Gloria

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En octubre regresó a Inglaterra con una corrosiva actitud de autodesprecio. Desde la estación fue directamente a visitar a los Zilanov. La criada que le abrió la puerta era nueva, y ese hecho era desagradable, pues le daba la sensación de haber llegado a una nueva casa desconocida. Sonia, toda vestida de negro, se detuvo en el centro de la sala acariciándose las sienes y extendió la mano en un gesto franco y rígido, tal como era su costumbre. Martin reparó sorprendido en que durante sus vacaciones no había pensado ni una sola vez en ella, y ni una sola vez le había escrito, pero también en que de todos modos hubiera valido la pena hacerlo, habiendo hecho un viaje tan largo, aunque solo fuera para evitar la vergüenza que ahora sentía al mirar el rostro pálido y triste de la chica.

—Probablemente no te hayas enterado de nuestra desgracia —dijo Sonia en un tono sombrío, vinculado a que la semana anterior, el mismo día, habían recibido la noticia de que Nelly había muerto al dar a luz en Brindisi, y de que habían matado a su esposo en Crimea.

—Ah, entonces dejó a Yudenich para unirse a Wrangel —comentó vanamente Martin, y con excepcional claridad se representó al esposo de Nelly, a quien solo había visto una vez, y a Nelly misma, que en aquella oportunidad le había parecido aburrida e insípida y que ahora había ido a morir a Brindisi.

—Mamá está en un estado lamentable —dijo Sonia hojeando un libro abandonado sobre el sofá. Después de un rato, separando varias páginas con el pulgar y dejándolas caer rápidamente en abanico, agregó—: Y papá ha estado viajando en secreto Dios sabe por qué lugares, posiblemente tan lejos como hasta Kiev.

Martin se sentó en un sillón restregándose las manos. Sonia cerró bruscamente el libro y levantando la mirada declaró:

—Darwin ha estado perfecto, sencillamente perfecto. Ha sido una gran ayuda para nosotros. Tan conmovedor, y ni una palabra de más. ¿Te quedarás a pasar la noche?

—En realidad —repuso Martin—, podría ir a Cambridge esta misma noche. Seguramente os incomodará alojarme y todo lo demás.

—No, qué tontería —dijo Sonia suspirando.

Desde las habitaciones de abajo llegó hasta ellos el gong de la cena y su sonido contrastó con la atmósfera de duelo que predominaba en la casa. Martin fue a lavarse las manos. Al entrar al lavabo se topó con Zilanov, que no solía echar el cerrojo a la puerta. Miró a Martin con sus ojos opacos, mientras sin prisa alguna se abotonaba la bragueta.

—Reciba usted mi más sentido pésame —murmuró Martin, y chocó estúpidamente sus tacones.

Zilanov dejó caer los párpados en señal de agradecimiento y estrechó la mano de Martin. El hecho de que esto ocurriera en el umbral del lavabo acentuaba lo absurdo del apretón de manos y las palabras convencionales. Zilanov se alejó lentamente, agitando sus muslos como si tratara de sacudir algo entre ellos. La nariz de Martin, como su dueño notó frente al espejo, estaba arrugada por la aflicción.

—Después de todo, no tenía más remedio que decir algo —murmuró entre dientes.

La cena transcurrió en silencio, si no se tiene en cuenta el eterno sorber con que Zilanov tomaba la sopa. Irina y su madre estaban en un sanatorio de los suburbios, y la señora Zilanov no bajó a cenar, de modo que comieron ellos tres solos. Sonó el teléfono y Zilanov marchó hacia su estudio masticando por el camino.

—Sé que no te gusta el cordero —dijo Sonia en voz baja, y Martin esbozó en silencio una leve sonrisa.

—Va a venir Iogolevich —anunció Zilanov, retomando su lugar en la mesa—. Acaba de regresar de San Petersburgo. Alcánzame la mostaza. Dice que ha cruzado la frontera envuelto en una mortaja.

—Sobre la nieve es menos llamativo —dijo Martin un momento más tarde para mantener la conversación, pero la conversación no continuó.

Aleksandr Naumovich Iogolevich resultó ser un hombre grueso y barbudo, vestido con un chaleco gris y un raído traje negro con caspa sobre los hombros. La caña de sus botines de un tejido negro estaba separada en el centro y los lazos de sus calzoncillos largos se destacaban bajo los calcetines caídos. El modo en que ignoraba por completo los objetos inanimados (como el brazo del sillón que golpeaba mecánicamente con la palma de la mano, o el ancho libro sobre el que se había sentado sin darse cuenta, que luego había quitado sin sonreír siquiera y que había puesto a un lado sin mirarlo) indicaba una secreta afinidad con Zilanov. Asintiendo con su gran cabeza rizada, solo respondía con un breve chasquido de lengua a las nuevas de la sensible pérdida de su amigo. Pasándose luego la palma de la mano por el rostro curtido, sin preliminar alguno, se lanzó a contar su propia historia. Era obvio que la única cosa que llenaba su conciencia, la única cosa que lo preocupaba y afectaba, era el desastre de Rusia, y Martin pensó con agrado en lo que ocurriría si él interrumpiera el tormentoso y tenso relato de Iogolevich para contar la anécdota del estudiante y la prima. Sonia permanecía sentada algo apartada, con los codos apoyados en las rodillas y la cara en las palmas. Zilanov mantenía un dedo extendido junto a la nariz, y ocasionalmente lo apartaba para decir:

—Discúlpeme, Aleksandr Naumovich, pero cuando usted hace referencia a…

Iogolevich se interrumpía durante un instante, parpadeaba, continuaba su cuento con un constante y notorio movimiento de sus rasgos groseros e incesantemente cambiantes —cejas hirsutas, las ventanas de su nariz con forma de pera, los pliegues de sus barbadas mejillas— y tampoco sus manos con vello en las falanges descansaban un solo instante: tomaban algo, lo echaban al aire, volvían a cogerlo, lo meneaban en todas direcciones, y todo ese tiempo, acaloradamente, en una constante verborragia, hablaba de ejecuciones, de hambre, de que San Petersburgo se había transformado en un desierto, del régimen de maldad, estupidez y barbarie. Se fue después de medianoche y, volviéndose bruscamente en el umbral de la puerta, preguntó cuánto costaban en Londres las

kaloshi (chanclos de goma). Después de cerrar la puerta, Zilanov se quedó inmóvil, absorto en sus pensamientos, y subió a ver a su esposa. Tres minutos después, sonó el timbre de la puerta de calle: Iogolevich había regresado; no sabía el camino hacia la estación del metro. Martin ofreció llevarlo hasta allí y, mientras marchaba a su lado, se esforzó por encontrar un tema de conversación.

—Recuérdale a tu padre —dijo de repente Iogolevich— que casi olvidé que Maksimov está impaciente por recibir el artículo con las impresiones de su visita al Ejército de Voluntarios del Sur. Él sabrá de qué se trata. Solo díselo. Maksimov ya le ha escrito antes.

—Desde luego —repuso Martin; estuvo a punto de agregar algo pero desistió.

Retornó a la casa lentamente, imaginando ahora a Iogolevich cruzando la frontera envuelto en un sudario y luego a Zilanov con su portafolios en una estación de tren derruida bajo el estrellado cielo ucraniano. La casa estaba en silencio cuando subió a su cuarto. Bostezó varias veces mientras se desvestía. Sentía una vaga y extraña angustia. La lámpara de la mesa brillaba con una luz pareja, la ancha cama se veía suave y blanca. La sirvienta había sacado de la valija su bata de dormir de lustrosa seda azul, que colgaba atractivamente en el sillón. Con súbito disgusto se dio cuenta de que en la sala había dejado olvidado un libro que le había interesado vivamente y que había reservado con satisfacción para leer en la cama. Se enfundó la bata de dormir y bajó al segundo piso. El libro era un maltratado volumen de cuentos de Chejov. Lo encontró —por algún motivo el libro estaba en el suelo— y regresó a su dormitorio. Pero la congoja no se disipó, si bien Martin era de esas personas para quienes leer un buen libro antes de dormir es algo que esperan durante todo el día. Tras recordar, entre sus ocupaciones de rutina, que sobre la mesa de noche los aguarda un libro en total seguridad, tales personas sienten una ola de felicidad inexpresable. Martin empezó a leer escogiendo el cuento que conocía, que adoraba y que podría leer cien veces seguidas: La dama del perrito. ¡Ah, qué encantadoramente perdía ella sus gemelos de teatro entre la multitud del muelle de Yalta! Y entonces, sin razón aparente, Martin comprendió qué era lo que tanto lo turbaba. En ese cuarto, un año atrás, había dormido Nelly, y ahora estaba muerta.

—Qué tontería —murmuró, y trató de continuar la lectura, pero le resultó imposible.

Recordó aquellas noches lejanas en que esperaba que el fantasma de su padre hiciera algún sonido en un rincón. El corazón de Martin comenzó a latir aprisa, la cama se tornó calurosa e incómoda. Imaginó cómo moriría él mismo algún día, y sintió como si el cielo raso bajara hacia él lenta e inexorablemente. Algo empezó a tamborilear rápidamente en la parte más oscura de la habitación, y su corazón dio un brinco. Pero no era más que un poco de agua que había caído sobre el lavabo y ahora goteaba sobre el linóleo. Qué extraño sin embargo: si los fantasmas existían, entonces todo estaba muy bien, puesto que eso probaba que las almas podían moverse después de la muerte. ¿Por qué entonces era tan atemorizador el hecho? «¿Cómo habré de morir yo?», pensó Martin, y se dedicó a pasar revista mentalmente a diversos tipos de muerte. Se vio frente a un paredón, inhalando todo el aire que sus pulmones podían albergar, esperando la andanada de proyectiles de fusil y aferrándose con salvaje desesperación al minuto presente, a aquel cuarto iluminado, a la noche suave, la despreocupación, la seguridad. Luego siguieron las enfermedades temibles, enfermedades que le desgarraban las vísceras. O bien podía ser un accidente de tren. O, sencillamente, la lenta dilación de la vejez y la muerte durante el sueño. O un bosque oscuro y una persecución. «¡Pavadas!», pensó Martin, «aún me queda mucho tiempo. Además, cada año representa toda una época. ¿Por qué preocuparse? Aunque tal vez Nelly esté aquí, mirándome. ¿Hará quizás ahora —en este instante— alguna señal?». Consultó el reloj; eran cerca de las dos. La tensión estaba volviéndose insoportable. El silencio parecía esperar: el sonido distante de la bocina de un automóvil hubiera llegado a ser un éxtasis. El nivel de silencio siguió ascendiendo y de pronto se derramó al llegar al extremo máximo: alguien, en puntas de pie, caminaba descalzo por el corredor.

—¿Estás despierto? —fue la pregunta susurrada que llegó desde el otro lado de la puerta.

La contracción de su garganta impidió que por un instante Martin respondiera.

Ella se deslizó dentro de la habitación, apoyando suavemente los dedos del pie y luego el talón. Llevaba un pijama amarillo, sus negros cabellos estaban desordenados. Se quedó quieta durante uno o dos instantes, parpadeando tras sus opacas ondas. Martin, incorporado en la cama, sonrió tontamente.

—Ni pensar en dormir —dijo Sonia con voz extraña—. Estoy sobresaltada. Atemorizada. ¡Y, encima de todo, los horrores de que habló Iogolevich!

—¿Por qué estás descalza, Sonia? ¿Quieres mis pantuflas?

Sonia negó con la cabeza, hizo un mohín de tristeza, se sacudió el pelo y echó una vaga mirada a la cama de Martin.

Allez hop —dijo Martin, palmeando el cobertor en el extremo del lecho.

Sonia trepó a la cama. Primero se arrodilló, después se desplazó lentamente y finalmente se acurrucó sobre el cobertor en el ángulo que formaba el pie de la cama con la pared. Martin tiró de la almohada que tenía bajo la cabeza para ponerla detrás de la espalda de Sonia.

Spasibo (gracias) —respondió ella quedamente: la forma de la palabra solo pudo descubrirse por el movimiento de sus labios gruesos y pálidos.

—¿Estás cómoda? —le preguntó Martin nerviosamente, encogiendo las piernas como para no estorbarla.

Pero en seguida volvió a inclinarse hacia adelante, y, tomando de una silla cercana su bata de cama, cubrió con ella los pies desnudos de la joven.

—Dame un cigarrillo —pidió Sonia tras un minuto de silencio.

De su cuerpo emanaba una delicada onda de calor; una fina cadenita de oro rodeaba su adorable cuello. Aspiró el humo entrecerrando los ojos y alcanzó el cigarrillo a Martin.

—Es muy fuerte —dijo apenada.

—¿Qué has hecho este verano? —inquirió Martin, esforzándose por ocultar algo oscuro, que era loco e inconcebible y que incluso le provocaba un temblor febril.

—Nada en especial. Fuimos a Brighton —suspiró, y añadió—: Volé en hidroavión.

—Y yo casi me mato —confesó Martin—. Sí, casi, casi. En alta montaña. Trepando por una roca. Perdí mi asidero. Me salvé por milagro.

Sonia sonrió enigmáticamente y dijo:

—Sabes, Martin, ella afirmaba siempre que lo más importante en la vida era que cada uno cumpliera siempre con su deber sin pensar en nada más. Es un concepto muy correcto, ¿no?

—Sí, posiblemente —contestó Martin, extinguiendo en el cenicero el cigarrillo sin terminar—. Posiblemente. Pero un poco aburrido a veces.

—Oh, no, nada de eso… No lo entiendes, ella no se refería al trabajo, ni a ningún empleo, sino a una especie de… Bueno, a esa clase de cosas que tienen una importancia interior.

Hizo una pausa, y Martin la vio estremecerse bajo su ligero pijama.

—Tienes frío —observó Martin.

—Sí, creo que sí. Y ese era el deber a cumplir. Pero algunos, yo, por ejemplo, no tienen tal cosa adentro.

—Sonia —dijo Martin—, ¿querrías tal vez…?

Levantó una punta de las frazadas, y ella se puso de rodillas, avanzando lentamente en dirección a él.

—Y me parece —prosiguió Sonia mientras se deslizaba bajo las ropas de cama, que Martin, sin prestar atención a lo que ella decía, corrió sobre los cuerpos de ambos—, me parece que mucha gente no sabe esto, y por no saberlo…

Respirando hondo, Martin la abrazó y pegó sus labios a la mejilla de ella. Sonia le aferró la muñeca y saltó de la cama en el acto.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Dios mío!

En sus ojos oscuros brillaron lágrimas, y en un instante toda su cara estuvo mojada y surcada por las largas y brillantes franjas que caían por sus mejillas.

—Oh, por favor, por favor, no… Yo solamente… Oh, no sé, oh, Sonia… —murmuraba insistentemente Martin, sin atreverse a tocarla, enloquecido ante la idea de que la muchacha pudiera empezar a gritar despertando a toda la familia.

—¿Cómo no te diste cuenta? —se lamentó Sonia—. ¿Cómo no te diste cuenta de que este era el modo en que yo solía venir a ver a Nelly, y las dos nos quedábamos charlando hasta el amanecer?

Dio media vuelta y abandonó la habitación llorando. Martin permaneció sentado en el desorden de mantas con una desamparada expresión de disculpa en el rostro. Sonia cerró la puerta al salir, pero volvió a abrirla y asomó la cabeza:

—Idiota —dijo de un modo totalmente calmo y formal, a lo cual siguió el rumor de sus pies descalzos alejándose por el corredor.

Martin se quedó mirando la puerta blanca durante un rato. Después apagó la luz e intentó dormir. Le pareció imposible. Pensó que debería vestirse al alba, hacer el equipaje y dejar en silencio la casa para ir directamente a la estación. Por desgracia se durmió en medio de estas reflexiones y despertó a las nueve menos cuarto. «¿Habrá sido todo un sueño, quizá?», se dijo con un resto de esperanza, pero de inmediato sacudió la cabeza y acongojado por su penosa vergüenza se preguntó cómo haría para enfrentarse a Sonia después de aquello. Tuvo una mañana desafortunada: cuando se precipitó al cuarto de baño para ducharse, allí, frente al lavabo, estaba Zilanov, con sus cortas piernas enfundadas en un pantalón negro y muy separadas entre sí y su torso robusto bajo una camiseta de franela, e inclinado hacia adelante, frotándose las mejillas y la frente hasta que la piel rechinaba, resoplando bajo el chorro del grifo, apretándose de a una por vez las aletas de la nariz, desocupando toscamente sus fosas nasales, y tosiendo.

—Entra, entra, yo ya termino —exclamó el hombre y, cegado por el agua, goteando, y contrayendo los brazos como si fueran un par de alas cortas, se escabulló hacia su cuarto, donde prefería guardar su toalla.

Luego, algunos minutos más tarde, mientras Martin bajaba las escaleras hacia el comedor para tomar su taza de cicuta, se topó con la señora Zilanov: el rostro de la mujer, lívido e hinchado, tenía un aspecto horrible, y Martin se sintió asustado y confundido, no atreviéndose a pronunciar gastadas palabras de compasión, pero no conociendo otras con que reemplazarlas. Reconociendo su silencio, la señora Zilanov llevó sus brazos a los hombros de Martin, lo besó en la frente, y haciendo con la mano un gesto de resignación marchó hasta el fondo del corredor, donde su esposo le comentó algo de un pasaporte, con un tono de voz inesperadamente tierno, del que había parecido totalmente incapaz. Sonia encontró a Martin en el comedor, y lo primero que dijo fue:

—Te perdono, porque eres suizo, y la palabra «cretino» es una palabra suiza. Tenlo en cuenta.

Martin había pensado explicarle que él no había tenido en absoluto malas intenciones, lo cual en el fondo era cierto, que todo lo que había querido era estar más cerca de ella y besarla en la mejilla… pero Sonia parecía tan malhumorada y triste en su vestido negro que a Martin le pareció mejor callar.

—Papá parte hoy hacia Brindisi —dijo ella finalmente—. Gracias a Dios, al fin le dieron el visado.

Observaba como censurando la escasamente contenida avidez con que Martin, siempre voraz por las mañanas, devoraba los huevos fritos. Martin se dijo que no debía perder tiempo, que el día prometía ser complicado, con el ritual de la despedida y todo lo demás.

—Ha telefoneado Darwin —agregó Sonia.

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