Gloria

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El taxi se desplazó con un sonido susurrante. Martin admiró el arremolinarse del Tiergarten a su alrededor, los encantadores matices cálidos de su follaje: «Oh funesto período, encanto visual…». Castaños sin flores pero no obstante suntuosos contemplaban su propio reflejo en el canal. Al pasar sobre el puente, reconoció el león de piedra de Hércules y notó que la parte de su cola recientemente reparada estaba aún muy blanca y probablemente tardaría mucho tiempo en adquirir el aclimatado tono del resto del grupo. ¿Cuánto? ¿Diez, quince años? ¿Por qué es tan difícil imaginarse a sí mismo a los cuarenta?

El sótano del consulado de Latvia estaba atestado de gente. «Toe, toe», sonaba el sello de goma. Al cabo de unos minutos, el ciudadano suizo Edelweiss había salido de allí y se dirigía a una oscura mansión cercana, donde obtendría el barato visado de tránsito lituano.

Ahora podía buscar a Darwin. Su hotel daba frente al jardín zoológico.

—No está —dijo el empleado—. No, no sé cuándo volverá.

«Qué fastidio», pensó Martin al regresar a la calle. «Debí haberle dicho una fecha precisa, no simplemente “Uno de estos días”. Es una pega. ¡Qué fastidio!». Consultó el reloj. Las once y media. Su pasaporte estaba en orden; tenía el billete en el bolsillo. El día que se había anunciado lleno de actividad de pronto se había vaciado. ¿Qué hacer? ¿Visitar el zoológico? ¿Escribir una carta a mamá? No, eso vendría más tarde.

Pero mientras meditaba, en las profundidades de su conciencia se desarrollaba una actividad oculta. Martin se resistió a ella, trató de ignorarla, pues tras el rechazo de su desesperada proposición había decidido firmemente no volver a ver nunca más a Sonia. Por desgracia el aire de Berlín estaba saturado de recuerdos de ella. Hacia allí, en el zoológico, habían observado juntos un faisán chino rojo-dorado, las fabulosas ventanas de la nariz del hipopótamo, el amarillento perro salvaje de Australia que podía saltar tan alto. «Ahora ella está en la oficina», reflexionó Martin, «pero debo visitar a los Zilanov sin falta».

El Kurfürstendamm empezó a pasar. Los automóviles se adelantaron al tranvía, el tranvía se adelantó a las bicicletas. Luego vino el puente, el humo de los trenes que corrían mucho más abajo, miles de rieles, el misterioso cielo azul. Después una curva, y Martin estuvo en medio de la belleza otoñal del Grunewald.

Inesperadamente, fue Sonia quien lo hizo entrar. Llevaba puesto un vestido negro, se la veía despeinada, sus ojos rasgados tenían un aspecto algo soñoliento, en sus pálidas mejillas parecía haber hoyuelos desconocidos.

—A quien ven mis ojos —declamó con lentitud, haciendo una profunda reverencia y dejando colgar los brazos frente a sí—. Bienvenido, bienvenido —agregó enderezándose, y una hebra de cabello negro cayó en arco sobre su sien. La echó hacia atrás con un golpecito del dedo índice—. Ven por aquí —indicó, y empezó a caminar por el pasillo golpeando suavemente el piso con las chinelas.

—Temí que pudieras estar en la oficina —dijo Martin, tratando esforzadamente de no mirar la adorable nuca de la muchacha.

—Jaqueca —explicó ella sin volverse, y emitió un leve gruñido, mientras recogía al pasar un estropajo para arrojarlo sobre un baúl del corredor.

Entraron en la sala.

—Siéntate y cuéntame todo —dijo Sonia, dejándose caer con los brazos extendidos sobre un sillón.

Pero al instante se incorporó y volvió a sentarse con una pierna bajo el cuerpo.

La sala estaba como siempre: el oscuro Böcklin en la pared, el gastado peluche en los muebles, cierta especie de indestructible planta de hojas pálidas en una maceta, y aquel deprimente candelabro en forma de nadadora con cola, con el pecho y la cabeza de una muchacha bávara, y cuernos de ciervo que le salían por todas partes.

—En realidad he llegado recién hoy —dijo Martin encendiendo un cigarrillo—. Pienso trabajar aquí. Es decir, no aquí precisamente, sino en el vecindario. En una fábrica y, dicho sea de paso, en esta fábrica trabajaré como simple obrero.

—¿De veras? —murmuró Sonia, y, reparando en la ceniza de Martin y en su mirada inquisitiva, agregó—: Échala al suelo, no te preocupes.

—Ahora, se da esta curiosa circunstancia —continuó Martin—. Verás, en realidad no quiero que mamá sepa que trabajo de obrero. De modo que, por favor, si ella le escribe a tu madre, sabes, a veces quiere saber por otros si yo estoy bien, bueno, entonces, comprendes, habría que decirle, por favor, que vengo a veros a menudo. Naturalmente, a decir verdad, vendré a visitaros muy muy de vez en cuando. No tendré tiempo para hacerlo.

—Has perdido tu buen semblante —comentó Sonia pensativamente—. Y hay algo grotesco en tu cara… Tal vez sea el bronceado.

—He recorrido todo el sur de Francia —dijo Martin secamente—, he trabajado en granjas, he vivido como un vago, y, los domingos, me vestía y me iba a Montecarlo para pasar un buen rato. ¡La ruleta, qué cosa fascinante! Y tú, ¿qué has estado haciendo? ¿Todo el mundo está bien?

—Los mayores están bien —contestó Sonia con un suspiro—, pero Irina se ha vuelto casi ingobernable. ¡Qué carga! Y la situación económica sigue tan oscura como siempre. Papá dice que debemos trasladarnos a París. ¿Has estado en París?

—Sí, un día —respondió Martin sin darle importancia (aquel día pasado en París, muchos años atrás, en camino de Biarritz a Berlín, niños con aros en el Jardín de las Tullerías, veleros de juguete en la fuente, un viejo dando de comer a los gorriones, la filigrana plateada de la torre, la tumba de Napoleón, donde las columnas parecían sucre d’orge enroscado)—. Sí, solamente de paso. A propósito, ¿has oído la última noticia? Darwin está aquí.

Sonia sonrió y parpadeó varias veces.

—¡Oh, no dejes de venir con él! Debes hacerlo sin falta, sería muy divertido.

—No lo he visto aún. Está aquí haciendo un trabajo para The Morning News. Antes lo enviaron a hacer un viaje por Norteamérica. Pero lo principal es esto: tiene una novia en Inglaterra, y se casa en primavera.

—¡Qué increíble! —comentó Sonia en voz baja—. Todo coincide con las reglas. Puedo imaginármela muy bien: alta, ojos como platillos y la madre idéntica a ella, solo que más flaca y más coloradota. ¡Pobre Darwin!

—Tonterías, estoy seguro de que es muy mona e inteligente.

—Bueno, ¿qué más puedes decirme? —preguntó Sonia después de un silencio.

Martin se encogió de hombros. Qué atolondrado de su parte haber gastado de golpe todo el acopio de temas de conversación. Le parecía horriblemente absurdo que Sonia estuviese sentada frente a él y él no se atreviera a decir nada de importancia, no se atreviera a mencionar su última carta, no se atreviera a preguntarle si iba a casarse con Bubnov: no se atreviera a decir ni a hacer nada. Trató de verse sentado allí, en aquella misma habitación, después de su regreso: ¿lo revelaría entonces todo con la misma indiscreción? Y Sonia, ¿se rascaría suavemente la canilla a través de la seda, como lo hacía ahora, mirando más allá de él cosas que él desconocía? Se le ocurrió que podía haber llegado en mal momento, que ella podía estar esperando a otra persona, que se sentía incómoda con él. Pero no podía decidirse a partir, como tampoco podía pensar en nada interesante que decir, y Sonia parecía estar tratando de provocarlo deliberadamente con su silencio. Un momento más y Martin hubiera perdido el dominio de sí y lo hubiera revelado todo: su expedición, su amor, y aquel algo íntimo y misterioso, que aunaba la expedición, el amor y la oda al otoño de Pushkin.

Se abrió la puerta de entrada, se oyeron pasos, Zilanov entró en la sala:

—Ah —dijo—, encantado. ¿Cómo está tu madre?

Poco después, por otra puerta entró la señora Zilanov e hizo la misma pregunta.

—¿No almorzarás con nosotros? —añadió.

Fueron hacia el comedor. Irina, al ver a Martin, se quedó helada. Después se abalanzó hacia él y comenzó a besarlo con labios húmedos.

—Ira, Irochka —repitió varias veces su madre con una sonrisa impotente.

Sobre una gran fuente de servir había apiladas unas cuantas albóndigas oscuras. Zilanov desplegó su servilleta y colocó una punta tras el cuello de su camisa.

Durante la comida, Martin le enseñó a Irina a cruzar el mayor y el anular para tocar una sola bolita de pan y sentir dos. Por un buen rato ella no pudo colocar los dedos del modo apropiado, pero cuando al fin, con la ayuda de Martin, la bolita se dividió en dos bajo su tacto, Irina ronroneó extasiada. Igual que un mono que ve su propia imagen en un fragmento de espejo trata de averiguar si no hay otro mono detrás, así ella, también, agachaba la cabeza para comprobar si, después de todo, no habría dos mendrugos bajo sus dedos. Cuando terminó el almuerzo y Sonia llevó a Martin hasta el teléfono situado a la vuelta de un pasillo con cajas y baúles en fila, Irina se lanzó tras ellos con un quejido, temiendo que Martin estuviera yéndose del todo. Cuando la convencieron de que no era así, regresó al comedor para gatear bajo la mesa en busca de su miga de pan, que había rodado fuera del alcance de la vista.

—Quiero llamar a Darwin —dijo Martin—. Debo averiguar el número de su hotel.

El rostro de Sonia se encendió, mientras ella, balbuceando por el entusiasmo, decía:

—Oh, déjame, yo lo haré, le hablaré yo, será fantástico. Ven, lo desconcertaré por completo.

—No, no lo hagas —replicó Martin—. ¿De qué sirve?

—Luego te pasaré a ti. No tiene nada de malo, ¿verdad? ¿Cuál es el número?

Sonia se inclinó sobre la guía telefónica que Martin había abierto, y él sintió el calor del pelo de ella. En su mejilla, apenas debajo del ojo, había una pestaña extraviada. Repitiendo velozmente el número en voz baja, para no olvidarlo, Sonia se sentó sobre un baúl y descolgó el receptor.

—Todo lo que harás es ponernos al habla, tenlo en cuenta —indicó Martin seriamente.

Con esmerada claridad Sonia dio el número y esperó, moviendo inquieta los ojos, golpeando suavemente los talones contra la pared del baúl. Luego sonrió, acercando aún más el receptor a su oído, y Martin extendió su mano, pero Sonia la apartó con el hombro y se encorvó, mientras preguntaba por Darwin con un nítido tono de voz.

—Pásamelo —dijo Martin—, no es justo.

Pero Sonia se acurrucó todavía más.

—Cortaré —amenazó Martin.

Sonia hizo un rápido movimiento para proteger la horquilla, y al mismo tiempo arqueó las cejas.

—No, nada gracias —dijo, y colgó. Mirando a Martin desde abajo, le informó—: No está. Pierde cuidado, querido, no volveré a llamarlo. Y tú sigues siendo el mismo patán que eras.

Se dejó caer del baúl, buscó a tientas, encontró con el pulgar del pie la chinela perdida, y regresó al comedor. La mesa estaba levantada; la madre de Irina hablaba con esta, pero no lograba que se volviera.

—¿Te encontraré por aquí más tarde? —preguntó Zilanov.

—Pues no lo sé. En realidad debería irme ahora.

—Me despediré de ti por si acaso —dijo Zilanov, y se retiró a trabajar a su cuarto.

—No te olvides de nosotros —dijeron simultáneamente las dos señoras, y cada una tocó la manga negra de la otra, con una sonrisa que acusaba la superstición.

Martin saludó con la cabeza. Irina se precipitó hacia él y le agarró las solapas de la chaqueta con ambas manos. Martin se sintió incómodo, trató de soltarle los dedos, pero Irina se asía con firmeza, y, cuando la señora Pavlov la tomó de los hombros por detrás, la pobre criatura se deshizo en turbulentos sollozos. Martin apenas pudo disimular su reacción al observar la temible expresión de aquel rostro, el sarpullido rojo en la frente. Con un movimiento brusco, por no decir grosero, consiguió zafarse de la posesión de Irina. Ella fue llevada aparte, su soberbio gemido fue cediendo y por último se calmó.

—Siempre las mismas preocupaciones —declaró Sonia, mientras acompañaba a Martin hacia el vestíbulo.

Martin se puso su impermeable; el impermeable era un asunto complicado, y le llevó algún tiempo acomodarse el cinturón correctamente.

—Ven de vez en cuando alguna tarde —sugirió Sonia observando la operación, con las manos hundidas en los bolsillos delanteros del vestido.

Martin meneó tristemente la cabeza.

—Nos reunimos y bailamos —comentó Sonia.

Y con las piernas muy juntas, levantó primero las puntas de los pies, luego los talones, otra vez las puntas y otra vez los talones, en un leve desplazamiento lateral.

—Bien —dijo Martin, palpándose los bolsillos—. Creo que no he traído ningún paquete.

—¿Te acuerdas? —preguntó Sonia, y empezó a silbar despacito la melodía de un foxtrot de Londres.

Martin carraspeó.

—No me gusta tu sombrero —observó ella—. Ya no se llevan así.

Proshchay —dijo Martin.

Y aforándola hábilmente apretó sus labios contra los dientes, la mejilla, la tierna parte de detrás de la oreja de Sonia. Después la dejó irse (ella retrocedió y casi cayó), y se marchó rápidamente, cerrando sin quererlo de un portazo.

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