Gloria

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El viaje nocturno, en el coche cama de color ciruela sucio de un Schnellzug, parecía no tener fin: por momentos Martin se dormía, luego se despertaba con algún arranque del tren, después volvía a encontrarse bajando pendientes de parque de diversiones y otra vez subía traqueteando, y escuchaba entre el sordo golpear de las ruedas los ronquidos del pasajero de la litera inferior, un jadeo rítmico que sonaba como una parte del mecanismo del tren.

Mucho antes de la llegada, mientras en el vagón todo el mundo dormía aún, Martin descendió de su litera y, tomando esponja, jabón, toalla, elementos para afeitarse y la bañera plegable, se dirigió al lavabo. Primero que nada extendió sobre el nauseabundo piso una capa de hojas del

Times de Londres que había comprado en Lausanne; desplegó sobre ellas la bañera de goma, de contornos algo inestables pero todavía útil; se sacó el pijama y procedió a cubrir con espuma de jabón su cuerpo musculoso y bronceado. No había mucho espacio, el vagón se balanceaba violentamente, Martin tenía conciencia de la transparente proximidad de los veloces rieles y del peligro de entrar inesperadamente en contacto con las mugrientas instalaciones. Pero no podía pasarse sin su baño matinal (en el mar, en un estanque, en una ducha, o en esa bañera), que representaba, según él, una especie de heroica defensa; defensa en contra del obstinado ataque de la tierra, a través de una película de insidioso polvo, como si no pudiera esperar a tomar posesión de un hombre a su debido tiempo. Por pobre que hubiera sido el descanso de Martin, después de bañarse quedaba penetrado de un vigor benéfico. En tales momentos, la idea de la muerte, la idea de que alguna vez, tal vez pronto (¿quién podría saberlo?), se vería obligado a rendirse a aquello por lo que habían pasado millones y millones de seres humanos, aquella idea de una muerte inevitable y accesible a todo el mundo, lo perturbaba tan solo ligeramente. Cobraba vigor recién hacia el atardecer, y con la llegada de la noche se dilataba a veces hasta alcanzar dimensiones monstruosas. Martin pensaba que la costumbre de que las ejecuciones se llevaran a cabo al amanecer era caritativa: el Señor permita que ocurra de mañana, cuando el hombre ejerce control sobre sí mismo, se aclara la garganta, sonríe, y luego se planta bien erguido, extendiendo los brazos.

Cuando se apeó en el andén de la estación Anhalter, inhaló el frío y humoso aire de la mañana. Lejos de allí, en la dirección de donde había llegado el tren, a través de la abertura del arco de hierro y vidrio, se podía ver un cielo azul pálido y un destello de rieles, y en comparación con aquella luminosidad todo era pardusco bajo la bóveda de la estación. Caminó hasta rebasar los sombríos vagones; rebasó la resollante y sudorosa locomotora, y, tras entregar su billete a la mano humana de una cabina de control, descendió los escalones que llevaban a la calle. Por apego a las imágenes de su niñez, decidió escoger como punto de partida para su viaje la estación Friedrich, donde, en un día remoto, sus padres y él, después de alojarse en el vecino Continental, habían tomado el Nord-Express. La maleta pesaba mucho, pero Martin estaba tan excitado e inquieto que decidió caminar. Sin embargo, cuando llegó a la Postdamerstrasse, empezó a sentir un hambre atroz, y, tras estimar la distancia restante hasta la Friedrich Bahnhof, cogió sabiamente un autobús. Desde el principio mismo de aquel día inusual tuvo todos los sentidos aguzados: le parecía estar aprendiendo de memoria los rostros de todos los transeúntes, y percibir con particular agudeza los colores, los olores y los sonidos. Los bocinazos de los automóviles que en las noches de lluvia solían torturarle el oído con sus groseros tonos húmedos, ahora sonaban en cierta manera extramundanos, melodiosos y lastimeros. Mientras viajaba sentado en el autobús, oyó un escarceo de lenguaje moscovita cerca de él. Provenía de un matrimonio, de aspecto más soviético que emigré, y de sus dos hijitos de ojos atónitos. El mayor se había colocado junto a la ventanilla, el menor se apretujaba contra su hermano.

—Un restaurante —dijo extáticamente el más grande.

—¡Mira, un restaurante! —exclamó el más pequeño, apretujándose contra él.

—Puedo verlo sin que me lo digas —replicó su hermano con brusquedad.

—Es un restaurante —afirmó convencido el más pequeño.

—Calla, idiota —dijo el hermano.

—No es la calle Linden todavía, ¿verdad? —preguntó la madre, preocupada.

—Aún estamos en el Post Dammer —explicó el padre, con autoridad.

—Ya pasamos el Post Dammer —gritaron los niños.

Y siguió una corta discusión.

—¡Qué arco este! A ti te servirá de clase —exclamó gozoso el mayor, golpeando la ventanilla con el dedo.

—No grites así —indicó el padre.

—¿Qué es aquello?

—Te he dicho que no grites.

El niño pareció herido.

—En primer lugar hablé suavemente, y no grité en absoluto.

—Arco —murmuró asombrado el pequeño.

La familia entera quedó absorta contemplando la Puerta de Brandenburgo.

—Lugar histórico —declaró el mayor de los chicos.

—Un arco antiguo, sí —confirmó el padre.

—¿Cómo haremos para pasar? —preguntó el niño más grande—. ¡Es muy apretado!

—¡Pues hemos pasado! —suspiró aliviado el más pequeño.

—Y esto de aquí es la Unter —gritó la madre—. Hay que bajarse.

—La Unter es una calle muy muy larga —dijo el mayor—. La he visto en el plano.

—Esta es la calle Presidente —dijo lentamente el pequeño.

—¡Calla, idiota! Es la Unter Linden.

Luego, a coro:

—La Unter es larga, larga, larga.

Y en un solo de voz masculina:

—Es un viaje interminable.

Allí descendió Martin. Su niñez, pensó con extraña angustia, su entusiasmo infantil había sido similar, y a la vez totalmente distinto. La yuxtaposición duró un instante: cantó y se hundió.

Después de facturar la maleta y comprar un billete para el tren de la tarde a Riga, se sentó en la bulliciosa cafetería de la estación, en donde le sirvieron una prolija ración de huevos fritos que parecían soles. En el último número del semanario

emigré que leyó mientras comía, encontró un rencoroso análisis del último libro de Bubnov,

Caravella. Cuando hubo apaciguado su hambre, encendió un cigarrillo y miró en derredor. En la mesa más cercana una muchacha escribía y se enjugaba las lágrimas. La chica lo miró durante un instante con ojos borrosos y húmedos, apretando el lápiz contra los labios, y, habiendo encontrado la palabra que buscaba, volvió a escribir, cogiendo el lápiz como lo hacen los niños: casi de la punta, con el dedo índice tensamente curvado. Abrigo negro con una gastada piel de conejo en el cuello abierto, rosario de ámbar, garganta tierna y blanca, pañuelo arrugado en el puño. Martin pagó lo que había comido y, dispuesto a seguirla, empezó a esperar que la chica se levantara. Pero cuando ella terminó de escribir, apoyó los codos sobre la mesa y siguió sentada allí, observando, con los labios entreabiertos. Permaneció sentada durante largo rato, mientras desde algún lugar al otro lado de los ventanales partían los trenes, y Martin, que debía llegar al consulado de Latvia antes de que cerraran, decidió darle solo cinco minutos más, e irse. Pasaron los cinco minutos. «Todo lo que haría sería pedirle que nos encontráramos por la tarde para tomar una copa, solo eso», alegó mentalmente, imaginando al mismo tiempo que aludiría al peligroso y distante viaje, y que ella lloraría. Pasó otro minuto. «Está bien, déjala», se dijo, y, echándose el impermeable sobre el hombro a la manera inglesa, marchó hacia la salida.

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