Gloria

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La madre amaba a Martin con tanto celo, con tanta violencia y tanta intensidad que su corazón parecía quedar ronco. Cuando su matrimonio fracasó y ella comenzó a vivir sola con Martin, él solía ir a visitar a su padre, los domingos, a su antiguo apartamento, donde pasaba largo tiempo con las pistolas y las dagas, mientras su padre leía el periódico impasiblemente y de vez en cuando respondía sin levantar los ojos: «Sí, está cargada» o «Sí, envenenada». En esas ocasiones Sofía apenas podía soportar el quedarse en casa, atormentada por la ridícula idea de que su indolente marido tratara de hacer algo para retener a Martin a su lado. Por otra parte, Martin era muy cariñoso y amable con su padre, a fin de hacerle más llevadero el castigo, pues creía que su padre había sido confinado por un delito cometido una tarde de verano, en su casa de campo, cuando le hizo algo al piano que lo había hecho emitir un sonido absolutamente estremecedor, como si alguien le hubiera pisado el rabo, y al día siguiente se había ido a San Petersburgo para no regresar jamás. Esto ocurrió el mismo año en que el Gran Duque de Austria fue asesinado en un serrallo. Martin había imaginado muy precisamente aquel serrallo y su diván, y al Gran Duque con un sombrero de plumas, defendiéndose con su espada de media docena de conspiradores envueltos en sus capas negras, y se desilusionó cuando su error se hizo evidente. El golpe en el piano había ocurrido durante su ausencia: estaba en el cuarto contiguo, cepillándose los dientes con una gruesa pasta dentífrica, espumosa y dulzona, a la que la inscripción en inglés hacía especialmente atractiva: «No podíamos mejorar el dentífrico; por eso mejoramos el tubo». Efectivamente, la apertura tenía forma de ranura, de modo que la pasta, según se presionaba el tubo, no se deslizaba sobre el cepillo como un gusano sino como una cinta.

El día en que la noticia de la muerte de su esposo la sorprendió en Yalta, Sofía recordaba íntegramente aquella última discusión con su marido, en cada detalle y en cada matiz. Él había estado sentado junto a una pequeña mesa de mimbre, examinando las yemas de sus dedos cortos y separados, y ella le había estado diciendo que no podían seguir más de ese modo, que hacía tiempo que se habían convertido en extraños, y que estaba deseando llevarse a su hijo e irse, incluso al día siguiente. Su esposo había sonreído indolentemente y con una voz calma y ligeramente ronca había respondido que ella tenía razón, por desgracia, y había dicho que se iría y que buscaría un apartamento en la ciudad. Su voz calma, su plácida obesidad, y sobre todo la lima con la que mutilaba sin cesar sus delicadas uñas, sacaban de quicio a Sofía, y la tranquilidad con que discutían su separación le parecía monstruosa, si bien el diálogo violento o las lágrimas hubieran sido aún más terribles. Al cabo de unos instantes, él se había levantado y, sin dejar de limarse las uñas, había comenzado a pasearse por el cuarto, de un lado para otro, hablando con una leve sonrisa en los labios sobre los detalles domésticos más pequeños de su futura existencia separada (y aquí, un carruaje para la ciudad había jugado un papel absurdo). Luego, súbitamente y sin motivo alguno, al pasar por el piano abierto, había golpeado el puño con toda su fuerza contra el teclado y había parecido como si un disonante aullido se hubiera colado dentro de la habitación por una puerta momentáneamente abierta.

Después de esto había retomado la frase interrumpida con el mismo tono de voz calmo, y al volver a pasar por el piano había bajado la tapa cuidadosamente.

La muerte de su padre, a quien no quería mucho, había impresionado a Martin por la sencilla razón de que no lo había querido como debía; y, además, no podía evitar pensar que su padre había muerto en desgracia. Fue entonces cuando Martin comprendió por primera vez que la vida humana corría haciendo zig-zags, que ahora había pasado la primera curva, y que su propia vida se había transformado en el instante en que, estando en el paseo de los cipreses, su madre lo llamó a la terraza y con voz extraña le dijo:

—He recibido una carta de Zilanov. —Y luego continuó en inglés—: Debes ser valiente… muy valiente. Se trata de tu padre… Ha muerto.

Martin se puso pálido y sonrió confusamente. Después vagó largo rato por el parque Voronstsov, repitiendo de vez en cuando un sobrenombre infantil que una vez había dado a su padre, y tratando de imaginar —e imaginando con una cálida lógica de ensueño— que su padre estaba a su lado, frente a él, detrás de él, bajo aquel cedro, allí, en el declive de aquel prado, muy cerca, muy lejos, en todas partes.

Hacía calor, pese a que poco tiempo atrás había arreciado una fuerte tormenta con lluvias. Alrededor de los arbustos de nísperos zumbaban los moscardones. Un cisne negro y arisco flotaba en la laguna, moviendo de lado a lado un pico tan rojo que parecía pintado. Los pétalos de los almendros habían caído sobre la tierra oscura del sendero mojado, y se destacaban, pálidos, como las almendras en el pan de jengibre. No lejos de algunos cedros enormes, crecía un solitario abedul, con la peculiar inclinación del follaje que solo tienen esos árboles (como si una muchacha hubiera dejado caer hacia un lado su cabello para peinarlo y se hubiera quedado inmóvil). Un pájaro rayado como las cebras pasó suavemente, extendiendo y juntando la cola. El aire resplandeciente, las sombras de los cipreses (árboles viejos, con un tono herrumbroso y diminutas pinas semiescondidas bajo sus capas); el cristal negro de la laguna, en la que se extendían los círculos concéntricos que rodeaban al cisne; el azul radiante en el que se elevaba el monte Petri, luciendo un ancho cinturón de pinos: todo estaba penetrado por un placer agonizante, y a Martin le pareció que, de algún modo, su padre jugaba parte en la distribución de luz y sombras.

—Si tuvieras veinte años en vez de quince —le dijo su madre esa tarde—, si ya hubieras terminado el colegio y yo ya no viviera, entonces, podrías, por supuesto… Creo que sería tu deber…

Se detuvo en mitad de la oración, pensando en el Ejército Blanco y viendo con el ojo de su mente las praderas rusas del sur y jinetes con gorros de cosaco, entre los que desde lejos trataba de reconocer a Martin. Pero, gracias a Dios, él estaba cerca suyo, con una camisa de cuello abierto, el cabello cortado casi al cero, la piel tostada por el sol y pequeñas líneas sin broncear que partían de los extremos de sus ojos.

—Mientras que, por otra parte, si regresamos a San Petersburgo… —continuó en tono de pregunta, pero en alguna estación anónima explotó una bomba y la locomotora tuvo que retroceder—. Probablemente todo esto termine algún día —agregó tras una pausa—. Mientras tanto debemos pensar en algo.

—Me voy a nadar —dijo Martin, en tono conciliatorio—. Toda la pandilla está allí, Nicky, Lida.

—Sí, claro, ve —repuso Sofía—. Después de todo, la revolución terminará algún día y será extraño recordarla. Nuestra estadía en Crimea le ha sentado magníficamente a tu salud. Y de algún modo terminarás tus clases en la escuela superior de Yalta. Mira aquel risco, ¿no queda hermoso con esa luz?

Esa noche madre e hijo no pudieron dormir, y ambos pensaron en la muerte. Sofía trataba de pensar en silencio, es decir, sin sollozar ni suspirar (la puerta del cuarto de su hijo estaba entreabierta). Nuevamente recordó, puntillosamente y en detalle, todo lo que había conducido a su separación de Edelweiss. Repasando cada instante, vio claramente que en tal o cual circunstancia no podía haber actuado de otro modo. Pero aún la acechaba un error, escondido en alguna parte: si no se hubieran separado, él no habría muerto así, solo en un cuarto vacío, sofocándose, desvalido, recordando tal vez el último año de felicidad (una felicidad bastante relativa, sin embargo) y el último viaje al extranjero, a Biarritz, la excursión a Croix-de-Mouguére y las pequeñas galerías de Bayonne. Ella creía firmemente en cierto poder que guardaba la misma semejanza con Dios que la casa de un hombre a quien uno nunca ha visto, sus pertenencias, su invernadero y sus colmenas, su voz distante, oída al azar en un campo abierto, guardan con su dueño. Llamar «Dios» a ese poder la habría incomodado, así como hay Pedros e Ivanes incapaces de pronunciar «Perico» o «Vanya» sin una sensación de falsedad, mientras que hay quienes, en una larga conversación, repiten con gusto sus propios nombres, o peor, sus sobrenombres, veinte veces o más. Este poder no tenía relación con la Iglesia, ni absolvía o purgaba pecado alguno. Era solo que, a veces, Sofía sentía vergüenza en presencia de un árbol, una nube, un perro, o el aire mismo, que transportaba tanto una palabra dura como una amable. Y ahora, mientras pensaba en su desagradable y mal querido esposo y en su muerte, aun cuando repetía las palabras de las oraciones que le eran familiares desde su niñez, esforzaba de tal modo todo su ser —ayudada por dos o tres recuerdos felices, a través de la niebla, a través de grandes espacios, a través de todo aquello que seguiría incomprensible para siempre— que podría haber besado a su marido en la frente.

Nunca discutía abiertamente este tipo de cosas con Martin, pero siempre sentía que a través de su voz y de su amor, cualquier otra cosa de la que hablaran creaba en él el mismo sentimiento de divinidad que habitaba en ella. Acostado en el cuarto contiguo y fingiendo roncar para que su madre no supiera que estaba despierto, Martin también recordó cosas horripilantes, también trató de comprender la muerte de su padre y de atrapar un puñado de ternura póstuma en la oscuridad de la habitación. Pensaba en su padre con toda la fuerza de su alma, e incluso hacía algunos experimentos: si en este instante cruje una madera del piso o hay algún golpe, es que me está escuchando y me responde. Asustado, Martin aguardaba el golpe. La proximidad del aire nocturno lo oprimía; podía oír el romper de las olas; los mosquitos emitían su agudo quejido. O bien, con absoluta claridad, veía súbitamente la cara redonda de su padre, sus quevedos, el prolijo corte de cabello, el botón carnoso de su verruga junto a una de las ventanas de la nariz y el brillante anillo formado por dos serpientes de oro alrededor del nudo de la corbata. Luego, cuando el sueño lo venció, se encontró sentado en un aula con los deberes sin hacer, mientras Lida se rascaba ociosamente la rodilla y le decía que los georgianos no tomaban helados:

Gruziny ne edyat tnorozhenogo.

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