Gloria

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Era hora de que los Zilanov partieran para tomar el tren a Londres. Archibald Moon dijo adiós en la primera esquina y, sonriendo tiernamente a Vadim (que a sus espaldas solía referirse a él con una mala palabra seguida de «en patines»), se alejó caminando muy erguido. Durante un rato Vadim caminó lentamente por el bordillo de la acera con un brazo alrededor de los hombros de Darwin, que marchaba a su lado; después saludó breve pero bulliciosamente y desapareció, haciendo con sus labios un sonido que imitaba una bocina rota. Llegaron a la estación y Darwin compró billetes de andén para él y Martin. Sonia estaba cansada, irritada, y seguía entrecerrando los ojos.

—Bueno, gracias por la hospitalidad, por la agradable reunión —dijo la señora Zilanov—. Dale saludos de mi parte a tu madre cuando le escribas.

Pero Martin no transmitió los saludos: esas cosas difícilmente se transmiten. Generalmente le costaba mucho escribir cartas. ¿Cómo describir, por ejemplo, un día algo embotante, más bien infructuoso y poco ameno? Garabateó unas diez líneas, contó la anécdota del estudiante, la prima y el ropero, aseguró a su madre que se encontraba en perfecto estado de salud, que comía regularmente y que usaba camiseta (lo cual no era cierto). Súbitamente vio en su mente al cartero caminando a través de la nieve; la nieve crujía ligeramente y sobre ella quedaban huellas azules. Lo describió así: «El cartero llevará mi carta. Aquí, llueve». Lo pensó mejor y tachó lo del cartero, dejando solo la lluvia. Escribió la dirección con letra grande y cuidada, recordando por décima vez mientras lo hacía, lo que le había dicho un compañero de estudios: «A juzgar por tu apellido, creí que eras norteamericano».

Lamentaba acordarse de desarrollar esto en la carta cada vez que acababa de cerrar el sobre, y no tenía ganas de volver a abrirlo. Sin querer hizo un manchón en una de las esquinas del sobre. Lo miró durante un largo rato y finalmente lo convirtió en un gato negro visto desde atrás. La señora Edelweiss conservó el sobre junto con todas sus cartas. Al final de cada semestre las juntaba en un montoncito y las ataba con una cinta. Varios años más tarde tuvo ocasión de releerlas. Las cartas del primer semestre eran relativamente abundantes. En ellas estaba la llegada de Martin a Cambridge; estaba la primera mención de Darwin, Vadim, Archibald Moon; había una carta fechada el 9 de noviembre, día de su santo: «Este es el día —escribía Martin— en que la oca pisa el hielo y el zorro cambia de cubil»; y había una carta con la frase, tachada pero claramente legible: «El cartero llevará mi carta». La señora Edelweiss recordó con aguda nitidez sus habituales caminatas con Enrique por el centelleante camino entre abetos cargados de nieve y el tintineo de múltiples campanillas que llegaba junto con el trineo postal, la carta, y su apuro por quitarse los guantes para abrir el sobre. Recordó cómo, durante todo ese período, y casi todo el año siguiente, había temido poderosamente que Martin, sin decirle nada, se incorporara al Ejército Blanco del norte. Encontraba cierto consuelo en saber que allá, en Cambridge, un verdadero ángel ejercía pacífica influencia sobre su hijo: el excelente y sensible Archibald Moon. Aun así, Martin podía escurrírsele. Su mente quedaba en pleno sosiego solo cuando Martin estaba con ella en Suiza de vacaciones. Años más tarde, cuando con gran angustia la señora Edelweiss releyó las cartas, estas le parecieron, pese a su tangibilidad, mucho más etéreas que los intervalos entre ellas. Su memoria agrupaba los intervalos con la presencia viva de Martin: Navidad, Pascuas, el verano. De este modo, durante un período de tres años, hasta que Martin terminó sus estudios, la vida de su madre fue como una serie de ventanas. Allí estaban las primeras vacaciones de invierno, los esquís que Enrique le había comprado a Martin por sugerencia de ella, y Martin poniéndoselos.

—Debo tener coraje —se dijo en voz baja la señora Edelweiss—. Después de todo, los milagros ocurren. Solo hay que tener fe y esperar. Si Enrique vuelve a aparecer con eso del brazal negro, simplemente lo dejaré.

Y sonrió entre las lágrimas que corrían por su rostro mientras, con manos temblorosas, seguía desenvolviendo cartas.

Aquel primer regreso a casa para Navidad, que tan vivamente impreso quedara en la memoria de su madre, fue también para Martin una ocasión gozosa. Tenía la extraña sensación de haber regresado a Rusia —tan blanco estaba todo—, pero, avergonzado de su sensibilidad, no lo compartió con su madre, privándola en el futuro, por igual motivo, de otros recuerdos todavía más penetrantes. El regalo de su tío le gustaba. Por un instante se materializó ante él la colina nevada de un suburbio de San Petersburgo, aunque, desde luego, en aquellos días lejanos, sus pequeñas botas de fieltro solían estar calzadas en un par de esquís livianos para niños, que además tenían una cuerda (para control del esquiador) atada a las puntas curvadas hacia arriba. No así los nuevos, verdaderos y sólidos esquís de madera de fresno, flexibles; y las botas, también, eran verdaderas botas de esquiar. Doblando una rodilla, Martin se ajustó la correa del talón y bajó la tensa palanca de la echada lateral. El metal, frío como el hielo, le aguijoneó los dedos. Cuando se hubo puesto el otro esquí, recogió los mitones de la nieve, se incorporó, pisó una o dos veces para cerciorarse de que todo estaba seguro y se lanzó hacia adelante.

Sí, se encontraba nuevamente en Rusia. Allí estaban las espléndidas «alfombras» de nieve extendidas en el poema de Pushkin que Archibald Moon recitaba tan armoniosamente, salpicando, revelándose en los celajes de su tetrámetro yámbico. Sobre los grávidos abetos resaltaba el cielo, claro y brillante. La nieve desalojada por un grajo que volaba de rama en rama se disipaba en el aire. Martin se deslizó por los bosques hasta el claro desde el que, el verano anterior, bajaba hacia el Majestic Hotel. Podía verlo muy lejos, allá abajo, con una recta columna de humo color rosa que salía de una de sus chimeneas. ¿Qué tenía ese hotel que lo atraía tan poderosamente? ¿Por qué debía precipitarse hacia allí otra vez, cuando todo lo que había visto en el verano era un grupo de veinteañeras inglesas, huesudas y roncas? Pero no cabía duda de que el hotel lo llamaba: el sol que se reflejaba en las ventanas le enviaba una silenciosa señal de invitación. Esa intrusión enigmática, esa misteriosa insistencia, llegaba a asustar a Martin. Había visto antes esa señal, expresada por algún detalle del paisaje. Debía bajar hasta allí: hubiera sido un error ignorar tales requiebros. La firme superficie comenzó a silbar bajo sus esquís, mientras Martin se deslizaba cuesta abajo cada vez más rápido. Cuántas veces, después, en su helado cuarto de Cambridge, se deslizó así en sueños y, súbitamente, con una sorprendente explosión de nieve, caía y se despertaba. Todo estaba como de costumbre. Podía oír el tictac del reloj en la sala de estar contigua. En el suelo un ratón roía un terrón de azúcar. Se escuchaba el ruido de pasos por la acera, y luego se desvanecían. Martin giraba en la cama e instantáneamente volvía a dormirse. A la mañana, todavía adormilado, escuchaba nuevos ruidos en la sala: la señora Newman andando de aquí para allá, moviendo cosas, poniendo carbón en el hogar, rompiendo papeles, encendiendo un fósforo… y al cabo de unos minutos se iba, y el silencio se llenaba placentera y gradualmente con el rumor matinal del fuego encendido.

«No había nada especial, después de todo —reflexionó Martin, extendiendo el brazo hacia la mesa de noche en busca de cigarrillos—. La mayoría eran personas maduras, con jerseys. Buen ejemplo de cómo puede engañarte la metafísica. Ah, hoy es sábado: a Londres. ¿Cómo es que Darwin sigue recibiendo cartas de Sonia? Tendré que enfriar el asunto. He hecho bien en dejar la clase de Grzhezinsky. Aquí viene la bruja a despertarme».

La señora Newman le trajo el té. Era una mujer mayor, pelirroja, y tenía pequeños ojos de zorro.

—Anoche salió usted sin su toga, señor —le hizo notar flemáticamente—. Tendré que informar de ello a su tutor.

Abrió las cortinas, dio un breve pero exacto parte meteorológico y se fue.

Martin se puso la bata, descendió la crujiente escalera y golpeó a la puerta de Darwin. Darwin, ya lavado y afeitado, estaba comiendo huevos revueltos con tocino. Abierto junto a su plato, estaba el Marshall, un grueso libro de texto de economía política.

—¿Has recibido otra carta hoy? —preguntó ásperamente Martin.

—De mi sastre —respondió Darwin masticando con avidez.

—La letra de Sonia no es muy buena —observó Martin.

—Es horrible —coincidió Darwin, apurando un trago de café.

Martin caminó alrededor de él y se colocó detrás, pasó las manos alrededor del cuello de Darwin y comenzó a apretar.

—De todos modos el tocino ya bajó —dijo Darwin con voz forzosa y afectada.

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