Gloria

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Martin salió a recibir a las mujeres, y, como generalmente ocurría cuando se encontraba con Sonia, de repente tuvo la sensación de destacarse en relieve contra un fondo oscuro. Lo mismo le había ocurrido durante la última visita de ella a Cambridge (Sonia había ido con el padre, que lo había atormentado con preguntas sobre la antigüedad de diversas facultades y el número de libros que había en la biblioteca, mientras ella y Darwin reían en silencio por una cosa u otra), y ahora ese extraño entorpecimiento volvía a apoderarse de él. Su corbata azul celeste, las afiladas puntas de su fino cuello, su traje cruzado, todo parecía estar en orden, pero sin embargo Martin tenía la impresión, bajo la impenetrable mirada de Sonia, de que estaba vestido andrajosamente, de que su cabello estaba despeinado, de que sus hombros parecían los de un empleado de mudanzas, y de que la redondez de su cara era la forma de la estupidez. No menos repulsivos eran sus gruesos nudillos, que últimamente se habían enrojecido e hinchado, en parte por jugar de guardameta y en parte por las lecciones de boxeo. La sólida sensación de complacencia, en cierto modo vinculada con la fuerza de sus hombros, la frialdad de sus mejillas prolijamente afeitadas y la seguridad de un diente recientemente empastado, todo se desvanecía de inmediato en presencia de Sonia. Y lo que a Martin se le antojaba particularmente tonto era el modo en que se extinguían sus cejas: eran espesas solo en el lugar de su nacimiento y luego, hacia las sienes, adquirían un aspecto de asombrada dispersión.

Sirvieron la cena. La señora Pavlov, una mujer regordeta y severa que se parecía a su hermana (pero que sonreía aún con menos frecuencia que ella), observaba a Irina con una mirada habitual y discreta, vigilando que su hija comiera decorosamente, sin inclinarse demasiado sobre la mesa y sin pasar la lengua por el cuchillo. Zilanov llegó unos momentos más tarde, de un modo rápido y enérgico introdujo una punta de su servilleta bajo el cuello de su camisa y, levantándose apenas de la silla, alcanzó un panecillo que había al otro lado de la mesa, lo rebanó en dos y lo untó con mantequilla. Su mujer leía una carta de Reval, y, sin dejar de leer, le dijo a Martin:

—Sírvete.

A la izquierda de Martin, Irina, inquieta, se rascaba una axila y emitía sonidos de entusiasmo dirigidos al cordero frío. A la derecha estaba sentada Sonia, cuya forma de servirse sal con la punta del cuchillo, el brillo áspero de su pelo negro y corto, y el hoyuelo en su pálida mejilla, lo irritaban inevitablemente. Después de cenar, hubo una llamada telefónica de Darwin, quien sugirió que fueran a bailar. Al principio Sonia se mostró esquiva, pero luego aceptó. Martin fue a cambiarse de ropas y ya estaba poniéndose los calcetines de seda cuando a través de la puerta Sonia le dijo que estaba cansada y que después de todo no iría. Media hora más tarde llegó Darwin, muy alegre, muy grande y elegante, con su sombrero de copa ladeado y entradas para un costoso salón de baile en el bolsillo. Martin le dijo que Sonia había perdido el entusiasmo y se había ido a acostar, y entonces Darwin bebió una taza de té tibio, bostezó de un modo casi natural y dijo que en este mundo todo era para bien. Martin sabía que había viajado hasta Londres con el solo propósito de ver a Sonia, y cuando Darwin, con su sombrero de copa y su abrigo de etiqueta ya innecesarios, se fue silbando calle abajo, Martin se sintió muy dolido por él. Cerró suavemente la puerta de la calle y subió a su dormitorio.

Sonia se deslizó de su cuarto y fue a encontrarlo en el pasillo. Llevaba un kimono y parecía muy baja con sus chinelas sin tacón.

—¿Se fue? —preguntó.

—Ha estado muy mal de tu parte —comentó Martin en un susurro, sin detenerse.

—Podrías haberlo retenido —dijo ella, siguiéndole y agregando inmediatamente—: Ya sé lo que haré. Bajaré, lo llamaré por teléfono e iremos a bailar. Eso haré.

Sin responder, Martin se encerró en su cuarto dando un portazo, se cepilló los dientes disgustado, abrió la cama con furia, como si quisiera echar a alguien de ella, y, dando un golpe asesino al interruptor de la luz, se cubrió con las frazadas hasta la cabeza. Pero algunos minutos después, el espesor de las mantas no le impidió oír los pasos de Sonia caminando aprisa por el corredor ni el cerrarse de su puerta: ¿era posible que hubiera bajado realmente y hubiera telefoneado? Escuchó atentamente, y, tras un nuevo período de silencio, volvieron a oírse los pasos de la muchacha, solo que ahora tenían un sonido diferente, más leve, casi etéreo. Martin no pudo contenerse, salió al pasillo y alcanzó a ver a Sonia balanceándose escaleras abajo con un vestido de color flamenco, un abanico de plumas en la mano y algo brillante envolviendo su cabello negro. Había dejado la puerta de su cuarto abierta y la luz encendida. En la habitación perduraba una nubécula de polvo, como el humo que sigue a un disparo; una media yacía muerta bajo una silla; y las abigarradas entrañas del guardarropas se habían derramado sobre la alfombra.

En vez de alegrarse por su amigo, Martin se sintió herido. Todo estaba en silencio; solo se oían los ronquidos que provenían del dormitorio principal. «Maldita sea», murmuró Martin, y por un rato se debatió pensando si debía unirse a ambos en el salón de baile. Después de todo, había tres entradas. Se vio subiendo raudamente la suntuosa escalera, calzado con sus escarpines, luciendo su

smoking y su camisa de seda con puntillas (tal como las llevaban los dandies ese año). El ardor de la música brotaba de las puertas abiertas. La caricia ágil y tierna de una suave pierna de muchacha, cediendo paso y no obstante apretándose contra uno, el fragante cabello junto a los labios, una mejilla que deja restos de maquillaje sobre la sedosa solapa: todas estas banalidades inmemoriales conmovieron profundamente a Martin. Gozó bailando con una bella desconocida, disfrutó la charla casta y vacua, a través de la cual se escucha atentamente ese algo vago y hechizante que penetra en uno y en la joven, que se prolonga en un par de piezas más y luego, no encontrando solución, se desvanece para siempre y se olvida por completo. Pero mientras el encierro de los cuerpos no se ha roto, es cuando comienzan a cobrar forma los contornos del

affaire amoroso y el boceto lo incluye ya todo: el repentino silencio entre dos personas en algún cuarto de luz escasa, el hombre que con dedos temblorosos coloca cuidadosamente en el borde de un cenicero el cigarrillo recién encendido pero ya incómodo, la mujer que cierra lentamente los ojos como en una escena filmada, la arrebatadora penumbra y en ella un punto de luz, una lustrosa

limousine desplazándose velozmente a través de la noche lluviosa, y de repente una terraza blanca y el deslumbrante rielar del mar, y Martin diciendo suavemente a la muchacha que había atraído hasta allí: «Tu nombre… ¿cuál es tu nombre?». La sombra de las hojas juguetea en el luminoso vestido de la joven. Ella se incorpora y se va. El rapaz croupier se lleva las últimas fichas de Martin, a quien no le queda más que hundir las manos en los bolsillos vacíos del

smoking y descender lentamente hacia el jardín del casino y, después, alistarse como estibador… pero allí vuelve a aparecer ella, en el yate de alguna otra persona, espléndida, sonriente, arrojando monedas al agua.

—Es curioso —dijo Darwin una noche, mientras él y Martin salían de un pequeño cine de Cambridge—, todo es indudablemente pobre, vulgar y casi trivial, y sin embargo hay algo excitante en torno a esa espuma voladora, la

femme fatale del yate, el andrajoso y arruinado «macho» tragándose las lágrimas.

—Es muy lindo viajar —dijo Martin—. Me gustaría viajar muchísimo.

Aquel fragmento de conversación, sobreviviendo por azar a una noche de abril, volvió a Martin cuando, a principios de las vacaciones de verano, ya en Suiza, recibió una carta de Darwin desde Tenerife. Tenerife: ¡por Dios, qué palabra encantadora (y esmeralda)! Era de mañana. Marie, con el semblante desastrosamente deteriorado y una apariencia general curiosamente hinchada, estaba arrodillada en un rincón, escurriendo el trapo de piso en el balde. Sobre las montañas pasaban grandes nubes blancas, enganchándose en los picos, y de tanto en tanto algunos filamentos de humo descendían por las laderas, sobre las cuales la luz cambiaba continuamente por el flujo y reflujo del sol. Martin salió al jardín, donde su tío Enrique, que llevaba un enorme sombrero de paja, estaba conversando con el cura de la villa. Cuando el cura, un hombrecito que constantemente se ajustaba las gafas con el pulgar y el índice de la mano izquierda, hizo una profunda reverencia y, con un leve susurro de su sotana negra, se alejó caminando junto a la resplandeciente pared blanca y trepó a su cabriolé, acoplado a un gordo caballo blancorrosado con manchas de color mostaza, Martin dijo:

—Todo es hermoso aquí, y yo adoro esta región, pero, tal vez, solo por un par de semanas, me gustaría hacer un viaje a alguna parte… Las Islas Canarias, por ejemplo.

—Qué locura, qué locura —contestó con temor el tío Enrique, y el bigote se le erizó levemente—. Tu madre, que te ha esperado con tanta ansiedad, que está tan contenta de que te quedes hasta octubre… y de pronto tú te vas…

—Podríamos ir todos juntos —sugirió Martin.

Quelle folie —insistió el tío Enrique—. Más adelante, cuando finalices tus estudios, no me opondré. Siempre he pensado que los jóvenes deben conocer el mundo. Recuerda que tu madre está recobrándose recién ahora de las emociones que ha sufrido. No, no, no.

Martin se encogió de hombros y, con las manos en los bolsillos de sus

shorts, vagó por la huella que llevaba a la caída de agua. Sabía que su madre lo esperaba en la gruta sombreada por los alerces: ese había sido el acuerdo. Ella acostumbraba a salir a caminar muy temprano y, no queriendo despertar a Martin, le dejaba una nota: «En la gruta a las diez» o «Junto a la cascada del camino a Ste. Claire». Sin embargo, aun sabiendo que ella lo esperaba, súbitamente Martin cambió de dirección, dejó la huella y empezó a trepar a través de la bermejuela.

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