Gloria

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A la mujer que atendía la única posada de Molignac le dijo que era suizo (cosa que fue confirmada por su pasaporte) y le dio a entender que había errado largo tiempo por el mundo, trabajando en empleos temporarios aquí y allá. Idéntica información confió al hermano de la posadera, un granjero, púrpura a fuerza de vino y sanguineidad, por quien, a consecuencia de la total indigencia del trotamundos, fue contratado como jornalero. Era, pues, la tercera vez en una semana que Martin cambiaba de nacionalidad, poniendo a prueba la credulidad de los desconocidos y aprendiendo a vivir de incógnito. El hecho de que hubiera nacido en una remota tierra del norte había adquirido desde mucho tiempo atrás una sombra de misterio fascinante. Como desenfadado visitante que provenía de un paraje lejano, se paseó por los bazares de los infieles, y todo resultó interesante y colorido, pero, fuera donde fuese, nada podría debilitar en él la prodigiosa sensación de ser diferente y elegido. Tales palabras, tales nociones e imágenes, como aquellas que había engendrado Rusia, no existían en otros países, y a menudo ocurría que Martin caía en una incoherencia, o empezaba a reír nerviosamente al tratar de explicar en vano a determinado extranjero los diversos significados de algún término especial, digamos,

poshlost. Le agradaba el apasionamiento de los ingleses por Chejov, el de los alemanes por Dostoyevski. Cierta vez, en Cambridge, descubrió en un ejemplar de la revista local aparecido sesenta años atrás, un poema firmado a secas: A. Jameson. Comenzaba así:

Voy por el camino solitario,

lejos se extiende mi pedregoso sendero,

queda es la noche y fría la piedra,

y las estrellas conversan con las estrellas…

Y era una vergonzosa paráfrasis del más grande poema lírico de Lermontov. Una profunda melancolía lo invadía cuando, a veces, de las profundidades de un patio en Berlín surgía el sonido de una gaita ignorante de que la melodía hecha suya había emocionado los corazones de sentimentales borrachos en las tabernas rusas. ¡La música! Martin lamentaba que un centinela interno prohibiera a sus cuerdas vocales los sonidos que habitaban en sus oídos. Pese a todo, cuando sus compañeros de trabajo, jóvenes italianos, cantaban a viva voz, por entre las ramas de los cerezos de la Provenza, Martin daba comienzo a su propia canción —torpe, osadamente, y fenomenalmente desafinada—, y aquella canción evocaría las noches en el campo de Crimea, cuando el barítono Zaryanski, acompañado por el coro, cantaba al «compañero de las siete cuerdas», o a «la pequeña copa».

Muy por encima de él ondeaba la alfalfa; desde arriba del brillante azul que lo oprimía, las hojas con nervaduras plateadas crujían muy junto a sus mejillas, y el saco de hule suspendido de la rama de un árbol ganaba peso gradualmente a medida que iba llenándose del esmaltado fruto negro que Martin extraía por su rígido tallo. Cuando estuvieron cosechadas las cerezas, vinieron los albaricoques impregnados de sol, y preciosos melocotones, que debían acunarse delicadamente en la mano para que no se machucaran. También había otros tipos de trabajo. Con el torso desnudo y la espalda ya del color de la terracota, Martin, para complacer al maíz joven, aflojaba la tierra y la apilaba en montañitas, escardaba con el extremo puntiagudo de su azada la artera y obstinada hierba de los prados, o se inclinaba durante horas sobre los brotes de los árboles menores, manzanos y perales, maniobrando sus tijeras de podar. Le gustaba especialmente llevar el agua del aljibe del patio al plantío, donde los surcos abiertos con una zapa se encontraban entre sí y con los pozos cavados en torno a los tallos. Al diseminarse por toda la joven plantación, el agua elegía su camino como si estuviera viva; aquí se detenía, allí seguía corriendo, extendiendo brillantes tentáculos, y Martin, haciendo alguna que otra mueca por las punzadas de las cabezas de los cardos, se embarraba hasta los tobillos con un grueso lodo de color púrpura, hundiendo con todas sus fuerzas un resguardo de hierro como barrera o, al contrario, ayudando a pasar a un hilo de agua. La tierra ahuecada se llenaba de un agua marrón y burbujeante y, palpándola con la azada, Martin alisaba piadosamente el suelo, hasta que algo cedía deliciosamente, y el agua, filtrándose, se hundía lavando las raíces. Se sentía feliz de saber saciar la sed de una planta, feliz de que el azar lo hubiera ayudado a encontrar un trabajo que podía servirle para comprobar tanto su sagacidad como su resistencia. Se alojaba en una barraca junto con los otros peones, bebía, como ellos, un litro y medio de vino por día, y hallaba satisfacción en tener el mismo aspecto de ellos, exceptuando la pequeña barba rubia que se había dejado crecer en silencio.

Al atardecer, antes de regresar, caminaba hasta los bosques de alcornoques que había al otro lado de la granja, fumaba y meditaba. Sobre su cabeza los ruiseñores silbaban frases cortas y ricas; desde el estanque llegaba el gomoso croar de las ranas. El aire era tierno, lánguido, no del todo crepuscular aún, pero ya no diurno, y los olivos en las terrazas y las mitográficas colinas a lo lejos y aquel pino separado que se erguía en una roca, el paisaje todo, era inconsolable y algo desfalleciente, bajo el parejo desvanecimiento del cielo, que oprimía, que adormecía y que hacía anhelar la vivificante aparición de las estrellas. Caía la noche, las luces titilaban en las siluetas de las colinas, las ventanas de la granja se iluminaban. Y cuando lejos, muy lejos, en la oscuridad desconocida, pasaba un diminuto tren casi inaudible, quebrado en vívidos segmentos, Martin se decía con profunda satisfacción que desde allí, desde aquel tren, la granja y Molignac parecían un puñado de joyas. Se alegraba de haber escuchado la llamada de aquellas luces, de haber descubierto su encantadora y apacible esencia. Un domingo por la noche, en Molignac, encontró una casita blanca, al pie de los escarpados viñedos. Un viejo y destartalado cartel rezaba: «Se vende». Y, a decir verdad, ¿no sería mejor abandonar el peligroso y osado proyecto, renunciar al deseo de asomarse a la despiadada noche de Zoorlandia, para establecerse con una joven esposa en aquel mismo lugar, en aquella cuña de suelo fértil a la espera de un amo trabajador? Sí, debía decidir: el tiempo se le escapaba de las manos, la oscura noche de otoño que había elegido para colarse por la frontera se acercaba, y él ahora se sentía tranquilo, restablecido, seguro de poder salir airoso de cualquier personificación, de que nunca perdería su presencia de ánimo, de que se adaptaría donde fuera y cuando fuera al tipo de vida que las circunstancias exigiesen.

Probando suerte, le escribió a Sonia. La respuesta llegó rápidamente y, después de leerla, Martin suspiró aliviado. «Deja de atormentarme», escribía Sonia. «Ya es suficiente, por el amor de Dios. Nunca me casaré contigo. Es más, detesto los viñedos, el calor, los lagartos y especialmente el ajo. Táchame de la lista, hazme ese favor, querido».

Aquel mismo día partió hacia la ciudad en el flamante autocar, se afeitó la barba, retiró su maleta de la posada y fue andando hasta la estación. Allí, en la misma mesa, con la cabeza apoyada en el brazo, dormía el mismo obrero. Estaban encendiendo las luces, los murciélagos pasaban rasando, el cielo verdoso se marchitaba.

Proshchay, proshchay (adiós, adiós), resonó en los oídos de Martin, con el estribillo de una canción rusa, mientras contemplaba los enmarañados enebros al otro lado de los rieles ya vibrantes, las luces de las señales, la silueta negra de un hombre empujando la silueta negra de una carretilla para equipajes.

El expreso nocturno entró pesadamente en la estación. Un minuto más tarde volvió a partir, y Martin sintió un momentáneo impulso de saltar de él y regresar a la feliz granja de cuento de hadas. Pero la estación ya había dejado de existir. Se quedó mirando por la ventanilla, esperando la aparición de sus queridas luces, para decirles adiós. Ahí llegaban, lejanas, las joyas vertidas en la oscuridad, increíblemente encantadoras…

—Dígame —preguntó Martin al revisor—, aquellas luces, ¿son de Molignac, verdad?

—¿Qué luces? —preguntó el hombre mirando por la ventanilla.

Pero en aquel momento todo quedó oculto por la repentina aparición del terraplén negro.

—De todos modos no es Molignac —dijo el conductor—. Molignac no puede verse desde el tren.

En el quiosco de la estación de Lausanne, Martin compró la edición dominical de un periódico ruso emigré publicado en Berlín. Apenas pudo creer lo que veían sus ojos cuando en la mitad inferior de la segunda página encontró un folletín titulado: «Zoorlandia». Lo firmaba «S. Bubnov», y resultó ser un cuento escrito en el admirable estilo de aquel autor, «con un toque de fantasía», como se complacían en decir los críticos. Martin descubrió en él, con disgusto y vergüenza (como si estuviera presenciando un acto oscuro y temible), mucho de lo que él y Sonia solían inventar, extrañamente iluminado ahora por la imaginación de un intruso. «Qué traidora es, al fin y al cabo», reflexionó Martin, y, en un agudo y desesperado rapto de celos, recordó haberlos visto a ella y a Bubnov caminando del brazo por una calle oscura, y cómo había tratado él de creer en lo que ella le había dicho al otro día: que había ido al cine con la chica de Veretennikov.

Estaba lloviznando, y solo podía divisarse la mitad inferior de las montañas, cuando, aprisionado entre canastas y corpulentas mujeres, llegó en charabán público a la población situada a diez kilómetros de la villa de su tío. La señora Edelweiss sabía que su hijo estaba al llegar. Durante tres días había esperado un cable y había aguardado entusiasmada la emoción de bajar hasta la estación para recibirlo. Estaba en la sala bordando, cuando desde el jardín llegó la voz grave y joven de su hijo y la risa ronca y suave, típica de su comportamiento cuando regresaba tras una larga separación. Martin caminaba junto a la sonrojada Marie, que intentaba librarlo del peso de la maleta, mientras él la cambiaba de una mano a otra y de vuelta a la primera sin dejar de andar. Su rostro estaba de color cobre oscuro, el tono de sus ojos parecía haber empalidecido por contraste, y él olía maravillosamente a tabaco rancio, a chaqueta de lana húmeda y a tren.

—Habrás venido para quedarte mucho mucho tiempo ahora —repitió una y otra vez su madre, con voz alegre y gritona.

—En términos generales, sí —contestó Martin para tranquilizarla—. Solo tendré que ir a Berlín por negocios dentro de unas dos semanas y después regresaré.

—¡Oh, deja a un lado los negocios, pueden esperar! —exclamó la madre.

Y el tío Enrique, que descansaba en su cuarto después de almorzar, se despertó, escuchó, se calzó rápidamente los zapatos y bajó.

—El hijo pródigo —dijo al llegar—. Encantado de volver a verte.

Martin tocó la mejilla de su tío con la suya propia, y simultáneamente ambos besaron el vacío, como era su costumbre en tales circunstancias.

—Espero que… ¿por cierto tiempo? —preguntó el tío, sin apartar sus ojos de Martin.

Mirándolo todavía fijamente, buscó a tientas el respaldo de una silla y se sentó con las rodillas separadas.

—En términos generales, sí —contestó Martin—. Solo tendré que ir a Berlín dentro de unas dos semanas, pero volveré.

—No lo harás —dijo riendo la señora Edelweiss—. Te conozco. Anda, dinos cómo fue todo. ¿Es posible que en serio hayas arado, que hayas cosechado heno y ordeñado vacas?

—Es divertido ordeñar —comentó Martin, y separando dos dedos demostró cómo se hacía.

(Ordeñar era precisamente lo único que no había hecho en Molignac —esa era tarea de su tocayo Martin Roe— y no quedó claro por qué empezó su historia con un detalle espurio cuando tenía tanto más, auténtico, para contar).

A la mañana siguiente, mientras contemplaba las montañas, Martin volvió a pensar, con la misma melodía plañidera, «Adiós, adiós», pero en seguida se reprendió por su inútil pusilanimidad. En aquel momento entró su madre con una carta, y desde el umbral dijo con júbilo, antes de que Martin tuviera tiempo para suponer erróneamente que la carta era de Sonia:

—Creo que es letra de Darwin. Olvidé dártela anoche.

Después de leer los primeros renglones, Martin empezó a reír entre dientes. Darwin escribía que estaba a punto de casarse con una espléndida inglesa que había conocido en un hotel en las cataratas del Niágara, que él viajaba mucho, y que en una semana estaría en Berlín.

—Invítalo a venir —se apresuró a decir la señora Edelweiss—. No podría haber nada más sencillo.

—No, no. Te digo que tengo que ir a Berlín. Todo coincide a la perfección.

—Martin… —comenzó a decir la madre, pero vaciló y quedó en silencio.

—¿Qué pasa? —preguntó Martin jovialmente.

—¿Qué tal marcha…? Bueno, sabes a qué me refiero… Tal vez ya te hayas comprometido.

Martin entornó los ojos y sonrió, pero no contestó.

—Me encariñaré con ella —susurró devotamente la señora Edelweiss.

—Vamos a dar un paseo. Con este tiempo glorioso… —dijo Martin, simulando cambiar de tema a propósito.

—Ve tú —respondió la madre—. Como buena tonta, he invitado, justo hoy, al viejo matrimonio Dronet. Morirían de un ataque al corazón si uno tratara de telefonearles.

En el jardín, el tío Enrique estaba colocando una escalera junto al tronco de un manzano. Luego, con el mayor cuidado, trepó hasta el tercer peldaño. Junto al pozo, con los brazos en jarras, Marie miraba hacia la nada con la mirada perdida, ajena al balde que desbordaba un agua reluciente. Había aumentado mucho de peso en los últimos años, pero en aquel instante, con el juego del sol en el vestido y en el cuello, que las ceñidas trenzas firmemente sujetas a la cabeza dejaban al descubierto, le hizo recordar a Martin su efímera pasión. De pronto la muchacha volvió la cara hacia él. Era una cara gorda e inexpresiva.

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