Gloria

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La estela centelleante de aquella luna lo seducía del mismo modo que el sendero en el bosque del cuadro de su cuarto de niño. Y el enjambre de luces de Yalta entre la extensa negrura, de composición y poderes desconocidos, también le recordaban una impresión que había tenido en su niñez: a la edad de nueve años, vestido solo con su camisa de dormir y con los pies helados por el frío, estaba arrodillado frente a la ventanilla de un coche cama; el Sud Express atravesaba velozmente la campiña francesa. Sofía, después de haber puesto a su hijo en la cama, se había reunido con su esposo en el coche comedor. La criada dormía profundamente en la litera superior. Estaba oscuro en el estrecho compartimiento; la pantalla flexible de paño azul dejaba pasar solo un poco de luz de la lámpara de noche. Sus borlas se balanceaban y las paredes crujían levemente. Tres escurrirse de las sábanas, Martin había reptado por la alfombra hasta la ventanilla y había levantado la cortina de cuero. Para esto había tenido que soltar un broche, tras lo cual la cortina se había deslizado suavemente. Temblaba de frío y le dolían las rodillas, pero no podía apartarse de la ventanilla, más allá de la cual pasaban fugazmente las laderas oblicuas de la noche. Fue entonces cuando de repente vio lo que ahora recordaba en la meseta de Crimea: un puñado de luces en la distancia, en el doblez de la oscuridad entre dos colinas. Las luces se escondían y reaparecían, luego volvían titilando en una dirección completamente distinta y bruscamente se desvanecían, como si alguien las hubiera cubierto con un pañuelo negro. Pronto el tren frenó y se detuvo. Dentro del coche se hicieron audibles varios ruidos extrañamente incorpóreos: conversaciones monótonas, toses; luego, la voz de su madre llegó desde el pasillo; y, deduciendo que sus padres debían de estar regresando del coche comedor y podían de paso echar una ojeada en el compartimiento adyacente, Martin volvió a meterse en la cama. Poco más tarde el tren comenzó a moverse, pero luego se detuvo un buen rato, emitiendo un suspiro de alivio muy largo y sibilante, y, simultáneamente, al oscuro compartimiento llegaron pálidas franjas de luz. Martin serpenteó nuevamente hacia la ventanilla: vio el andén iluminado de una estación; un hombre pasaba haciendo rodar una carretilla para equipajes con un sordo traqueteo, y sobre la carretilla de hierro había un canasto con la misteriosa inscripción «FRÁGIL». Varias moscas de agua y una gran polilla giraban alrededor de un farol de gas. A lo largo del andén caminaban oscuras personas, conversando al pasar de cosas desconocidas. Después se oyó el ruidoso choque de los topes del vagón y el tren se puso en marcha. Los faroles pasaban y desaparecían; también pasó una pequeña estructura con una fila de palancas en el interior y muy iluminada. El tren se bamboleaba ligeramente cada vez que se desviaba a otros rieles. Al otro lado de la ventanilla todo se oscureció y, otra vez, solo quedó la noche fugaz. Y nuevamente, saliendo de la nada, no ya entre dos colinas sino mucho más cerca y más tangibles, las luces familiares se esparcieron frente a él, y la máquina emitió un silbido quejumbroso, como si también ella lamentara dejarlas atrás. Después se escuchó un violento estrépito y en dirección opuesta pasó un tren como un disparo… y se esfumó como si nunca hubiera existido. La noche negra y ondulante continuó su fluida carrera y las elusivas luces fueron achicándose gradualmente hasta quedar en la nada.

Cuando desaparecieron por completo, Martin bajó la cortina y se acostó. Despertó muy temprano. El tren parecía moverse de un modo más plácido y uniforme, como si se hubiera acostumbrado a la marcha rápida. Cuando Martin soltó la cortina, sintió un mareo momentáneo, pues el campo pasaba en sentido contrario, no había esperado encontrarse con las primeras luces del cielo, de un color ceniza pálido, y las colinas con terrazas cubiertas de olivos le resultaban absolutamente nuevas.

Desde la estación fueron a Biarritz en un landó alquilado, a través de un camino polvoriento rodeado por zarzas polvorientas, y puesto que Martin veía moras por primera vez, y por algún motivo la estación se llamaba «La Negra», tuvo mil preguntas que hacer. Hoy, a los dieciséis años, seguía comparando el mar de Crimea con el océano en Biarritz: sí, las olas de Vizcaya eran más altas y las rompientes más violentas, y el gordo baigneur vasco, con su traje de baño eternamente húmedo («Esa profesión es mortal», solía decir su padre), acostumbraba a tomar a Martin de la mano y lo guiaba hacia la parte menos profunda del agua. Entonces ambos se ponían de espaldas al mar y una ola inmensa y rugiente se precipitaba sobre ellos, arrastrando e inundando el mundo entero. En la primera franja de playa, una mujer morena, con algunos pelos grises en el mentón, iba al encuentro de los que habían terminado de bañarse y les echaba una toalla esponjosa sobre los hombros. Más atrás, en una cabina que olía a alquitrán, un empleado lo ayudaba a uno a zafarse de las pegajosas batas de baño, y traía una batea con agua caliente, casi hirviendo, donde había que sumergir los pies. Después, una vez vestidos, Martin y sus padres solían sentarse en la playa: la madre, con su gran sombrero blanco, bajo una sombrilla blanca y escarolada; el padre, también bajo una sombrilla, pero de color crema y muy masculina; y Martin, llevando una camiseta a rayas y un sombrero de paja tostada con la leyenda «H. M. S. Indomitable» en una cinta ajustada a la copa. Con los pantalones totalmente arremangados, acostumbraba a construir un castillo de arena rodeado de fosos. Un barquillero que usaba boina se acercaba y hacía girar, rechinando, el manubrio del cilindro de lata roja que contenía su mercadería. Esos largos trozos curvos de barquillo, mezclados con la arena que llevaba el viento y la sal del mar, permanecerían entre los recuerdos más vívidos de ese período. Detrás de la playa, sobre el paseo de piedra que anegaban las olas en los días de tormenta, una jovial florista, muy maquillada y bastante lejos de ser joven, pondría el acostumbrado clavel en el ojal de la chaqueta blanca del padre, mientras este observaba el procedimiento, entre amable y divertido, echando hacia adelante el labio inferior y apoyando los pliegues de la barbilla contra la solapa.

Fue una lástima abandonar, a fines de septiembre, aquella playa feliz y la blanca casa de campo con su higuera nudosa que se negaba a ceder tan siquiera un solo fruto maduro. Camino a casa se detuvieron en Berlín, donde varios muchachos, y hasta algún adulto con un portafolios bajo el brazo, se deslizaban con el ruido característico de los patines sobre las calles asfaltadas. Y además estaban las maravillosas jugueterías (locomotoras, túneles, viaductos), los campos de tenis en las afueras de la ciudad, en el Kurfürstendamm, el cielorraso del Wintergarten simulando una noche estrellada, y el viaje al bosque de pinos de Charlottenburg, que hicieron un día frío y claro, en un emocionante cupé blanco.

En la frontera, donde había que hacer transbordo de trenes, Martin se dio cuenta de que había dejado olvidado en su compartimiento el portaplumas con la delgada lente de cristal, en la cual, al llevársela al ojo, surgía como un destello un paisaje azul y nácar, pero durante la cena en la estación (gallina con avellanas y salsa de gemianía) el camarero del coche cama lo trajo y el padre de Martin le dio un rublo. Al llegar a lado ruso de la frontera, los recibieron el hielo y la nieve. Toda una montaña de troncos se hinchaba en el ténder del ferrocarril. La locomotora rusa, de color carmesí, fue equipada con un quitanieve en forma de abanico y de su alta chimenea fluyó un humo blanco y rizado. El Nord-Express, rusificado en

Verzhbolovo, conservó el revestimiento marrón de sus vagones, pero su aspecto quedó mucho más formal, sus flancos cubiertos hasta una altura mayor, hubo calefacción en todo su interior, y, en vez de alcanzar velocidad inmediatamente, le llevaba mucho tiempo ganar impulso después de cada parada. Fue agradable encaramarse sobre uno de los asientos rebatibles del pasillo alfombrado de azul, pero al pasar el obeso revisor de uniforme marrón chocolate golpeó a Martin en la cabeza con la linterna que empuñaba en la mano. Afuera se extendían los campos blancos; aquí y allá, sauces sin hojas sobresalían del manto de nieve. Junto a la barrera de un paso a nivel, una mujer con botas de fieltro sostenía una bandera verde; un campesino que había saltado de su trineo cubría con sus mitones los ojos de su caballo de tiro. Y por la noche Martin vio algo maravilloso; al otro lado de la ventana negra y de su reflejo volaban miles de chispas: rasgos en forma de flecha con la punta de fuego.

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