Gloria

Gloria


13

Página 16 de 51

13

El espléndido otoño que acababa de ver en Suiza perduró de algún modo en el conjunto de sus primeras impresiones de Cambridge. Por las mañanas una niebla delicada solía envolver los Alpes. En medio del camino, cuyos surcos estaban cubiertos por una delgada capa de hielo que parecía mica, yacía un fruto de fresno roto. Pese a la ausencia de viento, el follaje amarillo claro de los abedules disminuía a cada día que pasaba, y a su través el cielo turquesa miraba hacia abajo jovialmente, los exuberantes helechos se tornaban rosados y por todas partes flotaban iridiscentes hebras de telaraña, aquellas que el tío Enrique llamaba «los cabellos de la Virgen». Martin miraba hacia arriba, creyendo oír el remoto canto de las grullas, pero las grullas nunca se dejaban ver. Solía vagar durante largo rato, como buscando algo. Andaba en una ruinosa bicicleta de uno de los sirvientes a lo largo de los crujientes senderos, mientras su madre, pensativa, sentada en un banco bajo un arce, atravesaba con su bastón las húmedas hojas carmesí caídas sobre el suelo marrón. Esa belleza, variada y salvaje, no existía en Inglaterra, donde la naturaleza tenía una mansa apariencia de invernáculo, y un poco imaginativo otoño se desvanecía en jardines geométricos bajo el cielo lluvioso. Pero todo, las paredes color gris rosado, los prados rectangulares que amanecían cubiertos por un hielo plateado en los escasos días de sol, el estrecho río, el puente de piedra, cuyo arco formaba un círculo completo con su reflejo perfecto, tenía una belleza propia.

Ni el pésimo tiempo ni el frío helado de su dormitorio, donde la tradición prohibía las calefacciones, podían alterar el meditativo joie de vivre característico de Martin. Se encariñó sinceramente con su pequeño cuarto de estar, con la agradable chimenea, la polvorienta pianola, las inofensivas litografías de las paredes, los bajos sillones de mimbre y los baratos objetos de porcelana que había en los estantes. Cuando, tarde por la noche, la llama sagrada del hogar amenazaba con extinguirse, Martin solía reunir las brasas en el centro, apilaba algunas astillas sobre ellas, colocaba encima una montañita de carbón, avivaba el fuego con un fuelle y provocaba el tiraje de la chimenea extendiendo una amplia hoja del Times sobre la boca del hogar. La hoja, tensa, se calentaba, haciéndose transparente, y las líneas impresas, al confundirse con las del lado opuesto, parecían la extraña escritura de alguna tribu negra. Luego, cuando el susurro y la agitación del fuego aumentaban, en el centro del papel aparecía una mancha rojiza que se oscurecía hasta encenderse súbitamente. Toda la hoja, ahora en llamas, era aspirada inmediatamente por la garganta de la chimenea, que la arrojaba en vuelo al exterior. Pero algún transeúnte sorprendido por la oscuridad de la noche gótica, algún profesor vestido con su toga, podía observar la bruja de cabellos de fuego que ascendía de la chimenea hacia el cielo estrellado. Al día siguiente, Martin pagaba una multa.

Siendo de temperamento vivo y sociable, Martin no permaneció solo durante mucho tiempo. Relativamente pronto, trabó amistad con Darwin, el vecino de abajo, al igual que con varios otros hombres en la cancha de fútbol, el club y el salón comedor. Observó que todo el mundo creía su deber cambiar opiniones sobre Rusia con él y enterarse de lo que él pensaba de la revolución, la intervención, Lenin y Trotsky. Mientras otros, que habían visitado Rusia, elogiaban la hospitalidad de sus habitantes y le preguntaban si por casualidad no conocía a un tal Ivanov que vivía en Moscú. Martin se asqueaba con estas conversaciones; extrayendo como al descuido un volumen de Pushkin de su escritorio, leía en voz alta «Otoño», en la traducción de Archibald Moon:

Oh funesto período, encanto visual,

qué dulce es tu belleza de adiós.

Amo el suntuoso marchitar de la naturaleza,

la formación de bosques vestidos de oro y púrpura.

Este hecho causaba cierto asombro, y solo Darwin, un inglés robusto, de aspecto soñoliento y blusa amarillo canario, que acostumbraba a sentarse en un sillón con los brazos y las piernas extendidas, extrayendo jadeantes sonidos de su pipa y contemplando fijamente el cielo raso, asentía con aprobación.

Este tal Darwin, que solía visitarlo a menudo después de cenar, explicó a Martin con lujo de detalles algunas de las estrictas leyes primordiales para su conducta en la universidad: los estudiantes no debían usar sombrero o abrigo por más frío que hiciera; cuando uno se encontraba con algún conocido, aunque fuera el mismo Atom Thompson, no había que estrecharle la mano ni decir «buenos días», sino saludarlo con una sonrisa burlona y alguna exclamación chispeante; era de mala educación remar en el río con un bote ordinario: para eso existían las bateas y las piraguas; no había que repetir nunca los viejos chistes de la universidad, que tanto entusiasmaban a los novatos.

—Recuerda, no obstante —agregó sabiamente Darwin—, que no debes excederte ni siquiera en cumplir con estas tradiciones, porque a veces, para fastidiar a los snobs, es conveniente salir con un sombrero hongo y un paraguas bajo el brazo.

A Martin le parecía que Darwin había estado mucho tiempo en la universidad, varios años, y lo compadecía como a ningún otro en ese lugar. Darwin lo pasmaba por su somnolencia, la pereza de sus movimientos, ese aire de comodidad que había en todo su ser. Tratando de suscitar su envidia, Martin, impetuosamente, le contó sus viajes, intercalando inconscientemente algunas de las cosas que había inventado estando con Bess, casi sin notar cómo se había consolidado la ficción. A decir verdad, sus exageraciones eran bastante inocentes: los dos o tres picnics en la meseta de Crimea se habían convertido en un habitual paseo con bastón y mochila por las estepas; Alia Chernosvitov se había transformado en una misteriosa compañera de sus cruceros en yate, sus caminatas con ella en una prolongada estadía en una isla griega y el purpúreo contorno de Sicilia en jardines y villas verdaderos. Darwin asentía sin dejar de mirar hacia el cielo raso. Sus ojos eran de un azul pálido, vacíos e inexpresivos; las suelas de sus zapatos, siempre a la vista, dada su costumbre de adoptar posturas semireclinadas, con los pies en alto, en alguna posición cómoda, tenían un complicado sistema de tiras de goma. Todo en él, desde aquellos pies sólidamente calzados hasta su huesuda nariz, era de buena calidad, grande e imperturbable.

Ir a la siguiente página

Report Page