Gloria

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Los paseos que dieron: a la Cascada, a Ste. Claire, a la Gruta donde en un tiempo había vivido un ermitaño. Y de vuelta. Septiembre de 1924 fue especialmente estable. Podía haber una niebla húmeda de mañana, pero al mediodía el mundo centelleaba bajo el sol, los troncos de los árboles estaban brillantes, en el camino relucían charcos azules y, entibiadas por el sol, las montañas se quitaban su traje de brumas. La señora Edelweiss caminaba al frente con la señora Gruzinov; Gruzinov y Martin iban detrás. Gruzinov marchaba con placer, apoyándose firmemente en su bastón casero y molestándose si alguien se detenía a admirar el paisaje: afirmaba que los paisajes destruían el ritmo del paseo. Una vez sucedió que de una granja salió un perro ovejero y se interpuso, gruñendo, en el camino. La señora Gruzinov dijo «Tengo miedo» y se escondió detrás de su marido, y Martin tomó el bastón de su madre, mientras ella procuraba apaciguar al perro emitiendo en dirección a él sonidos que se utilizaban en Rusia para apurar a los caballos. Solo Gruzinov hizo lo correcto: simuló coger una piedra del sendero, y en el acto el perro dio un brinco y se alejó. Una tontada, por supuesto, pero Martin apreciaba esa clase de tontadas. En otra ocasión, pensando que Martin tenía dificultad para subir sin bastón por un sendero muy empinado, Gruzinov sacó una navaja del bolsillo, escogió un vástago apropiado y, manipulando el cuchillo con gran precisión, le confeccionó hábil y silenciosamente un bastón. Era suave y blanco, aún estaba vivo, aún era frío al tacto. Otra tontada, pero de alguna manera aquel bastón parecía oler a Rusia. La señora Edelweiss encontraba encantador a Gruzinov, y cierta vez, durante el almuerzo, le dijo a su esposo que debía trabar amistad con aquel hombre, que Gruzinov se había convertido en una figura legendaria entre los

emigrés.

—Desde luego, desde luego —respondió el tío Enrique vertiendo vinagre sobre la ensalada—, pero es un aventurero, y no pertenece del todo a los nuestros. Pero, por supuesto, invítalo si quieres.

Martin lamentó no poder escuchar a Gruzinov cautivando al tío Enrique en una conversación sobre el despotismo de las máquinas y el materialismo de nuestra época. Después del almuerzo, siguió al tío Enrique hasta su estudio y le dijo:

—El jueves parto hacia Berlín. ¿Puedo hablar unas palabras contigo?

—¿Qué es lo que te hace vagar por ahí de este modo? —le preguntó el tío Enrique disgustado, y moviendo los ojos y meneando la cabeza agregó—: Tu madre estará extremadamente preocupada, lo sabes muy bien.

—Me veo obligado a ir —prosiguió Martin—. Debo arreglar un asunto.

—¿Es un asunto amoroso?

El tío Enrique estaba ansioso por saberlo. Martin negó con la cabeza sin sonreír.

—¿Qué entonces? —susurró el tío, examinando la punta del escarbadientes que había usado durante un rato para las excavaciones.

—Pues, se trata de dinero —dijo Martin con bastante firmeza—. Quiero pedirte un préstamo. Sabes que en verano me defiendo bien. Te pagaré entonces.

—¿Cuánto? —preguntó el tío Enrique, mientras su rostro adoptaba una expresión complacida y un velo húmedo le cubría los ojos. Le encantaba demostrarle a Martin su generosidad.

—Quinientos francos.

Las cejas del tío Enrique se arquearon.

—Ah, una deuda de juego, ¿verdad?

—Si no estás dispuesto… —empezó a decir Martin, mirando con odio el modo en que su tío chupaba el escarbadientes.

Inmediatamente el tío se asustó.

—Tengo una regla —expresó en un tono de voz conciliatorio—. Nunca debes esperar franqueza de un joven. He sido joven, y sé lo atolondrados que pueden ser los jóvenes. Es natural. Pero los juegos de azar deben… Aguarda, aguarda, aguarda, ¿dónde vas? Te daré, te daré lo que quieres, con todo gusto. Y en cuanto a la devolución…

—Exactamente quinientos, entonces —dijo Martin—. Y partiré el jueves.

La puerta se abrió ligeramente.

—¿Puedo entrar? —preguntó con voz aguda la señora Edelweiss—. ¿Qué clase de secretos tenéis? —continuó sutilmente, cambiando la mirada del hijo al esposo—. ¿Por qué no podéis decírmelos?

—Es siempre el mismo asunto, esos hermanos Petit —contestó Martin.

—A propósito, Martin se va el jueves —anunció el tío Enrique, guardándose el escarbadientes en el bolsillo del chaleco.

—¿Qué? ¿Tan pronto? —exclamó apenada la madre.

—Sí, tan pronto, tan pronto, tan pronto —respondió su hijo con involuntario enfado.

Y salió del cuarto.

—Va a enloquecer sin un empleo —observó el tío Enrique, comentando el portazo.

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