Gloria

Gloria


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El día estaba muy caluroso y polvoriento. En los cafés servían enormes vasos de agua helada acompañados con una taza diminuta de un brebaje negro y dulce. En los cercos que bordeaban la playa, los carteles que anunciaban a una soprano rusa comenzaban a rasgarse. El tren eléctrico que iba hacia Atenas llenaba el ocioso día con su rumor sordo y continuo, tras lo cual todo volvía a la quietud. Las soñolientas casitas de Atenas recordaban pequeños pueblos bávaros. A distancia, las atezadas montañas se veían portentosas. En la Acrópolis, pálidas amapolas temblaban con el viento, entre trozos de mármol roto. Justo en medio de la calle, accidentalmente, empezaban las vías sobre las que descansaban vagones de trenes de refuerzo. En los jardines maduraban naranjas. Podía haber un lote de terreno vacante con un soberbio grupo de columnas —una de ellas caída y fracturada en tres partes— dentro de él. Todo ese mármol amarillento que se desmoronaba paulatinamente quedaba nuevamente bajo la custodia de la naturaleza. El hotel de Martin, mucho más nuevo, dado su período de construcción, compartiría el mismo destino.

Mientras se hallaba en la playa con Alia, se decía, con arrobado estremecimiento, que estaba en una hermosa tierra remota. Y qué condimento era aquel de estar enamorado, qué placer permanecer al viento junto a una mujer sonriente con los cabellos en desorden, con la inquieta falda por momentos agitada y por momentos apretada contra las rodillas por la misma brisa que una vez hinchiera las velas de Ulises. Un día, mientras vagaban por la ondulada arena, Alia tropezó. Martin la sujetó, ella miró por encima del hombro la suela de su zapato, levantando en alto el pie, y volvió a caerse. Aquello fue suficiente, y Martin apretó su boca contra los labios entreabiertos de la muchacha. Durante ese prolongado beso, algo torpe, ambos casi perdieron el equilibrio. Ella se zafó de los brazos de él y, riendo, declaró que los besos de Martin eran muy húmedos y que debía tomar algunas lecciones. Martin reparó en el humillante temblor de sus propias piernas y en el intenso latir de su corazón. Le enfurecía estar agitado de ese modo, como después de una pelea en la escuela, cuando sus compañeros exclamaban: «¡Mirad qué pálido está!». No obstante, este primer beso de su vida —con los ojos cerrados, muy profundo, sintiendo una especie de cosquilleo interior, cuyo origen no pudo comprender en aquel momento—, fue tan maravilloso, satisfizo tan generosamente sus expectativas, que su descontento consigo mismo se disipó inmediatamente. El resto de aquel día ventoso y turbulento transcurrió en medio de apasionadas repeticiones y perfeccionamientos. Por la tarde, Martin se sentía cansado como si hubiera estado acarreando leños sobre los hombros. Y cuando Alia, acompañada por el esposo, entró en el comedor, donde él y su madre pelaban ya sus naranjas, y se sentó en la mesa más cercana (desdoblando hábilmente la mitra que formaba su servilleta, dejándola caer sobre su falda con un ágil movimiento de manos y aproximándose a la mesa junto con la silla), un rubor lento invadió el rostro de Martin y durante largo rato le faltó coraje para salir al encuentro de su mirada. Pero, cuando finalmente lo hizo, no pudo hallar en los ojos de la joven la respuesta turbada que esperaba.

La ávida, desenfrenada imaginación de Martin, siempre había sido incompatible con la castidad. Esas fantasías que habitualmente se toman por «impuras» lo habían atormentado durante los últimos dos o tres años, pero él no había hecho mayores esfuerzos para resistirlas. En un principio existieron separadamente de las verdaderas pasiones del comienzo de su adolescencia. Una inolvidable noche de invierno en San Petersburgo, después de haber tomado parte en ciertas representaciones teatrales caseras y estando aún maquillado, con las cejas pintadas de carbón, y vestido con una típica camisa rusa de color blanco, se encerró en un ropero con una prima de su edad, también maquillada y con un pañuelo atado al nivel de las cejas, y, mientras apretaba las manitas húmedas de la chica, Martin sintió la naturaleza romántica de su comportamiento, mas no se excitó. Maurice Gerald, el héroe de Mayne Reid, tras detener su corcel junto al de Louise Pointdexter, rodeaba con su brazo la frágil cintura de la rubia criolla, y entonces el autor exclamaba en un aparte: «¿Qué puede compararse a un beso así?». Cosas como esta provocaban en Martin un erotismo mucho más profundo. Lo que invariablemente lo excitaba era lo remoto, lo prohibido, lo vago —cualquier cosa lo bastante indefinida como para hacer que su imaginación se esforzara en apartar los detalles—, tanto como un retrato de Lady Hamilton o los susurros que, con ojos desorbitados, hacía algún compañero sobre las «casas de mala reputación». Ahora la niebla se había disipado, la visibilidad había mejorado. Estaba demasiado absorbido por estas sensaciones como para prestar la debida atención a las declaraciones de Alia: «Siempre seré un sueño encantador para ti», «Soy locamente voluptuosa», «Nunca me olvidarás como se olvida una vieja novela leída hace mucho tiempo (¿conoces esa canción?)», «Y nunca, nunca debes hablarles de mí a tus futuras amantes».

En cuanto a Sofía, estaba contenta y descontenta al mismo tiempo. Cuando alguna conocida le informaba recatadamente: «Estábamos paseando y vimos a su muchacho, sí, lo vimos, del brazo con esa poetisa, con la cabeza totalmente perdida», Sofía respondía que eso era muy natural a su edad. La temprana revelación de las pasiones masculinas de Martin la enorgullecía, aunque no podía ignorar el hecho de que, si bien Alia era una joven dulce y amable, tal vez fuera «un poquito demasiado rápida», como dicen los ingleses, y mientras justificaba la locura de su hijo, Sofía no perdonaba la atractiva vulgaridad de Alia. Afortunadamente, la estadía en Grecia llegaba a su fin: Sofía esperaba que en unos pocos días le llegara respuesta de Suiza, de Enrique Edelweiss (primo de su marido), a una carta suya muy sincera, escrita con gran dificultad, acerca de la muerte de su esposo y el agotamiento de sus bienes. Enrique solía visitarlos cuando estaban en Rusia, había sido buen amigo de su marido y suyo, estaba encariñado con su hijo y gozaba de una reputación de hombre honesto y generoso. —¿Recuerdas, Martin, cuándo fue la última vez que el tío Enrique vino a visitarnos? De todos modos fue antes, ¿no?

Ese «antes», siempre carente de complemento, significaba antes de la disputa, antes de la separación de su marido, y Martin también acostumbraba a hablar de un «antes» y de un «después», sin otra especificación.

—Creo que fue después —dijo, recordando la llegada del tío Enrique a su dacha, la conversación privada que había tenido con su madre, y cómo había salido de ella con los ojos colorados, pues era particularmente lacrimoso e incluso lloraba en el cine.

—Sí, por supuesto… Qué tonterías digo —agregó Sofía rápidamente, reconstruyendo súbitamente la visita, la discusión que habían tenido sobre su marido, los consejos de Enrique para que ambos se reconciliaran—. Pero te acuerdas de él, ¿no? Cada vez que venía te traía algo.

—La última vez fue un teléfono para hablar de una habitación a otra —observó Martin haciendo una mueca.

Instalar el teléfono resultaba fastidioso, y, cuando finalmente alguien lo instaló, tendiendo una línea entre su cuarto y el de su madre, nunca funcionó bien. Después se descompuso del todo y quedó abandonado junto con los regalos anteriores del tío Enrique, como El Robinson suizo, extremadamente pesado en comparación al verdadero Robinson Crusoe, o los pequeños vagones de carga que provocaron secretas lágrimas de desencanto, pues a Martin solo le gustaban los trenes de pasajeros.

—¿Por qué pones esa cara? —preguntó Sofía.

Martin lo explicó y ella dijo sonriendo:

—Es verdad, es verdad.

Y se detuvo por un momento a pensar en la niñez de Martin, en cosas irrecuperables, inefables; había un desgarrador encanto en su evocación: «¡Qué rápido pasa todo…! Piensa: ha empezado a afeitarse, tiene las uñas limpias, esa elegante corbata lila, esa mujer».

—Esa mujer es muy dulce, ¿eh? —dijo—. ¿Pero no crees que es un poquito apresurada? No deberías dejarte arrebatar de ese modo. Dime… no, prefiero no preguntarte nada. Es solo que dicen que en San Petersburgo era una coqueta terrible. Y no me dirás que realmente te gusta su poesía, ese demonismo femenino. Tiene una manera tan afectada de recitar versos… ¿Es verdad que habéis llegado al punto de… no sé, de tomarse las manos o algo parecido?

Martin sonrió enigmáticamente.

—Estoy segura de que no hay nada entre vosotros —comentó Sofía astutamente, estudiando con amor el pestañear de los ojos igualmente astutos de su hijo—. Estoy convencida de que no hay nada. No tienes edad suficiente todavía.

Martin sonrió; Sofía lo atrajo hacia ella y le dio un beso jugoso, voraz, en la mejilla. Todo esto ocurría junto a una mesa de jardín, en la terraza del hotel, una mañana temprano. El día prometía ser hermoso; el cielo sin nubes conservaba aún un matiz borroso, como la hoja de papel de seda que a veces cubre la portada excepcionalmente vivida de una costosa edición de cuentos de hadas. Martin apartó cuidadosamente la hoja translúcida y allí, por los escalones blancos, meneando su baja cadera más suavemente que nunca, llevando una falda de color azul intenso por la que se deslizaba una prolija onda a medida que, descendiendo con calculada lentitud, primero un pie y luego el otro, extendía la punta del lustroso zapato, balanceando rítmicamente su bolso de brocado, sonriendo ya, y con el cabello echado hacia un lado, llegó una mujer de ojos claros, y cuello fino, y largos pendientes negros que también oscilaban a ritmo con el descenso. Martin fue a su encuentro, le besó la mano, retrocedió unos pasos, y ella, riendo y pronunciando vibrantemente las erres, saludó a Sofía, que descansaba en un sillón de mimbre fumando un grueso cigarrillo inglés, el primero que encendía después del café de la mañana.

—Dormías tan bien, Alia, que no quise despertarte —dijo Sofía, sosteniendo a cierta distancia su boquilla esmaltada y mirando con el rabillo del ojo a Martin, que ahora estaba sentado sobre la balaustrada, balanceando las piernas.

Rebosando entusiasmo, Alia comenzó a contar los sueños que había tenido aquella noche, maravillosos sueños de mármol, con sacerdotes de la antigua Grecia, de cuya capacidad para aparecer en sueños Sofía dudaba seriamente. Y la grava regada pocos minutos atrás relucía húmedamente.

La curiosidad de Martin crecía. Los paseos por las playas y los besos que cualquiera podía espiar empezaron a parecerle un prólogo muy largo. Al mismo tiempo, su deseo por el texto principal se mezclaba con la ansiedad: no podía imaginar determinados detalles y su inexperiencia lo abrumaba. El inolvidable día en que Alia le dijo que no estaba hecha de madera, que no la acariciara así, y en el que, después del almuerzo, cuando su marido estaba convenientemente alejado en la ciudad y Sofía dormía la siesta, se deslizó en el cuarto de Martin para leerle los poemas de alguien, ese día fue el mismo que comenzara con la conversación sobre el tío Enrique y el teléfono de habitación a habitación. Cuando tiempo después, en Suiza, el tío Enrique le diera a Martin una estatuilla negra (un jugador de fútbol con el balón a los pies) para su cumpleaños, Martin no podría entender por qué, en el mismo instante en que su tío colocaba el inservible objeto sobre la mesa, él recordó con asombrosa claridad una mañana tierna y distante, en Grecia, y a Alia que descendía la escalera blanca. Inmediatamente después del almuerzo, Martin había ido a su cuarto y había comenzado a esperar. Había escondido la brocha de Chernosvitov detrás del espejo: en alguna medida su presencia le estorbaba. Desde el patio llegaban el ruido de un balde, el salpicar del agua y el sonido de un lenguaje gutural. La cortina amarilla de la ventana se henchía melosamente y un rayo de sol cambiaba de forma al tocar el suelo. En vez de círculos, las moscas describían paralelogramos y trapezoides alrededor de la caña de la lámpara colgante, posándose de vez en cuando en el bronce. Martin se quitó la chaqueta y el cuello duro, se recostó boca arriba sobre el canapé y conversó con los intensos latidos de su corazón. Cuando oyó las débiles pisadas de Alia y el golpe en la puerta, algo pareció restallar en la boca de su estómago.

—Mira, he traído toda una colección —dijo ella en un susurro cómplice, pero en aquel momento a Martin no podían importarle menos los poemas—. Qué impetuoso eres, Dios mío, qué muchacho más impetuoso —continuó susurrando Alia, mientras lo ayudaba discretamente. El ansiado arrebato de Martin era incontenible; ella le cubrió la boca con la mano, diciendo en voz baja—: Shhh, silencio… pueden oírnos…

—Este pequeño obsequio, al menos, es algo que te acompañará siempre —observó el tío Enrique, alzando la voz y echándose hacia atrás para admirar abiertamente la estatuilla—. A los dieciocho años ya se debe pensar en decorar el futuro cuarto de estudio, y como te gustan los deportes ingleses…

—Es hermosa —dijo Martin, que no quería herir a su tío, y deslizó sus dedos por la pelota inmóvil junto al pie del jugador.

En torno al chalet de madera crecían frondosos abetos; la niebla ocultaba las montañas. La morena y cálida Grecia había quedado decididamente lejos. Pero qué vibrante había permanecido la emoción de aquel día magnífico y gozoso: «¡Tengo una amante!». ¡Qué aire conspiratorio había tenido más tarde el canapé azul! A la hora de acostarse, Chernosvitov se había rascado los omóplatos como de costumbre, había adoptado sus habituales poses de cansancio, luego había hecho crujir su cama, había rogado a Martin que no dejara escapar ninguna ventosidad y por último había roncado, silbando por la nariz, mientras Martin pensaba «Ah, si tan solo supiera…». Y más tarde, un día, cuando sin lugar a dudas el marido de Alia debía haber estado en la ciudad, y en el cuarto suyo y de Martin ella se ponía nuevamente el vestido (después de haber «atisbado el paraíso», como solía decir), mientras Martin, transpirado y desgreñado, buscaba un gemelo extraviado en el mismo paraíso, de repente, dando un poderoso empujón a la puerta, entró Chernosvitov y dijo:

—Conque estabas aquí, querida. Por cierto, olvidé llevar conmigo la carta de Spiridonov. Hubiera sido fastidioso.

Alia deslizó su mano por la falda arrugada y frunciendo el ceño preguntó:

—¿Ha firmado ya?

—Ese zorro viejo de Bernstein sigue perdiendo el tiempo —repuso Chernosvitov, buscando en los bolsillos de un traje—. Si quieren demorar el pago, pueden zafarse del lío en cuanto quieran, los muy marranos.

—No te olvides de la prórroga, eso es lo principal —dijo Alia—. Bueno, ¿lo has encontrado?

—Maldita sea su madre —murmuraba Chernosvitov revolviendo unos sobres—. Tiene que estar aquí. Después de todo no puede haberse perdido.

—Si se ha perdido, todo el asunto se vendrá abajo —observó Alia disgustada.

—Perdiendo el tiempo, perdiendo el tiempo —murmuraba Chernosvitov—. Esa no es forma de hacer negocios. Es para volverse loco. Spiridonov me hará un favor si no acepta.

—Oye, no te pongas así, ya aparecerá —dijo Alia, pero también estaba visiblemente preocupada.

—¡Aquí está, gracias a Dios! —gritó Chernosvitov, y examinó el papel que había encontrado, con la mandíbula colgando en un gesto de concentración.

—No te olvides de mencionar la prórroga —le recordó Alia.

—De acuerdo —dijo Chernosvitov, y salió presurosamente del cuarto.

Aquella conversación de negocios dejó un tanto perplejo a Martin. Ni el marido ni la mujer habían simulado: absorbidos por sus problemas como estaban, habían olvidado verdaderamente, y por completo, que él estaba presente. No obstante, Alia recobró su buen talante, hizo bromas sobre la ineficacia de las cerraduras griegas que cedían al menor esfuerzo y, encogiéndose de hombros, contestó la alarmada pregunta de Martin:

—No te preocupes. No se ha dado cuenta de nada.

Aquella noche Martin no pudo dormirse durante un buen rato y, con la misma perplejidad, se quedó escuchando el complaciente ronquido. Cuando, tres días más tarde, se embarcó con su madre hacia Marsella, los Chernosvitov fueron a despedirlos al Pireo. Se quedaron sobre el muelle, cogidos del brazo, y Alia, sonriendo, agitó en alto una rama de mimosa. El día anterior, sin embargo, había derramado una lágrima o dos.

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