Gloria

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La ladera se hacía cada vez más escarpada, el sol se había tornado abrasador, las moscas trataban de posarse insistentemente en sus ojos y sus labios. Al llegar a un círculo de abedules, descansó, fumó un cigarrillo, se ajustó las medias

sport y continuó la ascensión, masticando una hoja de abedul. La bermejuela estaba resbaladiza y crujiente. De vez en cuando Martin se enredaba un pie en los arbustos bajos y espinosos. En la cima de la pendiente fulguraba un macizo de rocas, por entre las cuales corría una grieta. Esta se extendía hacia él y estaba llena de pequeños despojos de piedra que se movían cuando él la pisaba. Aquel no era buen camino para alcanzar la cima, de modo que Martin comenzó a trepar directamente hacia la cara de las rocas. Ocasionalmente algunas de las raíces o trozos de musgo a los que se aferraba se desprendían de la piedra y él buscaba ansiosamente un apoyo para su pie, o era el soporte de su pie el que cedía y Martin quedaba colgando de las manos y debía esforzarse penosamente para subir. El pico estaba casi al alcance de su mano cuando de repente él resbaló y empezó a deslizarse, aferrándose a los matojos de flores silvestres; perdió su asidero, sintió un dolor quemante en la rodilla raspada contra la roca, intentó abrazar la pendiente que se deslizaba bajo su cuerpo… cuando, abruptamente, la salvación rebotó contra sus suelas.

Se encontró sobre una cornisa. Hacia la derecha se estrechaba y emergía en un risco, pero hacia la izquierda se la veía avanzar un par de metros antes de girar en una esquina: lo que ocurría más allá era desconocido. La situación de Martin se asemejaba a la puesta en escena de las pesadillas. Permaneció inmóvil, apretándose estrechamente a la roca contra la que había golpeado su pecho al caer, sin atreverse a despegarse de ella. Esforzándose en mirar por encima del hombro, vio un gigantesco precipicio bajo sus talones, un abismo iluminado por el sol, y, en sus profundidades, varios abetos separados que corrían atemorizados hacia el bosque descendente, y, más abajo aún, las onduladas praderas y el diminuto hotel blanco como el marfil. «De modo que este era su mensaje», pensó Martin agitado por un supersticioso temblor. «Voy a caerme, moriré, por eso está el hotel allí. Por eso… por eso…». Era tan aterrador mirar hacia el precipicio como hacia el risco vertical que se elevaba sobre él. Un espacio del ancho de un estante para libros bajo sus pies y un saliente en la pared del tamaño de un botón al que se agarraban sus dedos era todo lo que Martin retenía del mundo al que se había acostumbrado.

Sentía vértigo, languidez, un miedo enfermizo, y sin embargo, al mismo tiempo se veía a sí mismo desde afuera, observando con inusitada lucidez su camisa de franela con el cuello abierto, su torpe posición sobre el borde, el abrojo que se había adherido a su media y la mariposa totalmente negra que flotaba con envidiable indiferencia, como un diablillo silencioso, y comenzaba a elevarse junto a la cara de la roca. Y, aunque no había nadie allí ante quien hacer alardes, Martin se puso a silbar. Después se prometió solemnemente que no prestaría atención a la invitación del abismo y comenzó a desplazar lentamente un pie, moviéndose hacia la izquierda. ¡Ah, si uno tan solo pudiera saber qué había más allá del recodo donde se perdía la cornisa! La rocosa pared parecía oprimirse contra su pecho, empujándolo hacia el precipicio, cuyo aliento impaciente Martin podía sentir en la espalda. Sus uñas se hundían en la piedra, la piedra estaba caliente, los penachos de flores eran de un azul intenso, una lagartija trazó un fugaz número ocho incompleto y volvió a inmovilizarse, las moscas cosquillearon en su rostro. A cada instante Martin debía detenerse, y se oía quejarse —«No puedo más, no puedo»—, y, cuando se sorprendía haciéndolo, sus labios comenzaban a modular una rudimentaria melodía, un

fox-trot o la

Marsellesa. Después se humedecía los labios y, de nuevo quejándose, proseguía su avance lateral. Solo quedaba poco menos de un metro hasta el recodo, cuando algo comenzó a desmoronarse bajo la suela de su zapato. No pudo evitar volver la mirada y en el soleado vacío la mancha blanca del hotel inició una lenta rotación. Martin cerró los ojos y se quedó quieto, pero luego controló su náusea y volvió a moverse. En el recodo dijo rápidamente:

—Por favor, te lo ruego, por favor.

Y su ruego fue inmediatamente satisfecho: al otro lado del recodo la cornisa se ensanchaba, transformándose en una plataforma, y más allá estaba el familiar pedregal y la ladera cubierta por la bermejuela.

Allí recobró el aliento. Su cuerpo entero vibraba y le dolía. Sus uñas se habían puesto de color rojo oscuro, como si hubiera estado recogiendo fresas; la rodilla que se había arañado le ardía. El peligro que acababa de vivir le parecía más real que aquel con que se había topado en Crimea. Ahora se sentía orgulloso de sí mismo, pero el orgullo perdió todo su sabor cuando Martin se preguntó si podría volver a realizar, esta vez deliberadamente, lo que había realizado por accidente. Al cabo de unos días cedió y volvió a trepar la ladera de bermejuela, pero, cuando llegó a la plataforma de donde nacía la cornisa, no logró decidirse a poner los pies en ella. El hecho lo enfurecía. Trató de darse ánimos, de azuzar su propia cobardía, imaginó que Darwin lo miraba con una sonrisa burlona en los labios…

Permaneció allí durante unos minutos, después se encogió de hombros y emprendió el regreso, haciendo lo posible por ignorar al matón que rabiaba en su interior. Una y otra vez, hasta el final mismo de sus vacaciones, el bravucón se hizo presente, insultándolo tan ofensivamente que Martin optó por no subir más a aquella montaña, para evitar el tormento que le provocaba la vista del estrecho anaquel que no se atrevía a pisar.

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