Gloria

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A partir de ese año, en Martin se desarrolló una verdadera pasión por los trenes, los viajes, las luces distantes, los estremecedores lamentos de las locomotoras en la oscuridad de la noche y la vivacidad de museo de cera que había en las fugaces estaciones locales, con gente que nunca volvería a ver. Ni su lento desplazamiento, ni el rechinar del varón del timón, ni el temblor interno del carguero canadiense en que él y su madre dejaron Crimea en abril de 1919, o el tormentoso mar y la impetuosa lluvia, provocaban tanto el entusiasmo de viajar como un tren expreso y solo muy gradualmente Martin se dejó invadir por este nuevo encanto. Una desgreñada muchacha que llevaba impermeable y una bufanda negra y blanca alrededor del cuello se paseaba por cubierta resoplándose el cabello que le hacía cosquillas en el rostro, acompañada por su pálido esposo, hasta que el mar terminó de indisponerlo, y en la figura de la mujer y en su bufanda al viento Martin reconoció la emoción de viaje que lo cautivaba al ver la gorra a cuadros y los guantes de cabritilla que su padre solía ponerse en los compartimientos del ferrocarril, o el maletín con la correa al hombro que usaba aquella niña francesa, con quien había sido tan entretenido vagar por los largos pasillos de un tren rápido, insertado en el transitorio paisaje. Aquella muchacha era la única que parecía un marino ejemplar, muy diferente del resto de los pasajeros a quienes el capitán de ese buque fletado improvisadamente, al no encontrar carga en la revuelta Crimea, había admitido a bordo, para no hacer el viaje de vuelta con la nave vacía. Pese al abundante equipaje —lleno de bultos, reunido precipitadamente, atado con sogas en lugar de correas—, toda aquella gente parecía navegar por casualidad o estar allí para hacer un viaje breve. La fórmula de los viajes distantes no lograba adaptarse a la confusión ni a la melancolía de aquellos pasajeros. Huían de un peligro mortal, pero por alguna causa, Martin se preocupaba muy poco por esta circunstancia o porque ese usurero de rostro agrisado con un cúmulo de piedras preciosas sujetas en un cinturón ajustado a su piel, de haberse quedado en Crimea, hubiera sido muerto en el acto por el primer hombre del Ejército Rojo que se tentara con el fulgor de los diamantes. Martin seguía la costa rusa con una mirada casi indiferente, a medida que esta retrocedía en la lluviosa neblina, muy simple y moderadamente, sin que un solo signo permitiera entrever la sobrenatural duración de la separación. Solo cuando todo se desvaneció en la bruma, recordó ávidamente, en un instante, Adreiz, los cipreses y la alegre casa, cuyos moradores respondían incansablemente a las preguntas de los atónitos vecinos:

—¿Huir? ¿Pero dónde podríamos vivir sino en Crimea?

Y su recuerdo de Lida tenía matices muy diferentes de los de su verdadera relación original: recordaba que una vez en que ella se quejaba por la picadura de un mosquito y se rascaba la pantorrilla, enrojecida sobre el bronceado, él había querido mostrarle cómo hacer un corte con la uña sobre la roncha, y ella le había pegado en la mano sin motivo alguno. También recordaba la visita de despedida, cuando ninguno de los dos sabía de qué conversar y hablaban permanentemente de Kolya, que se había ido de compras a Yalta, y el alivio que había sido que finalmente regresara. Ahora el largo y delicado rostro de Lida perseguía obsesivamente a Martin. Mientras descansaba en una litera bajo un sonoro reloj, en la cabina del capitán, con quien se habían hecho grandes amigos, o compartía en reverente silencio la mirada de su primer compañero, un canadiense picado de viruela que raramente hablaba —y que cuando lo hacía pronunciaba el inglés como si estuviera masticando—, pero que había helado misteriosamente el corazón de Martin cuando le informó que los viejos lobos de mar no se sentaban ni aun después de haberse retirado, que los nietos se sentaban pero los abuelos permanecían de pie («la fuerza del mar permanece en las piernas»): mientras se acostumbraba a todas estas novedades náuticas, al olor del aceite y al balanceo del barco, a las extrañas y diversas variedades de pan, una de las cuales sabía a la eucarística prosfora rusa, Martin trataba de convencerse de que había partido de viaje por despecho, de que sobrellevaba un amor desdichado, pero que nadie, al ver su semblante tranquilo, ya curtido por el viento, podría sospechar su angustia. Inesperadamente aparecía la gente más sorprendente y misteriosa: estaba la persona que había fletado el barco, un hosco puritano de Nueva Escocia, cuyo impermeable colgaba del retrete del capitán (que estaba en condiciones lamentables), oscilando justo sobre el asiento. Estaba el segundo compañero de Martin, llamado Patkin, un judío oriundo de Odessa, en cuyo inglés con acento norteamericano podían distinguirse los rasgos borrosos del idioma ruso. Y entre los marineros había un tal Silvio, un sudamericano que siempre andaba descalzo y llevaba consigo un puñal. Cierto día el capitán apareció con una mano herida; al principio dijo que lo había arañado un gato, pero más tarde su amistad le hizo confesar a Martin que Silvio lo había mordido al pegarle él por estar borracho a bordo. Fue así como Martin se inició en la vida de los marinos. La compleja estructura arquitectónica del buque, todos esos pasillos, esos pasajes laberínticos y puertas batientes, le entregaron pronto sus secretos y se le hizo difícil encontrar un rincón todavía desconocido. Mientras tanto, la joven con la bufanda a rayas parecía compartir la curiosidad de Martin, pues pasaba como una sombra por los lugares más inesperados, siempre con el cabello henchido por el viento, siempre mirando a la distancia. Ya al segundo día su esposo fue obligado a permanecer recostado, dormitando y con el cuello de la camisa desabrochado, en una de las banquetas de hule del salón, mientras en otra banqueta descansaba Sofía, con una rodaja de limón entre los labios. De vez en cuando Martin también sentía un vacío en la boca del estómago y una especie de inseguridad general, en tanto que la joven era infatigable. Martin ya había decidido que era a ella a quien salvaría en caso de desastre. Pero a pesar del turbulento mar, el barco llegó al puerto de Constantinopla un amanecer con nubes de color lechoso e inmediatamente un turco mojado apareció en cubierta, y Patkin, que pensaba que la cuarentena debía ser recíproca, le gritó «¡Te voy a “hundí”!» (ya tebya utonu), e incluso lo amenazó con una pistola. Al día siguiente se desplazaron hasta el mar de Mármara, pero el Bósforo no llegó a dejar huellas en la memoria de Martin, aunque sí tres o cuatro de sus minaretes que parecían chimeneas de fábrica en la nieve, y la voz de la muchacha del impermeable, que hablaba sola en voz alta, mirando la brumosa costa. Martin, esforzándose para escuchar, creyó distinguir el adjetivo «amatista» (ametisto-víy), pero finalmente decidió que estaba en un error.

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