Gloria

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No solo la efímera sonrisa de su madre irritó a Martin en aquel segundo verano. Había algo más, algo mucho más desagradable. La vida en el chalet le parecía extrañamente cambiada, como si se moviera de puntillas y con aliento entrecortado. Era raro oír que el tío Enrique no llamara como antes «Sophie» a la señora Edelweiss, sino «chère amie»; y ella, también, de tanto en tanto se dirigía a él diciéndole «querido». En él había surgido una suavidad distinta, y sus movimientos eran más delicados; los elogios hechos a la sopa o algún bistec eran suficientes para empañar sus ojos con un atisbo de lágrimas. El culto a la memoria del padre de Martin había adquirido un matiz de misticismo insoportable. La señora Edelweiss era más consciente que nunca de su culpa ante su difunto esposo, en tanto que el tío Enrique parecía señalarle un difícil pero seguro camino de expiación cuando comentaba qué feliz debía estar el espíritu de Sergio al verla a ella en la casa de su primo. Cierta vez llegó incluso a extraer de entre sus ropas una lima, y con moderada melancolía empezó a pasarla de un lado a otro de sus uñas, pero ante esto la señora Edelweiss no pudo contenerse y emitió una risa falsa, que inesperadamente se convirtió en un ataque de histeria. En su apuro por ayudar, Martin abrió el grifo de la cocina con tal brusquedad que el agua le salpicó los pantalones de franela blanca.

No con poca frecuencia observó a su madre mientras caminaba por el jardín apoyándose fatigada en el brazo de Enrique, o mientras a la hora de acostarse llevaba a Enrique una taza de aromático té de tilo. Todo era depresivo, desconcertante y extraño. Minutos antes de la partida de Martin hacia Cambridge, evidentemente su madre quiso darle la noticia, pero se sintió tan avergonzada como él. Titubeó y solamente dijo que pronto le escribiría contándole un importante acontecimiento. Y, en efecto, aquel invierno Martin recibió una carta, no de ella sino de su tío, que en páginas de fluida escritura y lenguaje ampuloso y sensiblero le informaba de que se casaba con su madre —una ceremonia muy modesta en la iglesia de la villa—, y solo al llegar a la posdata Martin comprendió que la boda ya había tenido lugar y agradeció mentalmente a su madre haber hecho coincidir esa horrible celebración con su ausencia. Al mismo tiempo, no dejaba de preguntarse cómo haría para volver a enfrentarla, de qué hablarían, y si él podría perdonarla por la traición. Porque, sin importar cómo se enfocara, el hecho era, más allá de cualquier duda, una traición a la memoria de su padre. Mas aún, lo acosaba la idea de tener por padrastro a ese tío Enrique de patillas sedosas e ingenio escaso. Cuando Martin llegó para las Navidades, su madre no podía dejar de abrazarlo y llorar, como olvidando, para complacer al tío Enrique, su habitual moderación. Y sencillamente no hubo lugar donde esconderse de la suave emoción de los cariñosos ojos de su padrastro y de la solemnidad de su tosecilla.

Durante el último año en la universidad, en general, Martin advirtió una y otra vez la presencia de una fuerza malévola que trataba de convencerlo obstinadamente de que la vida no era en absoluto la alegre cosa que él había imaginado. La existencia de Sonia, la constante e injustificada atención que suscitaba en su alma, el tono burlesco de la chanza que se había establecido entre ellos, todo era sumamente cansador. Pese a todo, aquel amor desairado no le impedía correr detrás de todas las chicas monas que encontraba, ni sentir un placentero cosquilleo cuando, por ejemplo, Rose, la diosa del salón de té, aceptaba salir a dar un paseo en coche con él. En aquel salón, muy frecuentado por los estudiantes, se podía comprar pasteles de todos los colores imaginables: rojo vivo con lunares de crema que les daban aspecto de amanitas mortales; azul purpúreo, como el jabón con fragancia a violetas; y negro satinado, como un negroide con el alma blanca. En la eterna esperanza de encontrar algo realmente bueno, uno no paraba de devorar un pastel tras otro, hasta que el estómago se le hinchaba. Con un oscuro rubor en las aterciopeladas mejillas y una mirada límpida, enfundada en un vestido negro con un gracioso delantalito, Rose circulaba de un lado a otro del salón, evitando ágilmente el chocar con las otras camareras que también navegaban a toda velocidad. Martin reparó inmediatamente en las manos coloradas y con dedos gruesos de Rosa, en absoluto favorecidas por la pequeña piedra de su anillo barato, y decidió con sensatez no volver a mirarlas, para concentrarse en cambio en sus largas pestañas, que ella bajaba tan encantadoramente cuando preparaba una cuenta. Un día, mientras tomaba un rico chocolate dulce, Martin le pasó una nota y ese día caminaron juntos bajo la lluvia. El sábado alquiló la desvencijada limousine de costumbre y pasó la noche con Rose en una antigua posada, a unos cincuenta kilómetros de Cambridge. Se sintió algo sorprendido, a la vez que halagado, cuando ella le dijo que era su primera aventura. La muchacha hacía el amor con torpeza, rústica, tempestuosamente, y Martin, que había esperado encontrar en ella una frívola y experta sirena, se desconcertó tanto que recurrió a Darwin en busca de consejo.

—Te echarán de la universidad —le dijo Darwin tranquilamente.

—¡Qué disparate! —replicó Martin frunciendo el entrecejo.

Así, cuando tres semanas más tarde Rose le dijo en un rápido susurro que estaba encinta, le pareció como si uno de esos meteoritos que habitualmente se estrellan en algún lugar del desierto de Gobi hubiera caído directamente sobre él.

—Felicitaciones —le dijo Darwin, después de lo cual, no sin cierto alarde artístico, comenzó a describir el destino de las jóvenes pecadoras con una criatura en las entrañas, agregando luego—: Y a ti te expulsarán. No cabe duda.

—Nadie lo sabrá, me encargaré de ponerlo todo en orden —tartamudeó Martin.

—Es inútil —afirmó Darwin.

De pronto Martin perdió la calma y se fue dando un portazo. Salió corriendo a la escalera y casi cayó al suelo bajo el impacto de un gran almohadón que su amigo le había lanzado diestramente a la cabeza desde la ventana del segundo piso. Cuando llegó a la esquina y se volvió a mirar, vio a Darwin salir a la calle, recoger el almohadón, sacudirlo y regresar a la casa.

—Pedazo de bruto —murmuró Martin, y se encaminó al salón de té.

Estaba atestado de gente. Rose, con sus ojos vivarachos y sus mejillas oscuras, iba de mesa en mesa. Caminaba llevando una bandeja, o, humedeciendo delicadamente un lápiz con la punta de la lengua, escribía los números de una cuenta. También él escribió algunas líneas en una hoja de su agenda, a saber: «Quiero que te cases conmigo. Martin Edelweiss». Puso la hoja en la horrible mano de la muchacha. Después se fue, pasó un par de horas vagando por la ciudad, volvió a su casa, se tendió en el sofá, y permaneció allí hasta el anochecer.

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