Gloria

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No informó a Lida ni a su hermano de la muerte de su padre, porque dudaba pudiera expresar la noticia naturalmente, mientras que contarla emocionado hubiera sido indecoroso. Desde su más temprana niñez, su madre le había enseñado que tratar en público una experiencia emocional profunda —que al aire libre se disipa y desaparece de inmediato y, curiosamente, se vuelve similar a una experiencia análoga del interlocutor— no solo era vulgar, sino, además, un pecado en contra del sentimiento. Sofía detestaba las cintas de las coronas fúnebres con inscripciones plateadas tales como «A nuestro joven héroe» o «A nuestra inolvidable y querida hija», y reprobaba a esa gente, muy sosegada pero fastidiosamente sentimental, que cuando pierde a un ser querido cree posible derramar lágrimas en público mientras que en otro momento, en un día de buena suerte, aun cuando por dentro salten de alegría, jamás se permitirían prorrumpir en risas frente a cualquier extraño que pase. Una vez, cuando tenía alrededor de ocho años, Martin había intentado cortar el pelo a un perrito lanudo y sin querer le había cortado una oreja. Demasiado turbado para explicar que simplemente había querido recortar los mechones sobrantes antes de que el perro pareciera un tigre, Martin afrontó la indignación de su madre con un silencio estoico. Ella le ordenó bajarse los pantalones e inclinar el torso hacia delante. Él lo hizo en completo silencio, y en completo silencio ella lo castigó con una fusta de cuerda de tripa. Después él se subió los pantalones y ella le ayudó a abotonárselos al chaleco, pues Martin había comenzado a hacerlo mal. Después él salió, y recién allí, en el parque, permitió que su corazón sollozara y las lágrimas se mezclaran con los arándanos. Mientras tanto la madre lloraba en su alcoba y por la tarde apenas pudo contener nuevas lágrimas, cuando un Martin regordete y muy alegre jugó en la bañera con un cisne de celuloide y al rato se incorporó para que le enjabonara la espalda y ella pudo ver las marcas de color rosa vivo sobre sus tiernas nalgas. Dicho castigo solo tuvo lugar una vez y Sofía no volvió a alzar la mano para amenazar a su hijo con pegarle por tal o cual diablura insignificante como hacían las madres francesas y alemanas.

Martin, que había aprendido tempranamente a reprimir las lágrimas y ocultar las emociones, sorprendía a sus maestros por su insensibilidad. A su vez, pronto descubrió en sí un rasgo que se sintió obligado a ocultar con particular tenacidad, y que a los dieciséis años, en Crimea, sería causa de algunos tormentos. Martin notaba que en ciertas ocasiones tenía tanto miedo de parecer poco hombre, de que lo creyeran un cobarde, que involuntariamente reaccionaba del modo exacto en que lo haría un cobarde: la sangre dejaba su rostro, las piernas le temblaban y el corazón le latía rápidamente. Aunque admitía no poseer una innata y genuina

sang-froid, se resolvió firmemente a comportarse siempre como en su lugar lo haría un hombre temerario. Al mismo tiempo, la vanidad y el amor propio se desarrollaban noblemente en él. Kolya, el hermano de Lida, a pesar de tener la misma edad de Martin, era muy delgado y bajo. Martin pensaba que podía derribarlo sin mayor esfuerzo. Y sin embargo, la posibilidad de una derrota casual lo ponía tan nervioso, la imaginaba de un modo tan horriblemente claro, que jamás habló de iniciar una lucha con él.

No obstante, aceptaría de buena gana el desafío de Ivanov, un oficial de caballería de veinte años, con músculos como piedras redondas (muerto seis meses más tarde en la batalla de Melitopol), que lo trataría con dureza, despiadadamente, y, tras una agobiadora pelea, lo apretaría, colorado y jadeante, contra la hierba. También hubo aquella noche, aquella cálida noche de Crimea, con el azul oscuro de los cipreses resaltando sobre el blanco tiza de las fantasmales paredes tártaras bajo la luz de la luna, en la que, yendo Martin camino a su casa desde Adreiz, donde vivía la familia de Lida, en una curva del camino arenoso que llevaba hacia la carretera apareció bruscamente una figura humana y una voz profunda preguntó:

—¿Quién anda allí?

Martin notó disgustado que su corazón daba un vuelco.

—Ajá, debe ser Dedman el Tártaro —agregó la voz, y un rostro de hombre avanzó rasgando amenazadoramente la negra trama de sombras.

—No —dijo Martin—. Déjeme pasar, por favor.

—Pues yo digo que eres Dedman-Akhmet —insistió el otro, en un tono sereno pero áspero, y un rayo de luna permitió ver que el hombre tenía un gran revólver en la mano—. Muy bien… Ponte contra la pared —dijo el desconocido, cuya voz no era ya amenazadora, sino conciliatoria y vulgar.

Las sombras volvieron a cubrir la pálida mano y el arma, pero en el lugar en que estas habían estado quedaba una mancha reluciente. Martin se hallaba frente a dos alternativas. La primera era insistir en una explicación; la segunda, escabullirse en la oscuridad y correr.

—Creo que me ha confundido con otra persona —dijo incómodamente, y dio su nombre.

—Contra la pared, contra la pared —chilló el hombre.

—No hay ninguna pared aquí —señaló Martin.

—Esperaré hasta que haya alguna —afirmó enigmáticamente el hombre y, con un crujido de guijarros, se sentó o se arrodilló: era imposible determinarlo en la oscuridad.

Martin permaneció donde estaba, sintiendo un ligero escozor en el lado izquierdo de su pecho, adonde debía estar apuntando el ahora invisible cañón del arma.

—Un solo movimiento y te mato —murmuró el hombre, agregando algo ininteligible.

Martin se quedó quieto un rato, y luego un rato más largo, tratando de pensar qué haría en su lugar un hombre osado y desarmado. No se le ocurrió nada, pero súbitamente preguntó:

—¿Quiere un cigarrillo? Llevo algunos conmigo.

No sabía cómo se le había escapado aquello e inmediatamente se sintió avergonzado, especialmente porque el ofrecimiento había quedado sin respuesta. Entonces decidió que la única forma de redimir sus vergonzosas palabras era hacer frente al hombre, y abatirlo de un golpe si era necesario, pero, en cualquier caso, pasar. Pensó en la partida de campo programada para el día siguiente, en las piernas de Lida, uniformemente cubiertas por un tostado terso y suave de color oro rojizo, e imaginó que tal vez su propio padre estuviera esperándolo esa noche, que tal vez estuviera haciendo algún tipo de preparativos para su encuentro: y aquí Martin se sorprendió sintiendo una extraña hostilidad hacia su padre, por la que se reprocharía, después, largo tiempo. Podía oírse el murmullo del mar, con el romper de las olas regularmente espaciado; sonoros grillos empeñados en una mecánica competencia de chirridos; y allí estaba aquel imbécil en la oscuridad. Martin, como él mismo acababa de advertir, tenía la mano puesta sobre el corazón; llamándose cobarde una última vez, se lanzó bruscamente hacia adelante. No ocurrió nada. Tropezó con la pierna del hombre, pero este no la apartó: estaba sentado con la espalda arqueada, la cabeza inclinada, roncando suavemente, y despedía un espeso y rico olor a vino.

Después de llegar sano y salvo a su casa y haber disfrutado de un buen sueño, a la mañana siguiente, en el balcón rodeado por la

wistaria, Martin lamentó no haber desarmado al borracho inerte: hubiera sido bonito exhibir enigmáticamente el revólver confiscado. Siguió disgustado consigo mismo porque, en su opinión, no había podido estar totalmente a la altura de las circunstancias al encontrarse con el peligro largamente esperado. ¡Cuántas veces, en la ruta de sus sueños, llevando antifaz y grandes botas, había detenido tanto a diligencias como a importantes berlinas, o jinetes, y luego había distribuido los ducados de los mercaderes entre la gente pobre! En su época de capitán de una corveta pirata, había peleado con una sola mano y de espaldas al mástil mayor contra la arremetida de la tripulación amotinada. Había sido enviado a las profundidades del África en busca de un explorador desaparecido, y, cuando finalmente pudo encontrarlo —en la jungla virgen de una región sin nombre—, fue hacia él con una cortés reverencia, haciendo gala de gran dominio de sí mismo. Había escapado de campos de trabajos forzados a través de pantanos tropicales, había marchado hacia el polo en medio de asombrados y erguidos pingüinos, había montado un corcel enjabonado y con el sable desenvainado había sido el primero en abrirse paso en el Moscú insurgente. Y ahora Martin se sorprendía embelesado en rememorar el absurdo y bastante insípido incidente nocturno, que no guardaba más relación con la vida real que él había vivido en sus fantasías, que la que tiene un sueño incoherente con la realidad plena y auténtica. Y del mismo modo en que ciertas veces contamos un sueño embelleciéndolo, suavizando aquí, redondeando allá, como para elevarlo al nivel de lo plausible o del absurdo realista, Martin, al referir la historia de su encuentro nocturno (aunque, en el fondo, no quería hacerlo público), pintó al extraño más sombrío, al revólver más funcional, y a sus propias palabras más ingeniosas.

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