Gloria

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Cuando Martin entró en el jardín del hotel, cuya vista ahora lo aburría, encontró a Gruzinov junto a la cancha de tenis, en la que se desarrollaba un juego bastante animado entre dos muchachos.

—Mírelos: brincando como dos cabras —señaló Gruzinov—. En Kostroma teníamos un herrero que jugaba maravillosamente al marro; podía batear una pelota por encima del campanario o a la otra orilla del río como si nada. Si lo tuviéramos aquí, les daría una paliza a estos jóvenes.

—Las reglas del tenis son diferentes —observó Martin.

—Los destrozaría, con reglas o sin reglas —replicó tranquilamente Gruzinov.

Un silencio. El golpear de las pelotas de tenis. Martin entornó los ojos.

—El rubio tiene un drive bastante elegante.

—No se da por vencido fácilmente, ¿eh? —insinuó Gruzinov, y lo palmeó en la espalda.

En aquel momento apareció la mujer, balanceando graciosamente las caderas. Reparó en dos chicas inglesas a quienes conocía y procedió a marchar en dirección a ellas.

—Yuri Timofeich —dijo Martin—, querría hacerle una consulta acerca de algo sumamente importante y confidencial.

—Será un placer escucharlo. Soy mudo como una tumba.

Martin miró a su alrededor y vaciló.

—Vamos a mi habitación —sugirió Gruzinov.

El cuarto del hotel estaba atiborrado de objetos, oscuro, e impregnado del perfume de la señora Gruzinov. Gruzinov abrió la ventana. Por un instante pareció un gran pájaro negro extendido contra un fondo dorado; después la luz del sol invadió el suelo de una zancada, deteniéndose en seco ante la puerta que Martin había cerrado ruidosamente tras sí.

—Me temo que el cuarto es un revoltijo; espero que no le importe —dijo Gruzinov echando una mirada de soslayo a la cama de matrimonio, deshecha por la siesta del mediodía—. Siéntese en aquel sillón, amigo. Estas manzanitas son dulces como el azúcar. Sírvase.

—En realidad quería hablar con usted sobre el siguiente asunto: tengo un compañero que planea cruzar ilegalmente a Rusia desde Latvia…

—Tome esta, que tiene buen color —interrumpió Gruzinov.

—No dejo de preguntarme —continuó Martin— si logrará o no hacerlo. Supongamos que ha estudiado con detenimiento un mapa topográfico, pero no basta con eso. Es seguro que habrá guardias fronterizos, agentes de inteligencia y espías por todas partes. Quería pedirle, bueno, algunas indicaciones útiles.

Gruzinov, con el codo apoyado sobre la mesa, comía una manzana, volviéndola en la mano, extrayéndole crujientes bocados, ora aquí, ora allá, volviéndola otra vez para elegir un nuevo punto de ataque.

—¿Y por qué quiere su amigo ir a vagar por allá? —inquirió, lanzando una rápida mirada a Martin.

—No lo sé, lo mantiene en secreto. Creo que quiere visitar a algunos familiares en Ostrov o en Pskov.

—¿Qué clase de pasaporte? —preguntó Gruzinov.

—Pasaporte extranjero. Es ciudadano extranjero, lituano o algo así.

—¿Qué ocurre entonces? ¿Se niegan a darle el visado?

—Eso no lo sé. Creo que en realidad no quiere ningún visado. Se propone hacerlo a su modo. O tal vez, efectivamente, no le den permiso para entrar.

Gruzinov terminó su manzana y dijo:

—Sigo buscando el sabor especial que tienen nuestras manzanas «antonovkas». A veces pienso: este es, lo he encontrado, pero luego lo paladeo con más cuidado, y no, el gusto no es el mismo. Los visados son una cuestión complicada, por lo general. ¿Le dije alguna vez que mi cuñado excedió la cuota norteamericana?

—Pensé que usted podría querer dar alguna clase de consejos —dijo Martin débilmente.

—¡Mala idea! Seguramente su amigo conoce todo esto mucho mejor.

—Así y todo estoy un poco preocupado por él —adujo Martin con voz queda.

Pensó con tristeza que la conversación estaba resultando muy diferente de lo que él se había imaginado, y que Gruzinov nunca le diría cómo había cruzado la frontera tantas veces.

—No es de extrañar que se preocupe usted —observó Gruzinov—, especialmente si él es un novato. No obstante, allá siempre se puede encontrar un guía.

—¡Oh, no, eso sería peligroso! —exclamó Martin—. Se puede caer en manos de un traidor.

—Naturalmente, hay que ser cauteloso —convino Gruzinov, restregándose un ojo y estudiando a Martin por entre sus dedos pálidos y gordos—. Y, por supuesto —agregó con voz apagada—, es muy importante conocer la localidad.

Aquí Martin desplegó rápidamente un mapa. Lo conocía de memoria, a menudo se había entretenido reproduciéndolo sin mirarlo, pero por el momento debía ocultar sus conocimientos.

—Ve usted, hasta me he procurado un mapa yo mismo —comentó jovialmente—. Por algún motivo se me ocurre que Nick cruzará aquí, por ejemplo, o aquí.

—Ah, de modo que se llama Nicolás —destacó Gruzinov—. Lo tendré en cuenta, lo tendré en cuenta. Es un buen mapa este. Aguarde un instante —(apareció el estuche para lentes; las gafas brillaron)—. Veamos, ¿qué escala es esta? Ah, bien. Aquí está Matanzagrado, aquí está Torturovka, justo en la frontera. Tengo un camarada, que también se llama Nick, por extraña coincidencia, y que en una oportunidad vadeó este río y fue así, hasta aquí, y salió desde aquí y después fue por el bosque. Es un bosque muy tupido, llamado Rogozhin, y si uno gira hacia el nordeste…

La conversación se animó y Gruzinov empezó a hablar cada vez más rápido, pinchando el mapa con la punta de un alfiler de seguridad que había desdoblado. En un minuto había trazado media docena de itinerarios, y continuaba divulgando los nombres de las poblaciones y revelando sendas invisibles. Pero, cuanto más animadamente hablaba, Martin podía ver con mayor claridad que estaba burlándose de él. Desde el jardín dos voces femeninas gritaron el nombre de Gruzinov, acentuando la primer sílaba en lugar de la segunda. Gruzinov se asomó. Las dos muchachas inglesas querían que fuera a tomar un helado (era popular entre las chicas, en cuyo honor adoptaba la personalidad de un papanatas bonachón).

—Cómo les gusta molestarme —comentó Gruzinov—. Nunca tomo helados, por otra parte.

Por un instante a Martin le pareció que alguna vez, en alguna parte, se habían dicho las mismas palabras (como en la obra de Blok Incógnita), y que tanto entonces como ahora él estaba confundido por algo, trataba de dilucidar algo.

—Ahora bien, este es mi consejo —abrevió Gruzinov, enrollando diestramente el mapa y devolviéndoselo a Martin—. Dígale a Nicky que se quede en casa y encuentre algo más constructivo para hacer. Es un buen tipo, estoy seguro, y sería una lástima que extraviara su camino.

—Lo sabe todo mejor que yo —replicó Martin vengativamente.

Bajaron al jardín. Martin se esforzaba por sonreír, pero sentía odio hacia Gruzinov, hacia sus ojos fríos, su frente tersa e impenetrable. Una cosa, pese a todo, lo alegraba: la charla se había llevado a cabo, ahora pertenecía al pasado. A decir verdad, lo habían tratado como a un niño, pero no importaba, al diablo con Gruzi, la conciencia de Martin estaba en claro ahora, podía empacar sus cosas y partir en paz.

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