy rico. Al marcharse el Sr. D. Silvestre me dijo: «Ve y pregunta a esas señoras si quieren tomar alguna cosa… Las pobrecitas han estado trabajando todo el día».

—Yo no quiero nada —dijo Teresita meditabunda.

—Yo tengo mala la cabeza.

—Mejor que mejor —afirmó Cachorro dando una palmada.

—Y yo no estoy bien del estómago —indicó la

Gobernadora.

—Eso quiere decir que vaya por el

calicem salutis… ¿Pero qué tienen las señoras? —añadió observándolas preocupadas—. ¿No quieren poner el ramo en las alforjas?

Aspirando el delicado olor de las tempranas rosas, hizo un mohín grotesco.

—Señoras —dijo—, ¿saben ustedes que esto me huele a judiito pasado?… En fin, voy por aquello.

De un brinco se puso en la puerta y desapareció. Las tres damas habían revestido su semblante de una seriedad oficiosa, y la más respetable de ellas expresó el pensamiento de la cofradía en esta forma:

—Esas flores no se pueden poner en las alforjas.

—No deben ponerse.

—Es claro, porque ella está en pecado mortal.

—Sería un ultraje, un sacrilegio.

Cachorro entró de nuevo con una gran bandeja de pasteles, bizcochos y algunas botellas.

Corpus et sanguinem —exclamó desde la puerta, y avanzó alzando la bandeja a la altura de la cabeza con la actitud propia de los mozos de café—. Aquí está lo que resucitó a Lázaro… Parece que sigue la perplejidad. ¿Se ponen o no las flores judaicas?

—Mi opinión es que no se pongan —afirmó la de Amarillo, consultando con la mirada a sus amigas.

—En fin, ¿tenemos concilio ecuménico para decidir?…

—Mi opinión —manifestó la

Gobernadora—, es que se pongan, puesto que el cura lo ha mandado así. Nuestro primer deber es la obediencia.

—Es verdad.

—Tiene razón.

—Póngase el ramo —ordenó la Monja apartando con soberano desdén sus ojos del animalito, a punto que Cachorro le ponía la preciosa carga de flores, contrapesándolas con el racimo de panojas que estaba preparado para el caso.

Las tres damas habían concluido su tarea; pues si bien las flores artificiales no estaban puestas en los agujeros de las andas, ya habían sido ordenadas en graciosos ramilletes por quien era tan maestra en floreos. Fatigadas de tanto trabajo se habían sentado en tres sillas preparadas para el objeto por el sacristán, y contemplaban en silencio su obra, pudiéndose observar en el semblante de dos de ellas la satisfacción y el arrobo del artista vencedor, mientras la de Amarillo frunciendo la dorada piel de la frente, demostraba hallarse embebecida en otros pensamientos.

—Todavía no sale de la casa —dijo cual si contestara a una pregunta que nadie le había hecho.

—¿Quién?

—La señorita Gloria.

—Hace bien —afirmó la del Rebenque—. Su vergüenza es mucha.

—¡Qué mimitos!… ¿También tiene vergüenza de venir a la iglesia? ¿No está ya convencida de que no puede casarse?… ¿A qué aspira? ¿Piensa que en Ficóbriga se le seguirá teniendo el amor que siempre merecieron los Lantiguas?… ¿Creerá conservar la respetabilidad del difunto D. Juan, a quien mató con sus liviandades?… Por supuesto que la niña conservará su orgullito, y cuidado cómo se pone en duda que es la primera persona del pueblo…

—¿Y no ha salido aún?

—Ni siquiera al jardín. Se levanta a las seis… toma chocolate… se peina… Yo lo observo todo desde mi ventana alta. Lee en dos o tres libros… trabaja en costura… va a la biblioteca de su padre… vuelve… se acuesta temprano… le suben la comida… no habla casi nada… ¡Y qué destrozada tiene la casa! Da lástima verla. Pero Juan me asegura que será nuestra, y en verdad que la pobre lo merece.

A la sazón había empezado a escanciar el sacristán.

—Vaya, Sra. D.ª Isidora, usted dirá —indicó inclinando la botella sobre el cortadillo.

—Una gota, nada más que una gotita… Basta, hombre, basta; que tomo eso para ver si mi estómago entra en caja.

Isidorita gustó del precioso licor. La

Gobernadora de las armas hizo ascos al anisete, pero no a un delicado néctar de la Nava que en otra botella tenía el señor Cachorro, y lo acompañó con bizcochos para que la confortase más.

—Esto da la vida —gruñó Agustín probando de una y otra cosa.

Teresita no probó nada.

—Vamos, vamos a colocar las flores —dijo a sus amigas poniendo fin al descanso—. Aún queda algo que hacer… Por cierto que si yo no hubiera mandado traer las flores de S… ¡Dios mío! ¡Qué abandonado tenían esto los Lantiguas!

—Señora, ¿qué es esto? ¿qué tengo yo? —murmuró la

Gobernadora pasándose la mano por los ojos—. Si parece que se me va la cabeza.

—Pues a mí también —añadió Isidorita dándose aire—. Este señor Cachorro nos ha dado algún brebaje…

—Ánimo, señoras; eso se llama hallarse en estado anacreóntico, como dice D. Bartolomé Barrabás. Cuando no es vicio, no es pecado.

—Váyase usted allá, borrachón. ¿Cree que somos como él?

En el mismo instante sintiose un chasquido como de madera que se agrieta; la alforja había caído de los lomos del pollinito, y por el suelo rodaban las panojas y el ramo.

Teresita y D.ª Isidora se miraron aterradas.

—Es que se ha caído el clavo que sujetaba la alforja —dijo Agustín examinando el animal—. Ya se ve. Está la madera apolillada y se cae a pedazos. Digo lo que Teresita. Esos Lantiguas tenían muy abandonados a los asnos del Señor.

—No se comprende cómo han podido desprenderse las alforjas —añadió la Monja acercándose con cautela.

El sacristán tomó el ramo.

—No, lo que es mientras yo dirija esto —manifestó la señora de Amarillo gravemente—, no se vuelven a poner tales flores sobre el pobre animalito. Hay algo, señoras, aquí hay algo que no comprendemos.

—Yo he visto al asnito dar coces y tirar las alforjas —dijo la

Gobernadora de las armas—. Sí señoras, lo he visto.

—¡Jesús! ¿que dice esa mujer? —exclamó con terror Teresita—. Yo no he visto nada de coces; pero aquí hay algo, indudablemente aquí hay algo.

—Eso no tiene duda —repuso Cachorro con cómica gravedad tirando de la oreja al asno—. Aquí hay algo. Cuando yo digo que este bergante tiene malas mañas.

—Hermano Cachorro —dijo Teresita—, hágame usted el favor de tomar este ramillete y ponerlo sobre una silla. Yo no lo toco con mis manos.

—Ni yo.

—Pues ni yo.

El sacristán que había salido llevándose las botellas, volvió sin ellas y dijo en voz baja:

—Ahí está la Sra. D.ª Serafina. Viene a ver cómo ha quedado esto.

—¡Qué a tiempo llega! ¿En dónde está?

—En la capilla rezando.

—Voy a hablarle. Sigan ustedes colocando los ramos de trapo —dijo la Monja.

Pero las dos amigas no podían tenerse fácilmente en pie.

En la capilla, de hinojos, devotamente humillada ante el altar de su familia y junto a los sepulcros donde reposaban sus ilustres antepasados, estaba D.ª Serafina de Lantigua. No vio acercarse a la Sra. de Amarillo que pasó lentamente por la puertecilla del arco escarzano y se fue acercando poco a poco, más como quien resbala que como quien anda. Cuando silbó la primera palabra de saludo al oído de la ilustre señora, esta se estremeció, exhalando ligero grito.

—¡Ah! señora… —exclamó—, me ha asustado usted.

—Mi queridísima amiga —dijo Teresita dándole la mano.

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