Gloria

Gloria


SEGUNDA PARTE » XVI.- Prisionera.

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X

V

I

Prisionera.

—Lo contrario me pasa a mí —dijo Morton abrazando tiernamente a la joven, a despecho de ella—. Yo te busco, te llamo, te quiero.

Gloria luchaba por desasirse y huir.

—No te librarás de mí por ahora —afirmó Daniel.

Sentose en una gran piedra del camino, sin dejar de sostener a Gloria en los brazos, y la puso sobre sus rodillas, cual si fuera la carga más ligera.

—Aquí, aquí has de estar, aunque no quieras —exclamó con turbada lengua, y estrechando más a la joven en sus brazos de hierro—. Ahora es mi vez, ahora me toca a mí mortificar. No te soltaré, vida mía que he conquistado. ¿Ves cómo no se puede huir de los que nos aman? Te sepultarías en la tierra, y la tierra se abriría para ponerte en mis manos. Gloria, Gloria, ¿por qué me has cerrado tu puerta, por qué huyes de mí?

—Déjame —repitió ella—, déjame. Mientras más me contraríes, mayor será el miedo que te tenga. Suéltame, por Dios, no me mates más.

—¡Matarte yo!

—No es esta la primera vez. Te suplico que me dejes.

Presa en los amantes brazos, Gloria estaba inmóvil, y el mantón que la cubría dejando tan sólo libre la preciosa y afligida cara, hacía más estrecha la prisión en que se encontraba.

—No me digas que te suelte, porque te abrazaré tanto, tanto, que te ahogaré.

—¡Ya no te quiero, ya no!

—Y yo te adoro… Esto basta.

—Es que yo te aborrezco…

—¡Mentira!… eso no puede ser. Si tú me aborrecieras, se había de conocer en el universo. El sol no alumbraría lo mismo.

—¡Déjame!

—¡Dejarte! ¡Soltarte! ¡Soltar el bien que se ha ganado!… Tú has perdido el juicio. Por este momento me alegro de haber nacido, de haber vivido tantos años entre penas; me alegro de ser quien soy, y me regocijo de todo.

—¿Pero qué pretendes?… ¡estás loco!… —dijo Gloria con afán.

—¿Qué quiero? Morir contigo, o darte la vida que mereces…

—Yo no necesito de ti.

—Yo sin ti me muero. Tú lo sabes, y sin embargo me rechazas. Y cuando reces a tu Dios, mirarás a tu conciencia y la verás tranquila y satisfecha, sin acordarse del pobre que no vive sino por la esperanza de verte y de pedirte perdón.

—Te perdono; pero déjame.

—Sí, y cuando nos hayamos separado, iré al mar, iré a ese buen amigo que nos está llamando hace tiempo, y atando una gran piedra a mi cuello, me arrojaré en él. Entonces, querida Gloria mía, no te mortificaré más.

—¡Por Dios! —dijo Gloria desfalleciendo—; ¡me ahogas!

Morton dilató ligeramente sus brazos, y la joven respiró con más libertad.

—Así —dijo con dulzura—, así. Déjame ahora, y no te guardaré rencor.

—¿Por qué me tratas así?… ¿Por qué huyes? ¿por qué un instante de mi compañía ha de ser tan violento? ¿Por qué para oírte y para verte he de necesitar atarte como un prisionero?

—Porque así debe ser —repuso ella, cesando en sus movimientos para desasirse.

—Y, sin embargo, al huir de mí, al encerrarte, al despedirme en tu puerta, tú no eres feliz —dijo Morton, besándola con ardor—. Tú padeces.

Como el agua que afluye mansa y sin esfuerzo de la fuente, así salieron de la boca de Gloria estas palabras:

—¡Padecer! Mucho… padezco mucho.

Dando un suspiro, cerró los ojos.

—Ya lo sé. Tus penas, vida mía, tienen un eco sensible en mi corazón, y aquí se repiten, doliendo, porque tus heridas son mis heridas, porque estoy destinado a vivir con tu vida y a morir con tu muerte.

—Eso no puede ser —dijo ella, tratando nuevamente de evadirse—. Bien está cada uno con lo suyo… Déjame seguir mi camino. ¡Por Dios vivo, te suplico que me dejes!

—No… ¿Por qué no quieres descansar un instante de tu martirio?

—Yo no quiero descansar. Padeceré por espacio de cien vidas, y aún no expiaré mi culpa.

—¡Por mi madre te juro que no consiento, que no puedo consentir esto! —exclamó Daniel con exaltación.

—¿Qué?

—Esta separación horrible. Yo romperé todas las leyes; pero esto no seguirá, te lo juro. Cuanto hay de violento y brutal verás en mí si es preciso. Prepárate, porque así como ahora te tengo, así espero tenerte por los siglos de los siglos… ¿Quieres satisfacer una curiosidad que me devora, quieres darme una prueba de confianza, quieres que te perdone lo que me has hecho padecer negándote a verme? Pues dime adónde has ido esta noche, adónde has ido otras noches que te han visto salir.

—No debo decirlo —murmuró Gloria—. Pero… Si me dejas seguir mi camino, te lo diré.

—A ese precio, no.

—Pues no.

—Pues si tú no me lo dices, te lo diré yo, porque lo sé; porque esta misma noche ha sabido adivinarlo mi corazón, Gloria; mi corazón, que no puede estar mucho tiempo ignorante de lo que pasa en el tuyo. ¡Oh armonía sublime! Si esta correspondencia de afectos no existiera, no existiera el alma.

Acercando sus labios al oído de la joven, pronunció unas palabras que ni el aura de la noche pudo oír.

Gloria cerró los ojos, en cuyas pestañas brillaban temblando algunas lágrimas.

—¿Es cierto? —le preguntó Morton besándola con ardor.

Gloria palideció más de lo que estaba y cruzó sus manos en la actitud de los muertos.

—¿Es cierto? —repitió él con frenesí.

La joven exhaló un tenue suspiro, y con él, como el último vagido del alma que se marcha, un sí. Pero sus cerrados ojos parecían hundirse y sus labios perdieron el color. Daniel le tentó las manos y sintió la suya oprimida fuertemente por las de ella, con la fuerza que imprime a los músculos la emoción de un adiós postrero.

Daniel creyó notar que el pulso de la joven se extinguía; advirtió extremada frialdad en la frente; tuvo miedo, la llamó:

—¡Gloria! ¡Gloria! —Oyeron las soledades del campo.

La joven no respondía; pero entreabrió ligeramente los ojos, sonrió después y sus manos crispadas apretaron con más vigor las del hebreo.

—¡Gloria! ¡Gloria! —gritó este de nuevo.

Los labios de la hija de Lantigua quisieron hablar, mas nada dijeron. Hizo un gran esfuerzo, y entreabriéndose sus párpados, mostraron las negras pupilas que parecían decir con su lenguaje mudo: «Que te vea un momento más».

El extranjero esperó un instante de ansiedad terrible.

—Es un desvanecimiento —dijo para sí.

Y al instante gritó:

—¡Sansón, Sansón!

Sin esperar auxilio, Morton, levantándose con su preciosa carga, marchó hacia Ficóbriga. Caifás, Sildo y Sansón salieron a su encuentro.

—Ya sabía yo que había de pasar alguna cosa mala —gruñó Mundideo.

—¿Qué es eso, señor? —preguntó Sansón.

—Un desmayo sin duda —indicó Caifás examinando a la señorita—. ¡Rayos y centellas! ¿y a dónde la llevamos ahora?

—A su casa —dijo Morton.

—¡Jesús, María y José!

—No perdamos tiempo —indicó el hebreo—. Adelante. A casa de Lantigua. Temo cualquier accidente desgraciado si no la auxiliamos pronto… Tú, Caifás, guía… por aquí.

Llegaron. La verja del jardín estaba abierta, por ser costumbre de la casa no cerrarla nunca. Un perro empezó a ladrar furiosamente. Caifás pedía a Dios que se abriese un gran hoyo en la tierra y le sepultase; pero Morton fijo en su objeto y sin atender a ningún accidente no se detuvo hasta llegar a la puerta.

—Sansón, llama.

Tenía la puerta de la casa de Lantigua un pesado aldabón de cobre, que martillaba sobre enorme clavo de luciente cabeza. Cuando el forzudo inglés cogió con su mano de león el llamador y lo sacudió empleando fuerza igual a la que arrancó las puertas de Gaza, los furibundos golpes, semejantes a disparos de cañón, hicieron retemblar con tal estrépito la casa, que esta parecía la mansión del trueno.

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