Gloria

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SEGUNDA PARTE » XIV.- Casa.

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I

V

Casa.

Por indicación de D. Buenaventura, a quien deseaba servir, el mismo alcalde de Ficóbriga Sr. D. Juan Amarillo había proporcionado a Daniel Morton un alojamiento decoroso, pues no cuadraba a la cultura de Ficóbriga ni a la proverbial hospitalidad de aquella noble raza, cerrar a un ser humano con impía dureza todas las puertas. A estas razones expresadas por el señor de Lantigua, añadió Amarillo otras no inferiores en peso, a saber: que siendo el hebreo persona de elevadísima posición social y de grandes posibles, no debía en todo rigor aplicársele el criterio del vulgo; que nada perdía nuestra santa religión porque se diese posada al peregrino, y que la doctrina evangélica prescribía hacer bien a los enemigos.

Como al mismo tiempo se había levantado susurrante el rumor de la conversión del israelita, el alcalde no temió que su pueblo se alborotara; y viendo que todo favorecía su propósito, dirigiose ante la presencia de Isidorita la del Rebenque, (que solía en tiempo de baños poner varias piezas de su casa a disposición de los forasteros) y le propuso tomar bajo su manto protector al hebreo.

Oyó Isidorita la proposición con grandísimo descontento, y si no exageran los autores que de esto han tratado así como cronistas del linaje de Rebenque, se le cortó el habla, cambiáronse en azucenas las rosas de su cara, quedándose una buena pieza de tiempo como si fuera a caer con un síncope. Pero el señor de Amarillo díjole que no se sofocase antes de tiempo y sin motivo, añadiendo que él, a fuer de alcalde, tomaba para sí toda la responsabilidad. Como el señor cura (que a la sazón llegó) apoyase la proposición de D. Juan, autorizando a Isidorita para albergar al infiel y asegurándole que su casa quedaría limpia de toda mácula después del consentimiento del párroco, la excelente esposa de Barrabás fue recobrando poco a poco la serenidad. Sus escrúpulos cesaron por completo con una nueva exhortación de D. Juan, el cual estableció que el Sr. Morton, que de fijo se iba a convertir a nuestra religión sacratísima, pagaría diariamente una libra esterlina por sí y otra por su criado.

Dieron libertad a este, y entregado el equipaje, señor y escudero se trasladaron a su nuevo hospedaje en la tarde del lunes. La única condición que les puso D. Juan, fue que durante las ceremonias públicas de Semana Santa no se dejaran ver en las calles de Ficóbriga. Así lo prometieron ambos, mostrándose muy gustosos por la deferencia de aquel celoso representante de la autoridad, que tan bien comprendía los deberes de su alto cargo. El criado era también judío y de los recalcitrantes. Llamado Sansón y hacía honor a su nombre, pues era un coloso rudo y fuerte, con cada mano como una maza, leal y cariñoso con su amo, displicente con los demás, puntual en el servicio y muy charlatán; mas como no entendiese ni una palabra de español, hablaba consigo mismo largas horas. Aún le molestaban sus chichones y descalabraduras, mas no era cosa de cuidado.

Dioles Isidorita en su casa tres habitaciones que eran las mejores y más cómodas y bonitas, arregladas sin lujo pero con limpieza, y desde el primer día les trató con esmero, ofreciéndoles comida abundante y bien aderezada. Es que era la señora de Barrabás hembra de mucha conciencia y no podía corresponder con un trato mezquino a la enorme cantidad que por su hospedaje le entregaban diariamente los forasteros. Morton estipuló que su incomunicación con la familia de Barrabás sería completa, porque no deseaba molestar ni ser molestado, y esto desagradó a D. Bartolomé que era muy entrometido; no así a Isidorita que siempre ponía la circunspección por encima de todas las cosas.

Desde el primer momento la señora de la casa vio en su huésped un caballero decentísimo, lleno de comedimiento, finura y generosidad. Esto unido a la noticia de su conversión y a la insistencia con que Teresita aprobaba el hospedaje, acalló poco a poco la alborotada conciencia de aquella mujer. El primer día no pudo arrojar de su alma el recelo, y permanecía delante de Morton con cierto espanto; el segundo buscaba motivos de hablar con él, hallando su conversación bastante agradable; el tercero no sabía qué hacer para complacerle. Jamás voluntad alguna fue más prontamente conquistada.

Morton huía todo lo posible de las conversaciones con el ama de la casa, cuyo afán de tertulia crecía de hora en hora, y cuando ella y su esposo no podían hallar pretexto para introducirse en la habitación del forastero, se entretenían oyendo chapurrear nuestra lengua a Sansón, que había hecho buenas migas con el filósofo. Se juntaban por las noches en la sala baja, y allí era el dialogar por señas, el reír de todo, el vaciar botellas de cerveza (pagadas por el descendiente de Abrahán, porque Isidorita jamás permitió a nuestro filósofo el goce de un ochavo); y allí era el encender puros y el hablar cosas que recíprocamente no entendían.

Desde que tan gran novedad ocurría en casa de la del Rebenque, Teresita no faltó una sola noche en acudir a ella, para inquirir, indagar, hacer comentarios, recoger y glosar cada palabra del caballero hebreo. Ni gesto, ni acción, ni voz, ni salida ni entrada del joven quedaba sin ser sometida a prolija discusión. Ocupáronse también las tres (pues antes faltara en el cielo la casta Diana que a las tertulias la

Gobernadora de las armas) de los Lantiguas, de la casa de los Lantiguas, de la señorita Gloria, y de la inaudita, escandalosa y execrable acción de la joya de Ficóbriga. Sí; Teresita la había visto y lo juraba por todos los santos del cielo. En la noche del lunes, cuando la llamaron para asistir al parto de su sobrina la hija del escribano, había visto a la señorita salir de la casa y dirigirse en compañía de un hombre hacia el cementerio. Resistíanse las dos amigas a creerlo; pero la de Amarillo invocaba a media corte celestial y al Padre Santo en testimonio de su afirmación.

Isidorita por su parte daba fe de que el señor Morton había estado casi toda la noche fuera en la del lunes; pero no podía asegurar lo mismo del martes, porque él tenía llave y podía salir con su criado sin ser visto; pero prometió solemnemente a sus amigas vigilar para tenerlas al corriente de cuanto ocurriese.

Luego que se retiraron estas para asistir a las Lamentaciones del miércoles, Isidorita fue llamada por su huésped para recibir una orden concerniente a detalles del servicio, y después de un breve coloquio, la señora dijo:

—¿Va usted a salir tarde esta noche?…

—No señora.

—Como el lunes estuvo usted toda la noche fuera…

Daniel no contestó. Entonces Isidorita demostrando vivo interés por el hombre infiel que se aposentaba en su casa, habló así:

—Yo, si usted me lo permite, me voy a tomar la libertad de darle un consejo.

Y como Daniel se dispusiera de todo corazón a recibir consejos de la señora, esta añadió:

—Mi consejo es que tenga mucho cuidado con los Lantiguas. Son personas muy buenas; pero de mucho tesón y no consienten que nadie…

—Acabe usted.

—Es que me estoy metiendo en lo que no me importa y temo enojarle a usted.

—De ningún modo.

—Pero como va en ello el bien de una persona tan digna… Lo que quiero decir es que tome usted precauciones, si ha de seguir sus entrevistas secretas a media noche con la señorita Gloria.

—¡Yo! —exclamó Daniel con asombro.

—Es claro: usted no ha de darme cuenta de sus acciones. En fin, usted hará lo que guste. Si una noche no le ve a usted el Sr. D. Buenaventura, otra noche puede verle, y tendremos un disgusto, un verdadero disgusto.

—Señora… teme usted que nos vea don Buenaventura… ¿dónde? ¿a qué hora? —dijo el hebreo con gran interés.

—Eso ustedes lo sabrán. Mi cuñada que es persona incapaz de mentir ha visto a la señorita Gloria salir de la casa a media noche con un hombre…

—¡Salir de la casa!

—Con un hombre…

—¡Con un hombre!

—Sí señor… La vio el lunes desde la calle, porque fue al parto de Nicanora, la de mi cuñado Gil… pues… Después acechó el martes por la noche desde su ventana, porque Teresa vive al lado… ya sabe usted… y no sé si la vio salir también. Por mucho que se quieran ocultar ciertas cosas, no se puede, Sr. de Morton. Este pueblo, aun en la lóbrega oscuridad de sus noches, tiene cien ojos. Los de Ficóbriga somos algo curiosos, y aquí ruedan las noticias que es un primor. No habrá hoy en la villa quien no sepa…

—Que la señorita Gloria sale…

—En busca de usted. Es natural… En fin, me estoy metiendo en lo que no me importa. ¿No es verdad, Sr. D. Daniel? ¡Qué importuna soy!… Que pase usted buena noche, caballero.

Y se retiró.

El hebreo cayó en profunda meditación. Largo rato paseó por su cuarto. Cuando su criado quiso desnudarle, le dijo:

—Nos vamos a la calle, anda.

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