Gloria

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SEGUNDA PARTE » XIX.- Espinas, clavos, azotes, cruz.

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Espinas, clavos, azotes, cruz.

—Tú me dijiste que aceptabas esta cruz como expiación.

—Sí la acepté —dijo la infeliz después de una pausa en que Serafinita aguardó con impaciencia la contestación—. La acepté, pero luego… luego, querida tía, sentí que no podía, que no podía resignarme a ella; no tuve valor, mentí, disimulé, engañé a todos los de casa, salí ocultamente, después de sobornar a Mundideo para que me acompañara… Me porté mal, lo reconozco; pero el grito que sale de mis entrañas puede más que todo, y cuando él suena en mí no puedo dominarme, ni ser santa como usted dice, ni resignarme a padecer, ni llevar la cruz, ni clavarme clavos, ni beber cálices, ni ponerme corona de espinas.

—Hija mía, cada vez me causa más alarma y miedo ver en ti ese desasosiego que te aleja de la perfección. Tú no estás curada ni puedes estarlo, mientras no hagas un esfuerzo supremo, el último esfuerzo de tu alma pecadora para coger a Dios que se te escapa. Estás llena de ansiedades incomprensibles, de dudas horrendas. No conoces ese admirable fruto del Espíritu Santo que llamamos paz.

—¡Paz! —dijo Gloria con desaliento—. Temo que nunca jamás vuelva a haberla en mi alma.

—Hablas como el réprobo, hija mía. Te hace falta gracia; pero te advierto que lo primero que ha de hacerse para tener gracia es desearla.

—La deseo.

—Pedirla fervorosamente a Dios.

—La pido.

—Es indispensable ponerte en estado de merecerla, sacrificando a Dios todos tus afectos, todos tus deseos terrenales, todo lo que te liga a este mundo; desprendiéndote de todo, absolutamente de todo, para no poseer más que a Dios; renunciando a tener voluntad propia, convenciéndote de que vivimos desterrados en este mundo, de que nada existe bajo el sol que no sea digno de ser despreciado y trocado por la única ganancia real que es Dios. Es preciso que te rodees de tinieblas para que el Señor se digne rodearte de luz; que te anonades y te humilles y te niegues a ti misma; que te sujetes de todo corazón a Dios para poder obtener la verdadera libertad de espíritu; que vivas constantemente mortificada para que no puedas ser tentada; que te creas vil y despreciable para que tu miseria te redima; que renuncies al deseo de saber cosas ocultas y hondas y abraces la mejor sabiduría y la filosofía mejor que consisten en no tenerse en nada a sí mismo; que no abrigues vanidad de cosa alguna, porque la mayor vanagloria es el desdén de sí mismo; que apartes tu corazón del amor de las cosas visibles para llenarlo de las invisibles.

Dijo estas palabras D.ª Serafina con emoción tan profunda y tal acento de convicción, que era imposible oírla sin asombro.

Gloria cruzó las manos sobre el pecho, y con acento de fe respondió:

—A todo renuncio; pero no acierto a renunciar a mi hijo. Me desprecio como mujer; pero como madre no puedo hacerlo. Arranco de mi corazón todos los sentimientos menos este que me da vida. Ofrezco a Dios todo lo que hay en mí; pero no puedo ofrecerle como un homenaje piadoso la negación de mis derechos y mis goces de madre. ¿No es esto noble, no es esto santo, no es esto divino también, tan divino por lo menos como esa perfección que consiste en negarse a sí mismo?

—Sí, noble, santo, divino también es ese sentimiento —dijo Serafinita—. ¿Quién lo duda? En la forma de la maternidad fue enaltecida sobre todos los seres humanos la mujer que subió al cielo en cuerpo y alma. Los sentimientos maternales son puros y santos sobre todo encomio, hija mía, aunque jamás, no siendo por gracia especial del cielo, enaltecerán tanto como el estado de perfección infundido por los que llamamos

Consejos del Evangelio: «pobreza voluntaria, estado de castidad absoluta y vida de obediencia…». Esta es la luz que he puesto ante tus ojos, adorada hija mía, induciéndote a seguirla…

—Pero yo me hallo en circunstancias excepcionales —dijo Gloria defendiéndose angustiadamente—. Yo soy madre.

Había en su exclamación el ahogado gemido del que en sueños lucha con un monstruo sin poderlo vencer.

—¡Eres madre! —repuso Serafinita moviendo la cabeza en señal de que esperaba tal argumento—. Sí; pero ¿de qué modo? ¿Qué leyes divinas o humanas han presidido a tu estado? Gloria, Gloria, por amor de Jesucristo, empapa tu alma en mis ideas. No hables de maternidad. Pues qué ¿a una mujer casada, a una mujer coronada con esa guirnalda divina de los hijos legítimamente habidos y recibidos con júbilo por la Iglesia y la sociedad; a una mujer de estas me atrevería yo a decirle: «deja a tus hijos, renuncia a los afectos terrenos, niégate a ti misma, no te ocupes más que en la meditación, en la abstinencia, en el amor único y exclusivo de las cosas santas»? ¿Me crees loca? Esto sería un absurdo, una falta de caridad, una aberración del sentimiento religioso. Pero a ti, que has caído en la ignominia, a ti que no te hallas atada a ningún varón por los lazos del Sacramento, a ti que has sido madre por el crimen y tu escandaloso y sacrílego amor, te digo, sí, te digo mil veces: «Renuncia a tu hijo, no por dureza de sentimientos sino por expiación; no como desnaturalización, sino como castigo». Has cometido gravísima falta, has ofendido a tu Dios. Pues ofrécele el único deleite que existe en tu corazón, el cariño maternal… ¿Ese cariño te sirve de consuelo? Pues no tienes derecho a consuelo ninguno… ¿Quieres ser redimida? Pues no hay redención sin pasión, sin cruz… ¿Adoras a ese niño infeliz que no debió haber nacido? Pues sacrifica a Dios este sentimiento… Necesitas irremisiblemente una cruz, pero una cruz pesada, porque tu culpa a sido enorme. Pues bien, toma esa que tu mismo Dios te propone, tómala y anda con ella… La maternidad podría hacerte feliz, y tú, si quieres salvarte, no debes ser feliz de ningún modo. Si para ti no debe haber ya más que dolores, ¿para qué te apegas a los goces? Mientras más noble es el sentimiento que te deleita, más grande será el mérito de tu sacrificio, porque se ha dicho: «Y cualquiera que dejare casas o hermanos o padres o hijos por mi nombre recibirá cien veces tanto y heredará la vida eterna».

—¡Oh, qué cruz tan pesada, tan espantosa! —exclamó Gloria elevando sus brazos.

—Hija mía, no interpretes mal esto que no es imposición mía, sino simplemente exhortación y consejo —dijo Serafinita tomándole las manos y estrechándoselas con amor—; no creas que yo predico la desnaturalización, no. Pero a la altura de tu falta ha de estar tu purgatorio. Si necesitas llevar una cruz muy pesada para ser recibida arriba, no has de llevar una caña. Sacrificando niñerías, caprichos vanos y cosas de poco valor, no se gana la vida eterna. Es forzoso arrancar del corazón la fibra más sensible, arrojar la joya de más precio, matar lo grande, lo querido y lo entrañable, meter la espada en lo más hondo, llorar mares de lágrimas, padecer, padecer mucho y siempre padecer. Esta es la clave del cristianismo, amor mío. Ya sabes que en el día de hoy celebramos el augusto sacrificio de la víctima del Calvario, del divino cordero. Fija tu pensamiento en este ejemplo sublime y considera que es necesario que nos crucifiquemos para parecernos a Él y entrar en su reino.

—¡Crucificarme! ¿No lo estoy ya? —dijo Gloria extendiendo los brazos en cruz.

—Pero no basta crucificarte como mujer, sino como madre. Viviendo como vives, estás expuesta a mil peligros, y esa maternidad que tanto adoras es un lazo que te une sin quererlo al autor de todas tus desdichas. Vivirás sujeta a horribles tentaciones. Ya sabes que Job lo ha dicho: «La vida del hombre sobre la tierra es una tentación». Además el que todo lo sabe ha dicho: «Si tu mano o tu pie te fuere ocasión de pecar, córtalos y échalos de ti».

—Es verdad, es verdad.

—Hija mía —añadió la señora besando con cariño a la atribulada joven—, mete la mano en tu corazón y tócalo y observa si el amor de ese niño y la llama infame a cuyo primer fuego debió la vida, no se confunden el uno con la otra.

Gloria callaba. Parecía que en efecto metía la mano en el corazón y tanteaba llamas.

—¿Callas?

—No sé qué responder —dijo la infeliz dejando caer sus brazos con desaliento—. Mi alma está acongojada, y en mi pensamiento todo es confusión, desvarío. No sé lo que pienso ni lo que siento, porque estoy llena de terrores, de angustias, de presagios, de deseos, y no puedo tomar resolución alguna, porque cada esfuerzo de mi voluntad es seguido de un desfallecimiento que me mata.

—¡Y yo te ofrezco los medios para salir de este estado y los rechazas! ¡Te señalo el amor exclusivo de Dios como término dulcísimo de tus ansias, y dudas todavía!… Desarraiga todo amor criado, y entrará en ti la gracia como un torrente. Retira tus ojos de toda criatura y verás el rostro del Criador. Sepárate de cuanto ves y estarás unida a Él eternamente. Cierra tus oídos a la música fascinadora de los efectos pasajeros, y oirás en tu interior el habla del Señor Dios. ¡Bienaventurados los oídos que no escuchan la voz que viene de fuera, sino la verdad que habla y enseña interiormente!… Nadie mejor que yo puede darte estos consejos, porque en mí no sospecharás egoísmos. He hecho voto de pobreza, he repartido mi fortuna entre los pobres y las hijas de mi hermano. Desengañada de las vanidades del mundo, me disponía a entrar en un santo retiro, cuando supe tu desgracia. Esto me detuvo y sentí en mi conciencia el habla dulcísima de mi Dios que me dijo: «Ve y sálvamela»…

»¡Hija de mi corazón! Corrí a tu lado, te asistí en tu enfermedad como pudiera hacerlo la madre más cariñosa; pero mi orgullo no se cifraba en librarte de la muerte física, sino de la muerte moral que es la condenación eterna. Te exhorté, te puse mil ejemplos ante la vista, lloramos juntas, te he tratado con dulzura, con ardiente cariño y sin dureza ni altanería; que en las conquistas cristianas la humillación trae la victoria. Yo no puedo consentir que tu alma nobilísima arda en los infiernos por un extravío pasajero, y seguiré exhortándote hasta que me arrojes a golpes. Mientras tenga lengua te diré: «Ven, ven, hija mía, ven conmigo a esa morada pacífica y solitaria donde tu alma se purificará por la oración, por la humildad, por la penitencia, recibiendo al modo de una ablución divina, la gracia que ha de regenerarla». Allí tu corazón se limpiará de esa escoria tenebrosa por la llama del divino amor, que irá creciendo, creciendo, hasta producirte los más dulces arrobos, y la gratísima previsión del reino de los cielos, sólo concedidos a los que todo lo dejan por el Amado, y al Amado consagran cuanto en la persona humana existe de espiritual y divino…

—¡El convento! —dijo Gloria dando en su lecho una angustiosa vuelta—. No me asusta el encierro… pero allí no veré a mi hijo.

—El que hizo el mundo, el que se hizo hombre por redimirnos, el que fue sacrificado por nuestro amor es el primero de todos los amores, hija mía —dijo Serafinita, derramando sin cesar lágrimas de emoción y piedad—. ¿Es posible, es posible que no te convenzas todavía?

Gloria cerró los ojos, y como el que se hunde en los abismos de un letargo, contestó desde dentro con profunda voz, que apenas hacía mover sus labios:

—Todavía no.

—¡Miserable de mí, mil veces miserable —exclamó D.ª Serafinita con patético dolor—, que no tengo fuerzas, ni elocuencia para salvar un alma querida!

—Usted es una santa —dijo Gloria abriendo los ojos y ofreciendo sus brazos a su tía para estrecharla en ellos.

—Soy una infeliz que he aspirado a ejercer el ministerio de los apóstoles, y Dios me castiga por mi soberbia.

—Usted es una santa —repitió Gloria—, pero… nunca ha sido madre.

La noble señora no contestó. Observaba la creciente desfiguración de las facciones de su sobrina.

—¿Qué tienes?

—Una cosa que sería deseo de morir —repuso Gloria con abatimiento—, si no siguiera viviendo mi hijo.

—¿Tienes sueño?

—La pereza de la muerte; pero con esto se duerme.

—Debes descansar.

—No puedo… No se separe usted de mí. Si me quedo sola pensaré cosas malas… ¿Qué hora es?

—Ya amanece. Jueves Santo, hija mía. ¡El día más hermoso para salvarse!

Gloria trató de decir algo; pero entrole una congoja penosísima; su corazón oprimido latía con fuerza y era tal la sofocación de su pecho, que Serafinita le retiró las sábanas para que el peso de ellas no la molestase. Moviose la infeliz con febril inquietud en el lecho, y su hermosa cabeza con los negros cabellos en desorden se volvía con angustia hacia arriba. Por último se llevó ambas manos al pecho y oprimiéndoselo, cual si quisiera detener allí alguna cosa que se le escapaba, gritó con voz ronca:

—Señor, Señor, no puedo.

Serafinita procuró tranquilizarla. Al fin iba cayendo la joven en un estado semejante al sopor. Serafinita notó que sus sienes latían violentamente y que su respiración era fatigosa. Pero seguía aletargada, y como esto tranquilizara a la buena señora, arrodillose junto a la cama y empezó a rezar con el mayor recogimiento.

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